Por Ricardo Forster
Materia gris
La derecha, la actual, pocas veces pensó en términos históricos, jamás fue largoplacista ni se interesó por las sofisticaciones de las teleologías. Ella ha preferido vivir el día a día, se dejó casi siempre ganar por las exigencias del poder y sus múltiples tentáculos aferrados a las demandas del presente. Hace mucho tiempo, tal vez en algunas de las encrucijadas críticas de la modernidad (los períodos abiertos por la Revolución Francesa y por la hecatombe desatada por la Primera Guerra Mundial), surgió un genuino y profundo pensamiento de derecha, en parte ardientemente reaccionario (pienso por ejemplo en De Maistre y en Donoso Cortés en el siglo XIX) o inclinado a incluir los sorprendentes cambios tecnológico-político-sociales desde una perspectiva conservadora revolucionaria (vienen inmediatamente los nombres de Ernst Jünger y de Carl Schmitt y el de algunos fascistas relevantes en la primera mitad del siglo pasado que tuvieron su influencia sobre nuestras propias derechas en la Argentina que emergió del primer centenario y que como siempre miró hacia Europa para nutrirse de las nuevas ideologías nacidas, también, del miedo a la revolución obrera cuya primera estación había sido la Rusia soviética). Pero lo cierto es que sacando esas voces o sus antiguas matrices filosóficas postulantes de la esencia pecaminosa del hombre y de un mundo social cuyas jerarquías no debían ser cuestionadas, las derechas actuales, especialmente en nuestro extraño país, no han hecho casi ningún esfuerzo por eludir las exigencias de lo inmediato, no se han preocupado por mirar más allá de sus narices ni han intentado sofisticar el modelo neoliberal que se ha desplegado planetariamente y que hoy se enfrenta a una severa crisis incluso en los países centrales. En todo caso, el neoliberalismo vernáculo es un pobrísimo remedo de lo que surgió en Estados Unidos y Europa desde los tiempos de Reagan y Thatcher cuando entre algunos intelectuales de prestigiosos centros universitarios se fue consumando un nuevo pensamiento neoconservador que tendría una honda influencia en las décadas siguientes.
El vértigo cortoplacista del establishment ha sido, y sigue siendo entre nosotros, el límite de una derecha preocupada, con exclusividad, en garantizar la perpetuación de la tasa de ganancia. Su ideología no se aleja demasiado de su bolsillo y de lo que se ha llamado el “revanchismo social”, esto es, la permanente inclinación a reprimir y a destruir los logros alcanzados por las clases subalternas. La feroz maquinaria represiva puesta en funcionamiento por la dictadura videlista fue la manifestación acabada del terror con el que la derecha respondió al desafío de quienes todavía insistían con el modelo distribucionista del primer peronismo. En la actualidad sus técnicas se han vuelto más refinadas y sutiles a la hora de apelar a los dispositivos de la industria de la cultura y a la capacidad de penetración de los grandes medios de comunicación. El disciplinamiento social que busca ya no se alimenta de la doctrina de seguridad nacional ni del terrorismo de Estado (herramientas que, por otra parte, han dejado sus terribles marcas y que siempre están disponibles si fuese necesario recurrir, una vez más, a su uso), ahora lo hace a través del cóctel de la exclusión, el desempleo, la fragmentación social, las diversas formas del prejuicio y el racismo, la violencia urbana, la proliferación delincuencial y la complicidad de las fuerzas de seguridad, todo ello bien “narrado” a través de las estéticas audiovisuales que tienden a mostrar un mundo en estado de catástrofe. La época actual se inclina a la alquimia del ciudadano consumidor y de las audiencias capturadas por la espectacularización mediática como mecanismo de sujeción y de producción intensiva de nuevas formas de subjetividad y de sentido común.
Aunque hay que reconocer que muy pocas veces, especialmente en las últimas décadas del siglo veinte, estos sectores hegemónicos se sintieron interpelados por una izquierda capaz de ponerlos en cuestión y de alcanzar un genuino desafío al dominio casi abrumador de una cosmovisión esencialmente anclada en una sensibilidad que deberíamos llamar de derecha. Quiero decir: una parte caudalosa de la población es espontáneamente de derecha; sus reflejos inmediatos están dominados por el prejuicio, la sospecha del pobre, el deseo de autoridad, el miedo que se enquista en la vida cotidiana como resultado del “peligro” que proviene de las periferias oscuras, el gesto autorreferencial y cuentapropista moral que se multiplica en el interior de una sociedad cada vez más individualista, etcétera. La derecha habita sus pasadizos secretos, ocupa sus estructuras más íntimas, duerme con el hombre y la mujer común cautivando sus sueños y excitando sus temores. Tal vez el error de la izquierda haya sido su profunda ingenuidad, el bucolismo de su visión de la sociedad, la confianza abstracta en la bondad humana como último refugio de la esperanza revolucionaria o del mejoramiento social. Todavía, transcurridos más de dos siglos, sigue anclada en la utopía ilustrada articulada alrededor de una filosofía del progreso en asociación con un inigualable optimismo histórico fundamentado en una ontología de la bondad. Las tragedias y tristezas del siglo veinte, sus horrores inclasificables, su extraordinaria capacidad destructiva, no han terminado por conmover las estructuras mentales de cierta izquierda que sigue sin comprender qué es lo que más le duele al poder corporativo. Tal vez por eso no ha podido reconocer la emergencia de los proyectos democráticos populares que hoy atraviesan algunos de nuestros países y que vienen cuestionando la continuidad del neoliberalismo.
