En los últimos días, impulsado desde algunos sectores del sindicalismo y la política, comenzó a circular la posibilidad de que el pastor evangélico Dante Gebel sea candidato a presidente en 2027. Consultado por Mario Pergolini, el propio implicado no descartó esa posibilidad de modo que cabría prestarle alguna atención puesto que posee seguidores, eventuales importantes aportantes económicos y un discurso pretendidamente ecuménico alrededor de la espiritualidad, tal como mandan los tiempos. A propósito, dado que la imaginación no abunda, tampoco debiera extrañar que se tratara de algún sueño trasnochado a partir de que el evento que el pastor vino a presentar se llama PresiDante, haciendo un juego de palabras con su nombre, y que allí se lo puede ver con la banda presidencial. En todo caso, el tiempo dirá.
Hace algún tiempo circuló, y gracias a alguna información de fuente confiable podría confirmarlo, que el peronismo de la ciudad, de la mano de Juan Manuel Olmos, está detrás de una suerte de “proyecto streamer”, una renovación de candidaturas que pueda romper el techo al que parece condenado el peronismo citadino, y que podría recurrir a figuras como Tomás Rebord y Pedro Rosemblat. Este último ya había pretendido un salto a la política y el primero, presumo, pareciera estar allí resolviendo un dilema interno entre una vida como artista y un salto a la política. Ambos son jóvenes, muy exitosos en sus respectivos proyectos y han hecho mucho más por instalar discusiones autocríticas al interior del peronismo/progresismo que la dirigencia política que ahora pretende sumarlos a sus filas.
Comparar a Gebel con Rebord y Rosemblat es injusto para los tres, pero los menciono aquí porque pareciera que desde diferentes espectros ideológicos se renueva esta tentación muy poco novedosa de apelar a figurar extrapartidarias, “famosos”, como solución a la crisis de representatividad. Y sobre este punto vale una aclaración: Rebord y Rosemblat tienen formación política por encima de la media. Sin embargo, no se está pensando en ellos por esa razón, sino por su éxito en redes y su visibilidad. No es culpa de ellos, pero la razón por la que se los elige es por méritos que no tienen que ver estrictamente con su eventual proyecto o mirada acerca de la política. La demostración es que son ellos, pero podría ser cualquiera: veamos si no el caso de Lali Espósito a quien nos quieren vender como la nueva Evita por haber hecho una canción con un estribillo pegadizo y un mensaje velado contra el presidente. La vara está baja.
Pero más allá de ello, a continuación, quisiera proponerles reflexiones personales acerca de este fenómeno y si en ellas les suena algo del filósofo Byung Chul-Han, sea acompañando su perspectiva, sea criticándola, están bien orientados.
En primer lugar, digamos que, si es cierto que el neoliberalismo convierte al sujeto en un emprendedor, un “creador de sí mismo”, esto es, alguien que está encargado de gestionar su propia imagen y su rendimiento, es natural que esto produzca nuevos tipos de actores políticos. En otras palabras, el político deja de ser un representante de una parte para devenir un autogestor, ni siquiera de su rol en el debate público, sino simplemente de su presencia mediática. Este político performático está más preocupado por el recorte viral de sus alocuciones que por otra cosa, es Julia Strada pidiéndole a su fotógrafo oficial que le saque la foto con cara de valiente señalando con el dedo a un policía.
Ahora bien, si el político devino un producto, el votante se transforma en un consumidor con derechitos económicos de consumidor y no con derechos de ciudadano. Se transforma así en un usuario de la política como quien consume un servicio, o sea como quien puede entrar y salir, suscribirse y darse de baja.
Asimismo, elegir entre los famosos de este tiempo, le permite a la política entrar en la disputa por el recurso más escaso del capitalismo hoy: la atención. Y hace bien, por cierto, porque vaciada de sentido, de valores, de proyecto y de comunidad, lo único que le queda es salir a disputar como un producto más en el mercado. De aquí que no sea casual lo bien que les va a los outsider, con Milei a la cabeza, puesto que la propuesta más delirante suele ser la más efectiva si de atraer la atención se trata. De hecho, no me van a decir que entre un discurso de Taiana y un recital de Milei ustedes van a elegir lo primero.
En este punto, la vieja política suele hacer una extrapolación bastante lineal y burda que muchos influencers creen o eligen creer: muchos likes son muchos votos, muchos seguidores son base electoral y la cantidad de visualizaciones y repeticiones son capital político. Este último, entonces, no tiene que ver ya con valores sino con la posibilidad de tener un mensaje o una imagen viralizable. Si es viral, es bueno.
