"La unidad política es unidad de lo diverso. La construcción de un campo ideal propio refractario a cualquier disenso o actitud crítica suele presentarse como pureza de principios pero no es más que la retórica del sectarismo. La unidad es más exigente y contradictoria que el encierro en las propias certezas. "
Edgardo Mocca
Antagonismo o alternancia: así está planteado el dilema actual de la política argentina. La palabra antagonismo tiene una mayoritaria mala prensa y es sistemáticamente demonizada por la academia oficial. Sin ir más lejos, el núcleo duro del neoliberalismo argentino –que hoy incluye una vertiente progresista– ha hecho del antagonismo y de su rechazo el centro de su discurso conmemorativo del aniversario del golpe de 1976. Si no se logra la demonización del antagonismo es difícil presentar el cuadro de aquellos días como el resultado de una guerra entre demonios, en la cual el demonio victorioso cometió algunos abusos repudiables. El Nunca Más deja así de ser el cierre del capítulo del terrorismo de Estado y pasa a convertirse en la definitiva condena de cualquier proyecto político que se constituya como tal sobre la base de un antagonismo político. Es curioso porque en este discurso se enrolan muchas personas que dicen ser peronistas o radicales. ¿Cómo se hace para contar la historia de los dos grandes partidos argentinos sin hablar de causa y de régimen, de pueblo y de antipueblo? Claro, el antagonismo argentino no tiene siempre el mismo nombre y la misma forma política, pero no puede dejar de rastrearse una huella histórica de los antagonismos argentinos. Al menos, hay una importante tradición política e intelectual que reconoce este linaje y hay además un parentesco innegable entre los movimientos nacionales-populares de nuestra historia. Suele decirse que el antagonismo es violento. Algún día habrá que reconocer que los momentos violentos de nuestra historia se asocian fundamentalmente al intento de borrar el antagonismo a fuerza de terror estatal.
En los últimos años reapareció el antagonismo político en el país. No es que no hubiera habido diferencias y contradicciones durante los gobiernos democráticos anteriores al kirchnerismo. Pero la construcción de un polo nacional-popular y democrático con capacidad de ganar y conservar el gobierno no había estado en la agenda hasta 2003, o, para decirlo con más precisión, desde el levantamiento patronal-agrario del otoño-invierno del año 2008. Como no ocurría desde hacía muchísimo años quedó dibujado en ese episodio el arco de fuerzas sobre el que se sostiene un determinado régimen imperante en el país desde 1983. Es un régimen porque es una manera específica de ejercer el poder sin violentar formalmente las reglas de juego constitucionales y legales pero poniendo en movimiento los recursos materiales e institucionales para la defensa de un círculo concreto de intereses. Desde entonces, las empresas oligopólicas de la comunicación, el sector más corrupto del Poder Judicial y los grandes grupos económicos concentrados fueron ocupando el rol de reguladores del conflicto y de muros defensivos de los negocios del gran capital local y multinacional que antes ocuparon las fuerzas armadas. En el sentido común predominante la reaparición de los antagonismos es una mala noticia: crea tensiones, enfrenta a las familias, a los grupos de amigos… Nada de eso puede negarse pero también hay que convenir que hoy advertimos todo lo que hemos perdido en términos materiales y culturales desde que se impusieron electoralmente los enemigos del conflicto político.
La voz de orden contra el antagonismo es la alternancia. Lo ideal para el relato de la Argentina “reconciliada” sería una experiencia en la que el gobierno rotara entre dos o tres partidos que discutieran y se pelearan mucho pero una vez en el gobierno respetaran invariablemente las reglas de juego del “libre mercado” y garantizaran la “seguridad jurídica” de los grandes negocios locales y globales. Así funciona, dicen con razón los partidarios de la alternancia, en gran parte del mundo. Lo que no dicen es que ese régimen se está resquebrajando en todas partes. Que crecen, por derecha y por izquierda, fuerzas que cuestionan el péndulo conservador-progresista y lo equiparan a una casta que secuestró la política y le sacó a los ciudadanos su derecho a decidir sobre la vida del país. Los neoliberales argentinos añoran y reivindican una fórmula política que agoniza mundialmente: lo certifica la experiencia de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, España, entre otros muchos países del mundo.
