El primer deber de un dirigente de un proyecto productivista y redistribucionista es cuidar las cuentas del Estado.
Por:
Hernán Brienza
El kirchnerismo ha transformado la política nacional en la última década, claro. Pero también ha agregado un nuevo valor a las políticas públicas de los sectores pensados y ocupados en la distribución de la riqueza. Ese elemento nuevo es la responsabilidad macroeconómica fiscal, una cuestión que siempre había sido relegada por los gobiernos preocupados por la distribución de la riqueza. Tanto el peronismo como el radicalismo han pensado, en mayor o menor medida, en que la inversión social, lo que la derecha considera gasto, justificaba el desbalanceo de las cuentas públicas. Esa característica en la forma de pensar la economía dejaba abierto un boquete por el cual hacían sus críticas los economistas ortodoxos y monetaristas.
Néstor Kirchner, en el 2003 –recientemente la presidenta Cristina Fernández de Kirchner lo recordó como enseñanza– aportó al pensamiento y a la acción del movimiento nacional y popular una visión estrictamente económica: la responsabilidad fiscal. El primer deber de un dirigente político de un proyecto productivista y redistribucionista es cuidar las cuentas del Estado. Sólo a partir de las cuentas claras y de la buena administración de la “cosa pública” es que se pueden llevar adelante transformaciones sociales con el Estado como protagonista.
La idea parece una verdad de perogrullo. Pero transformó la lógica de la discusión macroeconómica en la Argentina. Y dejó sin efecto una de las principales críticas de la ortodoxia académica hacia las administraciones populares: “El populismo descuida el gasto público, es generador de déficit y por lo tanto responsable de las crisis económicas sucesivas.” Obviamente, sólo una parte de ese enunciado era cierto: la poca preocupación de los sectores populares por las cuentas públicas, ya que consideraban al gasto público como inversión social. El resto del enunciado era falso de falsedad absoluta: fue siempre el liberalismo argentino el que despreció en los hechos la solvencia fiscal y suplía sus desmanes administrativos con la toma de deuda externa en los mercados financieros internacionales: las dictaduras del 55-58 y del 76-83 y el tándem de gobiernos neoliberales de Menem-De la Rúa son ejemplos más que suficientes del desprecio de lo público por el liberalismo argentino.
El gran ejemplo de la actualidad lo ofrece el niño Mauricio Macri. Empeñado en desgobernar la Ciudad de Buenos Aires, convierte su gestión en deficitaria y toma créditos a tasas altísimas para realizar obras que nunca realiza, como por ejemplo la construcción de los subterráneos. Más preocupado por la construcción de discursos mediáticos cada vez menos efectivos que por la generación de políticas eficientes, el desgobernador de la Ciudad debería explicar por qué aumentó el precio del boleto de subte, por qué triplicó el impuesto de ABL con un porcentaje destinado al subte, y por qué tomó deudas de 300 millones de dólares para, prácticamente, no realizar ninguna obra importante en cinco años en esta materia. Evidentemente, los porteños, más temprano que tarde, terminarán dándose cuenta de la pésima capacidad de gestión del macrismo.
En ese sentido, el gobierno nacional se sitúa en la vereda opuesta de la inacción macrista. En ese sentido, el ministro del Interior Florencio Randazzo se muestra más que activo. Aun cuando aparece siempre más dispuesto a comunicar su gestión en los medios privados más que en los públicos, el hombre de Chivilcoy, a pocas semanas de hacerse cargo de la espinal y espinosa cuestión del transporte, ya puso a trabajar a la excavadora para el soterramiento del ferrocarril y anunció un plan de inversión de 800 millones de pesos por parte del Estado para mejorar la calidad del servicio metropolitano de trenes. Claro, para los medios hegemónicos como el diario La Nación, por ejemplo, lo importante fue que el servicio de trenes estará interrumpido entres las 22 y las 4 de la mañana.
También en este sentido hay que entender la pelea entre el Poder Ejecutivo Nacional y el gobierno de la provincia de Buenos Aires. Más allá de la perinola política que significa el 2013, el 2015, la supuesta sucesión política, el perfil ideológico de Daniel Scioli, la principal diferencia, una vez más, es de gestión. En las críticas que la presidenta deslizó hacia la gobernación, la principal cuestión es la mala distribución de los recursos presupuestarios. Porque allí está todo el secreto de la política: en la decisión de dónde destinar los recursos económicos, políticos, sociales que se disponen. Y lo que le plantea la presidenta a Scioli es que realice una nueva reasignación de esas partidas presupuestarias.
La política es eso. Optar entre dirigir el gasto público a la publicidad y a la seguridad –como hizo Macri y en cierta medida también Scioli– o dirigirla a procesos productivos y de redistribución de la riqueza. Es aquí donde mueren los discursos ideológicos. Compartir el proyecto nacional y popular significa reasignar los recursos en una dirección determinada: en la construcción de la felicidad del pueblo, como diría Juan Domingo Perón.
Desde hace unas semanas que estoy rondando acerca de esa definición peronista de la “felicidad del pueblo”, porque es de una profundidad existencial en la que muy pocas veces se repara. Porque no se trata de una cuestión estrictamente materialista de la existencia. No es con dos o tres puntos más en la distribución del ingreso que se consigue la “felicidad”. Se trata de un concepto que incluye la variable económica pero que la amplía hacia la realización cultural y social de los ciudadanos de un Estado. No se es feliz sin el matrimonio igualitario, sin la libertad de comunicación, sin la dignidad de las mujeres, sin la recuperación del trabajo como columna vertebral de la vida. La felicidad tiene que ver con la realización personal, grupal, social y nacional. Es un concepto material y espiritual que se articula en forma colectiva, como lo sugiere el texto La Comunidad Organizada. Y que se constituye en la visibilidad de los sujetos como entidades políticas, es decir, como entidades dentro del espacio público, como actores, como diría Hanna Arendt.
Gestionar significa reasignación de recursos, claro. Pero también extracción de los recursos. Para equilibrar las cuentas es necesario gastar menos o recaudar más. Macri lo hace democratizando las penas a través de los impuestos universales, por ejemplo, el gobierno nacional tiende a acentuar la presión fiscal en los sectores de mayores recursos. La provincia de Buenos Aires debe optar entre ambos modelos. Será en función de la realidad efectiva, es decir, de las decisiones que tome de aquí en más, que se podrá definir su pertenencia al proyecto nacional y popular. Dicho esto más allá de las intenciones y las cualidades de cada uno de los gobernantes.
La gestión es, entonces, la aplicación empírica de los deseos abstractos y de las enunciaciones teóricas e ideológicas. Es en las gestión cotidiana donde se juega la posibilidad de que la política haga feliz o no a un pueblo.
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http://tiempo.infonews.com/2012/07/22/editorial-81713-es-la-gestion-estupido.php
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