El nuevo político influencer no es guiado por el pueblo sino por el algoritmo o, lo que es peor, cree que el algoritmo es el que está representando al pueblo. Queda atrapado en un narcisismo algorítmico que no representa intereses partidarios sino los deseos y aspiraciones individuales de unos votantes que son seguidores, en su mayoría pasivos, como quien sigue a su ídolo en la música o en el fútbol como figura inalcanzable. No se trata de crear comunidad sino idolatría. Es el Pitu Salvatierra jurando por Futurock, es decir, por la empresa para la que trabaja; es Mayra Mendoza tatuándose a Néstor y a la tobillera. Dicen que es político pero es solo personal.
Y sobre todo: no hay tiempo. Las unidades básicas ya no forman cuadros, de modo que hay que echar mano a los emprendedores de su propia imagen que, devenidos candidatos, ya están construidos como producto, listos para ser consumidos por derecha, por izquierda o por centro.
Asimismo, los famosos de hoy cumplen con el ideal de autenticidad tan requerido en la actualidad, el principal insumo de la antipolítica, porque la política es asociada a la opacidad, lo turbio, la hipocresía; al fin de cuentas, “la rosca” representa lo que se hace por detrás en un tiempo de tiranía de la transparencia, de obligación de mostrarlo todo, y con “todo” no me refiero solamente a las cuentas públicas sino a lo que concierne a nuestra identidad y nuestra vida privada. Podría decirse, incluso, que el influencer (o la mayoría de ellos) no tiene otro valor que la autenticidad y es lo único que se le exige, por más que en su cuenta muestre una riqueza que no tiene y sus autos de lujo sean alquilados, que venda canjes berretas o se saque fotos con filtros contra las arrugas, la papada y la cintura de lavarropa. En todo caso, aun cuando sea artificial y/o pelotudo/a lo que importa es que sea auténticamente artificial y/o pelotudo/a. Eso es lo que genera identificación y esa conexión es central en política.
El famoso genera además dos sentimientos contrapuestos, pero que coexisten con efectividad similar: por un lado, su positividad pre o pospolítica lo lleva a sobrevolar los conflictos, estar por encima de ellos, y con ello fantasear con ser el candidato de todos, capaz de unir. El caso de Gebel es claro en ese sentido: el pastor evangelista que no es de izquierda ni de derecha y es capaz de juntar a todas las partes en esa fantasía del pueblo unido en pos de vaya a saber qué cosa.
Pero, por otra parte, es cierto que, en los últimos años, el famoso, aun cuando no intervenga en política, genera una división: todos tienen sus likes pero también sus haters. En este sentido, reproduce lo que parece haberse instalado en todo el mundo: polarización y sobre todo una polarización constante sobre toda temática. Todo es opinable, sobre todo hay que opinar y el debate público se transformó en un debate del minuto a minuto como un muro de Facebook o un chat de Youtube donde se reparten likes y odios por doquier.
Sin embargo, a no confundirse: la negatividad de los odios es funcional a la necesidad de circulación y viralización de la que hablábamos antes: lo que importa es que atraiga la atención y lo que genera odio atrae mucho más que el amor.
En todo caso, uno de los problemas que se plantea es lo que sucede cuando el influencer pasa a ocupar un cargo de responsabilidad, y aquí, obviamente, eximo a los tres mencionados pues ninguno de ellos ha dado el salto formal todavía.
Es que no se puede gobernar bajo la lógica de los likes y la dopamina como lo hacen muchos de nuestros actuales dirigentes que testean sus iniciativas en Twitter y estudian guiones para que el asesor pagado con nuestros impuestos haga el recorte viral de 30 segundos.
Asimismo, y esto se vio claramente en la insólita discusión acerca de si la cuenta de Twitter le pertenece al Javier Milei ciudadano o al Javier Milei presidente, la confusión entre lo público y lo privado está a la orden del día. No hay mediación, no hay investidura, no hay institucionalidad: todo está afuera e igualado en la horizontalidad de la red.
Para finalizar, digamos que, si la política del futuro va a ser la política que reproduzca la lógica de los influencers y el único “valor” será cuán conocido es el sujeto en cuestión, no debería llamar la atención que la política se reduzca a la autenticidad del yo que gobierna por sobre cualquier proyecto político. En Milei esto es claro: el gobierno de Milei es Milei; el mileismo es Milei. Allí no hay proyecto, en todo caso una misión personal en clave de delirio místico que empieza y termina en Milei. Y no debería sorprendernos porque no es el único: simplemente sobresale porque es el que llegó.
Visible, autoconstituido, performático, expuesto, auténtico preocupado por la atención antes que por la deliberación.
El candidato influencer, aun cuando pueda tener buenas intenciones y una sólida formación, queda preso de una lógica que lo excede y que indefectiblemente lo aleja de cualquier proyecto colectivo.












