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domingo, 17 de agosto de 2025

No es el fascismo: es la velocidad, por Dante Augusto Palma

 


En los primeros 6 meses de gobierno, Trump firmó más decretos que Biden en toda su gestión. Son unos 170 de los cuales 26 fueron firmados el primer día de mandato. Evidentemente, Trump tuvo claro eso de los “primeros 100 días” de gobierno que surge casi de una intuición de sentido común, esto es, aquella que indica que las grandes transformaciones y las decisiones más difíciles es mejor tomarlas rápido y al principio. 

Refiriendo a Maquiavelo, el filósofo Leo Strauss recuerda que en el capítulo 26 de Los discursos del florentino, se indica que el príncipe que desee un poder absoluto “debe renovarlo todo, debe establecer nuevos magistrados con nuevos nombres, nuevas autoridades y nuevos hombres; debe hacer pobres a los ricos y ricos a los pobres (…) En suma, no debe dejar intacto nada en su país, y no debe haber ningún rango o riqueza que sus posesores no reconozcan que se deben al príncipe. Los modos que debe emplear son, casi siempre, crueles y hostiles, no solo para cada vida cristiana, sino, incluso, para cada vida humana”.


Sin embargo, claro está, esto que cuadra bien para describir la figura del tirano no hace justicia con Trump, quien utiliza instrumentos perfectamente constitucionales ni, por caso, con Milei, quien también ha gobernado dentro de los límites constituciones, si bien el congreso ha sido generoso al otorgarle un instrumento que durante un año le dio enorme capacidad de acción. Podremos discutir los diseños constitucionales, el peso que tiene los presidentes, etc., y hasta, quizás, podríamos preferir otras formas de administración, pero aquí no hay una deriva autoritaria salvo que se asuma como tal los insultos a la inmaculada profesión de los periodistas que ambos mandatarios suelen proferir. Desde aquí, preferimos discursos públicos más sosegados pero la democracia no está en peligro por los eventuales exabruptos contra algunos periodistas. No son tan importantes, muchachos. 


Pero esta larga introducción no pretendía dar razones a favor o en contra de este tipo de liderazgos, los cuales podríamos denominar, populistas, sino de advertir la relación conflictiva entre velocidad y democracia. Con esto quiero decir que más allá de la harto sabida regla de los “100 días”, no solo los mencionados, sino cualquier gobierno democrático se enfrenta a una problemática novedosa: los tiempos de la sociedad son mucho más veloces que los tiempos de la política. Dicho con otras palabras, con nuestras subjetividades moldeadas algorítmicamente, la democracia debe ajustarse a un frenesí que paradójicamente es antipolítico porque va en contra de los tiempos de la deliberación, de discusiones que, para hacerse carne en la sociedad y crear una masa crítica, no pueden acelerarse.


¿De qué manera? En primer lugar, para bien o para mal, la subjetividad algorítmica a la que nos hemos acostumbrado, celular en mano, nos lleva a suponer que todos nuestros requerimientos pueden y deben ser respondidos automáticamente. Cualquier duda la resuelve el buscador de Google o cualquier IA alternativa de una manera que un político o el Estado, aun cuando se haya modernizado, no podría hacerlo jamás. Ese hiato de velocidad y la consecuente frustración que genera conlleva una insatisfacción crónica. 


Una segunda característica, una vez más, para bien o para mal, es la sensación y, por qué no, la efectiva constatación de que gracias a internet hoy podemos hacer las cosas por nosotros mismos. Esto en un doble sentido: por un lado, con una imponente capacidad asociativa capaz de conectar a nivel masivo a usuarios de todo el mundo para sumarlos a una causa, y, por el otro, para encarar proyectos personales, laborales, artísticos, etc. De hecho, no es casual esta explosión de emprendedorismo asociada, claro está, a la pauperización y a la tendencia inevitable y acelerada de la pérdida de puestos de trabajo. Si nos podemos asociar, o lo puedo hacer por mí mismo: ¿para qué necesitaría al Estado? ¿Para qué legitimar democráticamente a una casta gobernante a la cual, encima, le pagamos el sueldo?


