Publicado el 25 de Febrero de 2011
Por Roberto Caballero
Por Roberto Caballero
Director de "Tiempo Argentino".
En los ’80, cuando la vuelta de la democracia era pura ilusión, mucho de los que hoy andamos por los 40 nos lanzamos huérfanos a militar en política. Huérfanos porque la generación que nos precedía, la de nuestros hermanos mayores, había sido diezmada por la dictadura. En aquella época, mientras nos enterábamos de las atrocidades cometidas en “La Noche de los Lápices”, vivíamos entre aterrados y eufóricos cada marcha por el “boleto estudiantil”. Toda esa energía maravillosa de vivir la vida en la libertad se nos vino abajo con el Punto Final y la Obediencia Debida. Fue como crecer malamente y de golpe. El mundo no era sólo lo que deseábamos: también era lo que los otros, en este caso, las corporaciones en alianza con los militares, no querían que cambiara. Así se inauguró el posibilismo y aprendimos con dolor que había un límite para todo, entre ellos, nuestros sueños de una sociedad mejor. Los ’90 fueron de resistencia y recogimiento en la derrota: la política pasó a ser mala palabra, el 1 a 1 convirtió a algunos de nosotros en alegres consumidores y el indulto parecía una lápida que aplastaba nuestros reclamos de Memoria, Verdad y Justicia.El estallido de 2001 confirmó nuestros pronósticos. La Argentina neoliberal se convirtió en una pesadilla. Y allí apareció él, con su birome bic, sus ojos desalineados y los mocasines que atrasaban 20 años. Néstor Kirchner, en democracia, corrió los límites de lo posible. Y después de tantas pesadumbres, ahora que somos un poco más viejos, tenemos que admitir y repetir delante de nuestros hijos, que sin las esperanzas que perseguimos no somos nada de nada.Y eso, los ochentistas, se lo debemos a él.
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