El presidente era un hombre de ochenta y tantos años “que ya mostraba todos los signos de una senilidad avanzada. Como muchos ancianos, disfrutaba de unos cuantos minutos de modesta lucidez al día, durante los cuales podía pronunciar alguna observación aforística, y luego caía en un crepúsculo vidrioso. Ahora su vista era demasiado borrosa para leer el teleprompter, pero el equipo de la Casa Blanca aprovechó el audífono que siempre había llevado para insertarle un pequeño altavoz, de forma que pudiera recitar sus discursos repitiendo como un niño todo lo que oyera en su auricular. Las pausas eran editadas por las cadenas de TV pero los riesgos del mando a distancia quedaron de manifiesto cuando en su discurso (…) el presidente sobresaltó esas pobladas filas de señoras de bien repitiendo el comentario de uno de los ingenieros: ‘Mueve el culo, me voy a mear’”.
Aunque se trata de un cuento de James Ballard, podría ser un fragmento de la crónica de alguno de los principales medios de Estados Unidos tras el último debate entre Biden y Trump. Es que, claro está, a los pedidos de declinación de la candidatura del presidente, se le suma una audiencia gozosa del espectáculo público de las banalidades y la senilidad. Así, se dificulta hallar grandes diferencias entre la ficción del autor de Exhibición de atrocidades y el tratamiento de la salud del presidente estadounidense en los últimos días.
A propósito del cuento de Ballard, se trata de “La historia secreta de la tercera guerra mundial”, publicado en 1988, y refiere a un hipotético tercer gobierno de un Ronald Reagan completamente senil en el que se desataría una nueva guerra mundial que duraría apenas cuatro minutos pero que pasaría desapercibida por el hecho de que la población estaría distraída en asuntos menores que inundarían los informativos.
El cuento abunda en la ya redundante crítica a los medios de comunicación advirtiendo el modo en que la sobreinformación de puerilidades es una de las tantas formas de la manipulación, pero lo que tiene de original es el modo en que muestra que la salud presidencial podría ser el foco de un espectáculo que, en la actualidad estadounidense, también es electoral y es político.
En este sentido, el último debate ha dejado expuesto que las advertencias sobre la salud física y mental de Biden no eran una operación de la derecha y cada vez son más las voces que, tanto entre los dirigentes como entre los votantes del partido demócrata, entienden que el actual presidente debería dar un paso al costado.
Frente a ello, Biden ha hecho entrevistas y apariciones públicas. Ya no se trata de lo que diga ni de sus proyectos para un nuevo mandato: solo se trata de lograr que termine las frases, que no se tropiece al caminar y que no evidencie signos de confusión. Así, en aquellos Estados Unidos que han exportado la cultura de la glorificación de la juventud, las “fuerzas del bien” avanzan en una campaña electoral que se basa en demostrar que el presidente no está senil y que el adversario es el diablo.
En este escenario, es probable que seamos testigos de aquello que, en el cuento, era llevado al paroxismo con pretensión risueña. Es que mientras en esa hipotética tercera presidencia de Reagan, en 1995, se sucedían repetidas crisis energéticas, el segundo conflicto entre Irán e Irak, la desestabilización de las repúblicas asiáticas de la Unión soviética y la perturbadora alianza en Estados Unidos entre el islam y el feminismo militante (¡visionario como pocos ha resultado Ballard, por cierto!), el equipo de especialistas en comunicación del presidente decide empezar a transmitir por televisión detalles de su salud: presión sanguínea, glóbulos rojos y blancos, y frecuencia cardíaca. Todo estaba disponible para tranquilidad de los televidentes y, sobre todo, de los mercados.
Este éxito comunicacional llevó a que rápidamente los pormenores de la salud del primer mandatario ocuparan cinco de las seis noticias principales. Así fue que, el día en que comenzó la tercera guerra mundial, el público no se enteró porque estaba atento al último parte médico que indicaba que el presidente estaba sufriendo crisis psicomotoras, percepción distorsionada del tiempo, pupilas dilatadas y temblor convulsivo.
Afortunadamente la guerra duró solo cuatro minutos y supuso el lanzamiento de cinco bombas atómicas, pero el avance tecnológico que permitía observar en vivo los electroencefalogramas del presidente fue todo un éxito de audiencias y el comentario de toda mesa familiar.
Con todo, la prueba de fuego se dio el día en que Reagan fue objeto de un atentado en un acto militar. La conmoción de la población, combinada con “la peor noticia”, parecía corroborarse en el hecho de que el pulso del presidente en la TV dio un horizontal continuado durante diez minutos. Y, sin embargo, de repente, sea por la magia de la televisión, la necesidad de finales felices o, simplemente, razones políticas, la pantalla de cada televisión evidenció una recuperación del pulso y el informativo indicó que el intento de asesinato había sido frustrado.
Llegados a este punto, hacia el final del cuento, Ballard reflexiona:
“¿Había muerto el presidente, quizás por segunda vez? ¿Había vivido en términos estrictos, durante algún momento de su tercer mandato? ¿Continuaría un espectro animado del presidente reconstituido a partir de las gráficas médicas que aún desfilaban por nuestras pantallas de televisión, gobernando otros mandatos, desatando la Cuarta y la Quinta Guerra Mundial, cuyas historias secretas expirarían en los intersticios de nuestros horarios televisivos, perdidas para siempre en el interior del análisis de orina supremo (…)?
Si las predicciones de Ballard se cumplen, el comité electoral del partido demócrata devendrá un comité de médicos, los analistas traficarán conceptos para hablar de una nueva “biopolítica” y los influencers progresistas reaccionarán en Youtube a los cambios en la frecuencia cardíaca de Biden cada vez que Trump aparezca liderando las encuestas.
Quizás, quién lo sabe, cuando se produzca la próxima guerra mundial, estemos entretenidos discutiendo cosas importantes como si el Alzheimer es de izquierda y el colesterol alto es de derecha.
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