La que sí ha aprendido, como casi siempre, es la derecha. Ella sabe que los tiempos han cambiado, que nuevos lenguajes y sentimientos proliferan en la escena contemporánea y se ha dedicado, con mayor o menor acierto, a sacarles el jugo a estas demandas espontáneas que al surgir de la media social son portadoras de una sensibilidad que se asocia perfectamente con los discursos y las prácticas de la derecha. Incluso los gobiernos que han llegado al poder desde una cierta tradición progresista tendieron, después de recorrido un tiempo en el que se suele perder la virginidad, a apropiarse de las retóricas conservadoras, terminando por hacer suyas aquellas palabras forjadas en las usinas de sus contrincantes. Para decirlo más directamente: las agendas políticas y sociales, las económicas y las tecnológico-científicas han sido dominadas por la derecha (al menos eso viene ocurriendo de manera hegemónica desde los años ochenta y recién han comenzado a ser cuestionadas en algunos países de Sudamérica –entre los que se encuentra el nuestro– en el inicio del nuevo siglo y yendo a contracorriente de la tendencia mundial).
A la derecha ya no hay que ir a buscarla exclusivamente a las zonas dominadas por la moralina o la represión de los instintos sexuales, ella ya no mora en las habitaciones oscuras de esas casas semiderruidas que apenas si son testigos de otra época en la que la voz del Gran Inquisidor imperaba sobre la cotidianeidad de los hombres recordándoles los horribles fuegos del infierno. A la derecha, a la que ejerce el poder económico y político, no a los restos retóricos de personajes antediluvianos, no le interesa la cuestión moral ni la defensa de las venerables tradiciones; lo que le importa, aquí y ahora, es captar adecuadamente los reflejos espontáneos de la gente, hacerse cargo de sus secretos más íntimos, apropiarse de sus prejuicios y de sus exigencias no siempre expresadas pero intactas en sus deseos.
Parece contradictorio decir que la derecha no piensa teleológicamente o que se desentiende de la historia y de sus fundamentos morales; sus ideologemas han girado, casi siempre, alrededor del reclamo de valores tradicionales y de la defensa de los núcleos supuestamente constitutivos de la sociedad. La religión articulada institucionalmente fue una de sus referencias insoslayables, estuvo siempre entrelazada con los mensajes vomitados desde los diferentes púlpitos. Esa antigua relación ya prácticamente ha dejado de existir, aunque siga persistiendo una anticuada retórica que nos recuerda, cada tanto, que la verdad de la vida sana está en cultivar valores espirituales y en eludir las tentaciones surgidas del libertinaje actual. La bancarrota moral de la Iglesia romana, la proliferación hasta la náusea de infinidad de casos de pedofilia y de corrupción económica, señalan la decadencia de una institución que sirvió, entre otras cosas, para “moralizar” a las sociedades.
Dentro de los anacronismos de la época por la que transitamos está, sin dudas, la presencia en la sociedad norteamericana de los discursos y las prácticas de las más variadas iglesias que siguen infectando el imaginario de vastos sectores de la población y que, incluso, alcanzan con intensidad la retórica del poder. En la administración republicana del inefable George W. Bush se asociaron elementos absolutamente descarnados y pragmáticos con portadores de un neopuritanismo que hundió sus raíces en las más venerables tradiciones del protestantismo conservador y en el misionerismo del alma estadounidense que se creyó elegida por Dios para conducir a la grey humana esgrimiendo la espada de la venganza contra los “hijos del demonio”. Tal vez como ninguna otra sociedad del mundo contemporáneo, la norteamericana sea expresión de alquimias sorprendentes en las que la más brutal fuerza modernizadora y secularizante impulsada por los vértigos del mercado se entrelaza con dispositivos que reclaman un regreso a los “buenos y sanos” tiempos en los que el espíritu religioso articulaba vida y muerte de los seres humanos. No deberíamos subestimar la potencia de ese maridaje que sigue desplegándose en el país en el que reina una mezcla de Walt Disney, consumo desenfrenado, apoteosis místico-religiosa y megalomanía redencional que se asocia a la condición de pueblo elegido por un dios absolutamente norteamericano. Extraña parábola en la que la apelación a valores tradicionales se entrama con mecanismos en los que se estimula a los consumidores para que rompan todas las barreras, para que se dejen llevar por el exceso y alcancen el paraíso del país de Jauja del shopping center. Oscuras formas de violencia nos recuerdan, cada tanto, que algo funciona mal en la “gran democracia” del Norte.
