Aunque todos coinciden en que, con la sanción de la Ley Bases en diputados, comienza una nueva etapa del gobierno de Milei, resulta una incógnita el rumbo que adoptará en lo discursivo. En particular, me interesaría conocer hacia dónde girará la tensión entre el “verla” y el “no verla”.
Para ser más claros, desde hace ya unos meses, tanto Milei como sus seguidores y periodistas afines han instalado, con bastante arrogancia, por cierto, la idea de que quien no está de acuerdo con el sendero adoptado por el gobierno, no es simplemente alguien que disiente, sino que se trata de alguien que “no la ve”. Este “no verla” tendría que ver con sesgos ideológicos que impedirían a los opositores al gobierno observar la realidad tal cual es. Nótese que se habla de “no ver” en lugar de, por ejemplo, “no comprender”. Esto significa que la dificultad alcanza los propios sentidos, aquellos a través de los cuales, según cierta tradición filosófica, recibimos los datos a partir de los cuales reflexionamos.
Expuesto así, se trata de una lógica que no tiene nada que envidiarle a la intelligentsia de izquierda, aquella que hoy milita la oposición al gobierno de Milei y que desde hace décadas se jacta de ser una minoría esclarecida legitimada para guiar las almas y el pueblo. De modo que la metáfora está por encima de las diferencias ideológicas. Así, la gente que dice ver lo que otros no pueden viene en los formatos más variopintos: desde radicales de izquierda hasta populistas de derecha.
En el caso de Milei, la idea de ser “el que la ve” es coherente con el lugar desde el que pretende hablar. Porque Milei dice hablar desde el conocimiento que le da haber estudiado economía (más allá de que evidentemente le incomoda que sus títulos no tengan la legitimidad de casas de estudio más prestigiosas), y haber escrito libros (más allá de que sean de divulgación, tengan acusaciones de plagio y, que, académicamente hablando, no posean valor alguno).
Digamos, entonces, que, en todo caso, se trata de detalles propios del mundillo universitario y de quienes siguen una carrera científica. Por ello, si salimos de ese ámbito, habría que decir que, frente al público, Milei se presenta como “uno que sabe”, y son muchos los que lo admiran por ese presunto conocimiento.
Sin embargo, en paralelo, hay dentro del discurso del mileismo, todavía más que en el del propio Milei, una línea paralela y hasta contradictoria con ese discurso. Se trata de una suerte de exaltación del “no verla”, del “no saber”, el cual, si nos remontamos a la historia de las ideas, parece reflotar la disputa entre los ilustrados que abrazaban la Razón Universal, y los románticos, aquellos que, en sus distintas variantes, podían defender las pasiones, la irracionalidad, la identidad personal y toda particularidad.
Mencionaré dos ejemplos en orden cronológico: el primero se dio en el debate presidencial de cara al balotaje. Allí, no hay ninguna duda, Massa humilló a Milei en todo sentido a punto tal que será difícil volver a repetir un escenario como ese. Esta descripción va más allá de simpatías o de la evaluación de los candidatos y fue aceptado por todos los analistas. Como mínimo, entonces, quedó expuesto que Massa se había preparado y que conocía más que su adversario el funcionamiento del Estado, además de contar con un plan claro, independientemente de si nos gusta más o menos. En el caso de Milei… nunca se sabrá si confió demasiado en la improvisación… lo cierto es que fue vapuleado desde el minuto 1 hasta el final. Victoria por puntos, por KO, por lo que quieran. Si de ese debate dependía el voto de un sector de la sociedad, no quedaban dudas de hacia dónde tenía que ir. Y sin embargo… los resultados los conocemos todos.
Por supuesto que se podría objetar que la elección ya estaba determinada o que los debates no inciden, y estoy de acuerdo. Pero lo más interesante es el modo en que el mileismo y sus usinas desde medios tradicionales y redes, salieron a tratar de incidir en la opinión pública. Allí apareció el reconocimiento de que Massa había estado mejor, pero, al mismo tiempo, se señalaba que, justamente, la gente se identificó con Milei porque fue el perdedor del debate. Extrañísimo: la sociedad triunfalista deviene misericordiosa y se abraza al roto, al defenestrado, a aquel que resultó humillado a todo nivel durante 2 horas. El saber no fue visto como un “valor” en posesión de Massa. Al contrario, la gente premió al que no se preparó, al que demostró no saber. Su ignorancia lo ubicó en el lugar del genuino y se entendió que era preferible confiarle la administración del Estado al que nada sabía de él. Son muy pocas las decisiones que los ciudadanos de a pie tomamos en nuestro día a día que puedan compararse a esto. Al fin de cuentas, equivocados o no, estafados o no, suponemos que las cosas van a andar mejor si las hace el que sabe, sea la actividad que fuera, desde cocinar hasta saber arreglar una estufa. Pero no habría sucedido lo mismo al momento de elegir presidente. En principio no está ni bien ni mal, o sí, pero quedémonos al menos con la idea de que allí hay, por lo pronto, una novedad.
El segundo ejemplo es más difuso porque no refiere en particular a un caso porque, justamente, algo que también está siendo aceptado por todos los analistas, es que el gobierno tiene muchos problemas al momento de administrar el Estado. No hablo de los grandes lineamientos de las políticas de Milei, sino del día a día, de la ejecución de una partida, del nombramiento de las terceras líneas, de hacer que una leche llegue antes de que se venza. Entonces, lo sabemos todos: el Estado está paralizado. Sin embargo, una vez más, el relato oficialista pone en valor “la inexperiencia” trazando una equivalencia entre “Tener experiencia/ser político/robar”. Los que saben cómo manejar el Estado son los que lo conocen desde adentro y, por lo tanto, son los que lo habrían saqueado, de modo tal que podemos perdonarle a los nuevos su ineficiencia. La evaluación en este punto es más moral que económica. Algo así como oponerle al “roban pero hacen” un “no hacen… pero tampoco roban”.
Para concluir, entonces, más allá de que en el relato del gobierno sobresale la lógica de los esclarecidos que “la ven” frente a aquellos que no, al mismo tiempo convive en ese discurso, al menos en algunas ocasiones puntuales, una reivindicación romántica y populista del no saber, de la irracionalidad, de las pasiones, etc.
Más que una compleja elaboración de una inteligencia superior encargada de incluir los contrarios en un gran relato totalizante, probablemente no sea más que los intentos puntuales de encontrar justificación para acciones y hechos difíciles de justificar. Esta parece ser la explicación más simple y, como suele ocurrir, la que tiene más posibilidades de ser cierta.
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