Un tercer punto, asociado al primero: imbuidos de la lógica de los likes y las sobredosis de dopamina que produce una eventual viralización de nuestro contenido, no solo, como decíamos, enfrentamos la insatisfacción de la dilación constante por parte del Estado, sino que vivimos en una cambiante demanda casi siempre asociada a la queja y la victimización, casualmente, aquello más viralizable, es decir, exitoso, en la lógica virtual. Con nuestro narcisismo sostenido a base de likes, estamos obligados a los mensajes y a la exposición constante en una espiral adictiva que luego se replica en la relación que tenemos con nuestros representantes. El “no sé lo que quiero, pero lo quiero ya”, a su vez, se enmarca en un clima de época donde el deseo irrefrenable e inducido no solo es impulsado por algunos políticos. Es algo peor aún: en una mixtura de malas interpretaciones entre la máxima evitista del “donde hay una necesidad, nace un derecho” y la máxima feminista “lo personal es político”, cualquier capricho individual se transforma en una demanda legítima frente al Estado y, de nuevo, frente a la democracia. En la sociedad infantilizada donde la competencia de víctimas tiene dos objetivos, la inimputabilidad y la legitimación pública para que la palabra de quien se presente como víctima sea incontrovertible, los problemas personales siempre son generados o por el sistema o por representantes individuales sobre los que, presuntamente, encarna el sistema. Por ello, lo tiene que resolver el Estado con diversas formas de reconocimiento, desde el simbólico hasta el material.


Sin embargo, de la misma manera que se necesita el próximo mensaje, la próxima foto para ser likeado, la demanda contra el sistema no cesa: lo propio de quien se siente adeudado en la sociedad infantil, es que la deuda no termina nunca. Por eso hay sectores que son esencialmente insatisfechos. Y no lo hacen porque quieren cambiar el mundo o por revolucionarios; o en todo caso, lo hacen para cambiar su mundo, ese de revoluciones pequeñitas donde todo lo que tienen para ofrecer es una identidad. 


¿Supone esto exculpar a la política y a la dirigencia? Para nada. De hecho ya indicamos que son los demagogos los que le hacen creer al electorado que detrás de cualquier deseo hay un derecho, como si el Estado fueran los reyes magos. 


Y algo más: las máximas políticamente correctas de la participación popular atravesadas por una naif versión de solucionismo tecnológico para progres con culpa, instala que haciendo un video de tik tok, firmando un change.org, escrachando el mensaje incorrecto del día y aportando una suscripción en la plataforma de periodistas precarizados o colaborando en un crowdfunding para que Pablo Iglesias junte 150.000 euros y abra un nuevo bar antifascista, estás haciendo algo por el bien de la humanidad. Lo paradójico es que inmediatamente se cae en la cuenta que todas esas acciones no conducen a nada, pero en lugar de poner en entredicho el modelo de subjetividad sobre el cual se ha constituido esta forma de participación, firmamos una segunda solicitada en Change y devenimos una patrulla perdida de la virtualidad que expresa sentimientos mientras scrollea. 

Pero hay más, en la lógica influencer, la política de hoy necesita abrir frentes todos los días. No es solo la obvia recomendación de cualquier asesor de “controlar la agenda”; ni siquiera el espíritu confrontativo de algunos presidentes. Es también la dinámica de las redes llevada al extremo. La discusión pública se transforma en Twitter: sin mediación, con carencia de vocabulario, a los insultos limpios y rodeados de bots, hashtags y energúmenos para ganar la batalla por un par de horas hasta la batalla de mañana. 


Hay que mantener a la opinión pública engaged como pretende el algoritmo de la red social para que permanezcas allí mucho tiempo. No vienen ni siquiera por nuestras mentes: vienen por un ratito de nuestra atención. Y ni siquiera es un plan de gente oscura. Son gobiernos con funcionarios que han crecido en la dinámica de las redes y trasladan ese modelo a la discusión pública. 


No es casualidad que esa lógica produzca crédulos manipulables destinados a expresar sus frustraciones y sus odios, por derecha o por izquierda, o, en el mejor de los casos, incrédulos y apáticos que ven el circo desde afuera y se decantan por otros estímulos. 


A los gobiernos, por lo pronto, ya no se les exige que hagan políticas públicas. En todo caso, no estorben y entreténganos. De aquí que para muchos gobiernos populistas su peor enemigo no sean las instituciones sino el aburrimiento de los usuarios. Las instituciones no tienen ninguna legitimidad en el mundo veloz. Lo que queremos son memes y ser parte del tema del día. La democracia debería temerle menos al fascismo que a la velocidad.


NOTA DEL EDITOR:

NOTA DE OPINIÓN QUE REFLEJA EL PENSAMIENTO DEL AUTOR, NO LA DEL MEDIO QUE LO PUBLICA

1 comentario:

Adrián Corbella dijo...

No me parece que estos gobiernos se manejen dentro de los marcos constitucionales, los violan. Lo que sucede es que los mecanismos que el sistema democrático prevee para bloquear este tipo de acciones no están funcionando. En el caso argentino, el decreto de los superpoderes es claramente anticonstitucional, y podría haber sido nulificado por el Congreso o por la Justicia. Ambos poderes terminaron siendo cómplices del accionar gubernamental.