¿Y nosotros? Mirando, a la distancia que ofrece el tiempo transcurrido, el último acto del, hoy ya casi olvidado, señor Blumberg no pude dejar de establecer una relación entre este y el imaginario estadounidense del “pueblo de dios”. En las escalinatas del Congreso, de espaldas a él y a sus moradores “infectados por el virus de la corrupción”, se levantó el palco de la seguridad y la justicia en el que se ofició una suerte de ceremonia ecuménica a la que sólo faltó el imán musulmán para que las tres religiones abrahámicas estuvieran presentes. Se nombró una y otra vez a Dios, mientras el coro angelical de la Universidad Kennedy parecía querer entonar algún Black Espiritual (incluso un rabino modernizado se atrevió a cambiar las estrofas del himno patrio, aquellas que repiten la palabra libertad, por aquella otra dominante en la convocatoria: seguridad). Y sin embargo algo inevitablemente falso y ajeno sobrevoló el acto, una cierta sensación de artificialidad que provenía de un hombre que suele hablar el español como si lo estuviera traduciendo del inglés (vale como referencia su inexorable muletilla: “¿entiende?” como traducción del “You know?”). Hace tiempo que Dios ha dejado de ser argentino y, si le preguntásemos a cualquier compatriota lo mismo que la encuesta que realizó Gallup en el país del Norte sobre la relación de cada uno con la divinidad, una sonora carcajada invadiría nuestra geografía.
La cruzada Blumberg careció, entre nosotros, de legitimidad religiosa y fue, apenas, manifestación secular del miedo y el resentimiento, expresión de una necesidad de seguridad que cada tanto nos mortifica y que parece haberse ausentado de nuestras calles lanzándonos a la más cruda de las intemperies. Por más que se hayan escuchado las plegarias de un cura, de un pastor evangélico y de un rabino, por más que el nombre de Dios se haya pronunciado hasta el hartazgo, el deseo profano de venganza invadió como una sombra ominosa y mezquina los reclamos del público convocado en nombre de una extraña idea de justicia. En nuestro país, la derecha difícilmente pueda despertar emociones genuinas apelando a Dios (en todo caso sus apelaciones deberán contener otras demandas más próximas a la violencia punitiva). No deberíamos, de todos modos, descuidar el dominio profano, a veces contaminado de retórica cristiana, que va desplegando cierta derecha adaptándose al imaginario enfebrecido de nuestras clases medias por los medios de comunicación y su cobertura amarillista de una cotidianidad asaltada por todos los demonios de la criminalidad. Como una perla de las fuerzas subterráneas que habitan el país, la invocación a Dios, la estética de procesión que tuvo el acto con esas miles de velas encendidas en la noche donadas por la revista Gente, marcó, entre nosotros, la presencia de una derecha capaz de metabolizar en su extraño cuerpo lenguajes provenientes de distintas tradiciones y expresivos de estados de ánimo que no siempre convergieron. Con una marcada distancia respecto de la “creencia estadounidense en el Dios personal”, de regreso de escepticismos varios y de doblegamientos éticos recurrentes, la clase media sólo parece aspirar a construir un discurso inmediatista y egocéntrico capaz de vehiculizar su deseo de vivir sin riesgos y de invisibilizar la presencia de los otros, de aquellos que son portadores de los vicios y las patologías nacidos de la marginalidad y la pobreza.
Tal vez sea más interesante indagar por las zonas escurridizas, aquellas que manifiestan los humores sociales y que, por lo general, dejan en claro lo que significa construir un pensamiento sin metáforas escurridizas ni disimuladoras de lo que verdaderamente se está pensando. El lenguaje coloquial, la charla de café, la rápida conversación en el taxi, la respuesta directa a una pregunta callejera formulada por algún notero, la confidencia íntima, el exabrupto ante el tránsito cortado por un piquete, suelen ser las prácticas sociales a las que hay que interrogar para auscultar lo que se calla o lo que no suele ser dicho por la derecha oficial. En el tejido cotidiano, allí donde se juegan los vínculos y donde se van tejiendo los dispositivos culturales, es posible encontrar testimonios de una sensibilidad atiborrada por los nuevos lenguajes de época, aquellos que se forjan en el interior de una sociedad brutalmente escindida y en la que las antiguas discursividades articuladas alrededor de antiguallas como el igualitarismo o la solidaridad se retiran de escena o se vuelven restos fósiles del habla.
Aunque parezca extraño la derecha no necesita recurrir a sus reservas ideológicas, aquellas que se articularon en los tiempos del combate frontal contra los movimientos populares, a la hora de ponerse incluso en un registro más permisivo y más dialogante que lo manifestado por el hombre común y corriente, ese genuino habitante de las zonas grises de nuestra sociedad y que suele movilizar sin sonrojarse los peores sentimientos hacia el prójimo. En esas cloacas de la vida social habita el mejor caldo de cultivo de la derecha. Ella lo sabe.
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