El plan para restablecer la normalidad política neoliberal del país –con alternancia incluida– está atravesando enormes y crecientes dificultades. El mes de marzo, que todavía no terminó, ha tenido registros muy contundentes de esas dificultades: actos obreros, movilizaciones femeninas, conflictos sindicales, memorias populares masivamente compartidas, han sumado más de una vez centenares de miles de personas en las calles del país, principalmente en su ciudad capital. Se multiplican los conflictos de empresas y de gremios, crece el impacto nacional y mundial del reclamo por la libertad de Milagro Sala y otros presos políticos de Morales y de Macri. Y la política se mueve al compás de ese cuadro de situación profundamente transformado. Las encuestas muestran el retroceso del macrismo en la mirada popular: al retroceso y las dificultades económicas se suman los escándalos de corrupción al máximo nivel del gobierno. No parece el mismo país que en los meses iniciales del gobierno en el que solamente las plazas populares, habitadas por un entusiasmo insólito entre los partidarios de una fuerza política recién derrotada, desentonaban en un cuadro de expectativas públicas y defecciones políticas que auguraban salud y larga vida para el proceso de “normalización nacional”.
La gran cuestión es cómo la política formalmente organizada reacciona frente a este nuevo cuadro. Como es habitual desde hace unas cuantas décadas, el centro de la atención está colocado en el peronismo. En ese territorio las voces que proponían la “renovación” del movimiento, comprendida como la clausura total y definitiva de la experiencia kirchnerista, suenan hoy con menos potencia. De la centrifugación de fuerzas parlamentarias que buscaron abrigo en la promesa de desalojo de la anormalidad kirchnerista de todas sus posiciones, se pasó a un estado deliberativo que se extiende más allá de los límites formales del Frente para la Victoria. Este clima ha dado lugar a múltiples iniciativas signadas por el lema de la unidad del peronismo, que se fue extendiendo a otras fuerzas factibles de confluir en una alternativa al macrismo. Ahora la cuestión en disputa no es la necesidad de la unidad sino su contenido, sus formas y sus límites. En el plano de las declaraciones y los documentos no parece haber demasiada diferencia en cuanto al sentido de la unidad: diferentes estructuras del PJ, la CGT, el grupo político que se inspira en los documentos del Papa y de Perón, los movimientos sociales, sindicales y culturales han ido delineando un programa de hecho que incluye defensa de la industria nacional, mejoramiento del salario, paritarias libres, no a la represión y judicialización de la protesta social, recuperación de la soberanía nacional, reapertura de planes y programas de desarrollo social, educativo, científico y cultural.
Es muy difícil pensar en un proceso político de transformación en todos esos aspectos, sistemáticamente agredidos por el gobierno de Macri, sin establecer un nexo orgánico entre esa plataforma y la experiencia de gobierno entre los años 2003 y 2015. Claro que es un nexo crítico, no la imposible pretensión de volver el tiempo para atrás. Sin embargo, lo que puede apreciarse en muchas de las propuestas que van surgiendo de las fuerzas que se colocan en el cuadrante popular de la política es una tendencia a incluir hacia el futuro muchas de las cuestiones que la experiencia kirchnerista no resolvió o no profundizó lo suficiente, más que inclinaciones moderadoras respecto de esa misma experiencia. De modo que el programa podría ser el de un capítulo superior de la experiencia de un gobierno popular. Los problemas de la unidad son muchos. En el centro están los enconos que acumula toda experiencia de gobierno tensa y prolongada en el tiempo y de los que el kirchnerismo no fue la excepción. Inmediatamente al lado de los enconos aparece el problema de las expectativas personales y de los grupos de pertenencia. La puesta al costado de estas cuestiones es un acto necesario de moral política porque lo contrario significaría simplemente que se ponen aspiraciones personales y particulares por encima del interés nacional. Se dirá que esto es lo más común en la política, pero en el contexto en el que vivimos puede constituirse en una conducta grave y dañina. Está en juego la defensa y fortalecimiento de una alternativa real a las políticas que están en curso y no el armado de una herramienta para alternar armoniosamente en la administración de un pacto, nunca escrito pero plenamente operativo, que asegura que la democracia no se convierta en un desafío para los sectores privilegiados de la sociedad.
La unidad política es unidad de lo diverso. La construcción de un campo ideal propio refractario a cualquier disenso o actitud crítica suele presentarse como pureza de principios pero no es más que la retórica del sectarismo. La unidad es más exigente y contradictoria que el encierro en las propias certezas. Es imposible decir de antemano cuáles son los límites necesarios de la unidad para que ésta no se convierta en el nombre de un reacomodamiento personal o grupal para conseguir, reproducir o recuperar lugares dentro del sistema político. En principio, no hay que alejar los ojos ni los oídos de lo que dice la calle; la unidad que surja será eficaz si se alimenta de la voz del pueblo, a la vez que la sostiene y la proyecta en una estrategia transformadora, inteligente y flexible. Las multitudes de marzo y los millones de argentinos que comparten sus demandas y horizontes serán los testigos y jueces de lo que finalmente surja de la deliberación de los actores políticos.
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