Las políticas del macrismo han tenido la virtud
de galvanizar a sectores políticos y sociales que jamás hubieran imaginado
estar juntos. Es muy fácil citar ejemplos de éste fenómeno.
El paro de la CGT de principios de abril fue apoyado no sólo
por las dos CTA sino por algunas federaciones patronales de empresarios de
PYMES.
Los sindicatos docentes, los cinco nacionales,
los seis de la Provincia
de Buenos Aires, los diecisiete de CABA, y muchos del Interior del país, que
rara vez marcharon juntos por las profundas diferencias ideológicas que los
separan, llevan meses tomados de la mano muy acaramelados, como si fueran novios adolescentes.
De la misma manera, los mil y uno peronismos
tienden a confluir, a juntarse, a asociarse, a hablar de la necesidad de una
unidad que se refleja en acercamientos hasta hace poco impensados, como los de
Alberto Fernández y Alberto Rodríguez Saa con Cristina Fernández de Kirchner.
Estos movimientos se entienden con claridad
frente a un gobierno que habla del futuro y de la política del siglo XXI, pero
que parece estar anclado ideológicamente en la Argentina del siglo XIX; que habla de diálogo
a la vez que repite con dogmatismo “no se puede hacer otra cosa”; que
amenaza valores y principios defendidos tradicionalmente no sólo por la
izquierda, el progresismo y el peronismo sino incluso por el radicalismo
(fuerza que institucionalmente es parte de la alianza dominante).
Quizás el mejor ejemplo de esto sea la cerrada
y masiva reacción ante hechos como el ingreso de la policía a la Universidad Nacional
de Jujuy, o frente a las modificaciones en la conducción del INCAA.
A sectores tan dispares como éstos no los une el
amor… los une el espanto. Esta unidad no se dio en los primeros meses del
gobierno de Mauricio Macri.
A comienzos de 2016 el peronismo mostró signos
de dispersión. Diego Bossio formó el Bloque Justicialista con casi veinte
diputados. El Movimiento Evita se separó del FpV. Los intendentes peronistas
del Conurbano formaron dos grupos distintos (Fénix y Esmeralda) mientras otros
permanecían como líberos. El bloque de Senadores del PJ-FpV no se partió pero
en él coexisten legisladores opositores con otros paraoficialistas (como Miguel
Pichetto). Hubo figuras, como Florencio Randazzo, que se llamaron a silencio, y
otros que coqueatearon con unos y otros.
Esta tendencia a la fragmentación del
peronismo, que se agravaba por la presencia de una parte del justicialismo
bonaerense dentro del Frente Renovador (1), da desde hace meses señales de
revertirse. Una de las causas de este cambio es el espanto creciente ante el
deterioro de la situación socio-económica. También ayudó a unificar actitudes el
crecimiento de Cristina Fernández en las encuestas, lo que la transforma en un
jugador central (para algunos “inevitable”) del armado bonaerense.
Hoy en el peronismo bonaerense se perfilan dos
sectores, uno más cercano a Cristina y otro más alejado. Ambos se declaran
opositores y hablan de la necesidad de mantenerse unidos de cara a las
elecciones de octubre. Ambos sectores reconocen que de jugar CFK como candidata
una interna no tiene demasiado sentido.
Obviamente tienen sus diferencias. Mientras el
primer sector, donde se destacan las figuras de Daniel Scioli, Verónica
Magario, Martín Insaurralde y Fernando Espinoza, parecen preferir una lista de
unidad consensuada, en el segundo sector, que se nuclea en torno a Florencio
Randazzo, Julián Domínguez, el Movimiento Evita y varios intendentes del Grupo
Esmeralda, parecen preferir definir en las PASO.
Definir las candidaturas en las PASO tiene
ventajas y desventajas. La ventaja es evidentemente que da legitimidad
democrática a los candidatos. Las desventajas se ven claramente en la
experiencia de las PASO de 2015, suspendidas por la creciente violencia verbal
entre los candidatos presidenciales (Randazzo y Scioli), y donde hubo
operaciones de “fuego amigo” (Aníbal Fernández dixit), que incidieron
negativamente, quizás en forma decisiva, sobre el resultado final adverso.
Probablemente una manera elegante de sortear esta
dificultad sería ir a una PASO, pero estableciendo que la lista ganadora se
queda con dos tercios de los cargos electivos y la perdedora con el tercio
restante. Este sistema comprometería a ambas listas a trabajar juntas,
cualquiera sea el resultado, en las elecciones nacionales.
La otra gran duda es el rol que asumiría
Cristina, quien es indudablemente el candidato que mejor mide en la Provincia, pero tiene a
la vez un alto porcentaje que no la quiere tanto dentro como fuera del
peronismo.
Otro factor a tener en cuenta es que la
estrategia del oficialismo parece ser plebiscitar no a Macri sino a Cristina,
aglutinando en torno a “Cambiemos” a sectores que no están conformes con las
políticas del gobierno pero que rechazan con más virulencia aún al gobierno
anterior. Por eso algunos especulan que la presencia física de Cristina como
candidata pueda favorecer esa estrategia del oficialismo.
¿Cuál será entonces el rol de Cristina en ese
“equipo” opositor? ¿Líder espiritual, armador político o candidato estrella?...
¿Será el “9”
goleador que defina el partido en el área chica o el DT del equipo, que hace
indicaciones desde el banco?
Seguramente hoy ni Cristina sabe con certeza
cuál será su rol, pero tiene claro seguramente que día a día, mientras ella
analiza que es lo más conveniente, el espanto fortalece los lazos entre quienes
hasta hace poco “ni se saludaban”.
Adrián Corbella
26 de abril de 2017
NOTA:
(1): Pensemos que en las PASO 2015 hubo tres
candidatos a gobernador peronistas que sacaron un 20% de los votos cada uno (Aníbal,
Dominguez y Solá) y fue justamente esta división lo que le permitió a Vidal
ganar con menos del 40% de los votos.
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