El hijo de la presidenta es una pieza extraña al sistema político colonizado por la demanda mediática. Lo atacan por eso, y porque representa un kirchnerismo que, lejos de irse, continúa en el tiempo.
Máximo Kirchner es una pieza extraña al sistema político colonizado por la demanda mediática. No le gustan las cámaras, ni los sets de televisión, ni las entrevistas y, mucho menos, que Clarín le ordene el libreto sobre lo que hay que decir o lo que hay que hacer.
A su manera, es un actor político diferente, que al estilo de Salinger o el Indio Solari, reclama no ser mediatizado en una sociedad atravesada por los medios de comunicación, donde la pantalla ocupa hoy el lugar que antes ocupaba el crucifijo. Máximo Kirchner propone un desafío que tensiona todo ese andamiaje: exponerse cuando él quiere o su proyecto lo exige, y no cuando lo impone la lógica de los mass media. Podrán discutirse los efectos de esta decisión, preguntarse si lo que ayuda a construir el mito contracultural y la militancia devota es útil a la hora de sumar los votos de los no evangelizados que también se necesitan para ganar una elección. O si, en cambio, hay que buscar estirar los tiempos hasta terminar de evangelizarlos a todos.
Pero hay algo que no admite mucho debate. Está claro que la comunicación hegemónica no se lo perdona. La revista Caras no lo pudo retratar en su baño con grifería de oro y aún maldice que se haya casado con una médica y no con una modelo de la agencia de Leandro Santos. La revista Noticias, de la misma editorial Perfil, se lo confundió una vez con el sobrino de Moneta y ahora, casi, casi con Robledo Puch.
Clarín hizo agua esta semana cuando lo quiso involucrar con insólitas cuentas en el exterior derivadas, no se sabe muy bien todavía, si de la venta de uranio enriquecido o agua pesada, o petróleo, o trigo, o de las “play station” que ya no usa a la República Islámica de Irán. Y La Nación todavía está pensando cómo puede hacer para incluirlo, por vía de sus novelistas habituales, en alguna trama oscura con Monzer Al Kassar o el Isis.
No fue a pesar de eso, sino por esa rareza devenida en cualidad, la de no poder encajarlo en alguna de sus historias abismales, que el hijo de la presidenta, en setiembre pasado, sorprendió a algunos hablando como dirigente a 40 mil militantes de La Cámpora en Argentinos Juniors. Aquel día, el tercer Kirchner después de Néstor y Cristina, decidió por propia voluntad romper la imagen de “jugador de Play” prefabricada. Fue una acción deliberada, porque durante un largo tiempo, él mismo se valió del fantástico error de caracterización de los grupos de la comunicación sobre su desdibujada figura pública, para desplazarse casi clandestinamente en una zona poco iluminada de la política y construir la más combativa y obediente organización de militantes de apoyo al gobierno.
El haber aprovechado la distracción de un adversario convencido de la fantasmal mitología que erigió por prejuicio, habla de un estratega capaz que eligió el momento oportuno -ni antes, ni después- para subirse al ring de la pelea. No cuando los otros querían, que era cuando se sentían fuertes y dominantes, sino en un momento de descuido y sólo para mantener o avanzar en la posición.
La decisión de sepultar al “jugador de Play” tuvo beneficios y costos para él y su gente. Cuando el estratega ordena un movimiento, por exitoso que sea, se hace inmediatamente visible en la mesa de arena.
Desde entonces, Máximo Kirchner se convirtió en un blanco móvil del Grupo Clarín y del Partido Judicial. Pero también es cierto que la visibilidad de aquel día, terminó de cimentar el liderazgo carismático sobre su propia tropa y comenzó a extenderse hacia un segundo círculo militante, más amplio y silvestre, del movimiento kirchnerista que se encontraba en una deriva compleja elaborando el duelo por la imposibilidad constitucional de Cristina de ejercer una nueva presidencia.
Entonces tuvo que elegir entre el ocultamiento y la referencialidad para resistir y seguir creciendo, en un contexto donde la presidenta era asediada por el bloque opositor a sus políticas y hasta por miembros del mismo espacio oficial alcanzados por la teoría del “fin de ciclo” agitada por los editorialistas de Clarín y La Nación. En los tiempos del famoso “olor a cala”, Máximo Kirchner asumió la responsabilidad de oxigenar el ambiente. Se hizo cargo de la excepcionalidad de su propia historia, porque no hay un hijo de dos presidentes que se haya dedicado a la política de verdad, e irrumpió en público para avisar que nadie velara al kirchnerismo porque tenía herederos vivos con vocación de poder.
Los costos están a la vista. La campaña de demonización de su nombre y del de La Cámpora, entró en fase demencial. La emergencia de un nuevo líder, expresión además de una juventud militante que estira en el tiempo vital el proyecto kirchnerista, sacó de las casillas al status quo envejecido. Los querían “sushis” y “antonitos”, vocacionalmente inclinados al maquillaje y el stand up televisivo, vanidosamente vulnerables, superficiales y operables. Les salieron rebeldes, místicos, alegres y contraculturales. Quieren ser como Néstor y Cristina, descolgar cuadros, hacer vivible este país. No tienen como modelo a Fernando de la Rúa.
Es demasiada novedad para un poder fosilizado, orgulloso de glorias que no tuvo, soberbio con nada, o casi nada: la juventud que ellos anhelan es la que aparecía sonriente en la tapa de la revista Viva de Clarín en 2000, que llevaba por título “La Joven Guardia”. Un año después, el país ardía y cuarenta argentinos regaban con su sangre las plazas de la república.
No se trata de la doble vara. El poder elogia lo que pretende y castiga aquello que desafía su plan. Trata con mano de seda a unos y a sablazos a los otros. La Cámpora nunca tuvo una tapa como la que Clarín le dedicó a los “sushis” delarruistas. Por el contrario, hay una saga implacable de títulos, copetes y notas de Clarín, La Nación y la revista Noticias que la asocian a lo maldito. En ese marco deben leerse las notas de Clarín sobre cuentas en el exterior y la última tapa que dedicó el newsmagazine de Jorge Fontevecchia a Máximo Kirchner. O el intento previo de vincular a Andrés Larroque con el encubrimiento de la voladura de la AMIA.
Es un intento de demonización para domesticar lo indomesticable. Un esfuerzo sideral por tapar lo que no les gusta que pase: la sobrevida de un proyecto que los puso bajo el reflector y la crítica democrática, que es a lo que temen de verdad.
Cuando Máximo Kirchner habló con Víctor Hugo Morales, lo menos importante fue que desmintiera a Clarín. Una investigación periodística, por definición, no se puede asentar en potenciales, porque estos debilitan aquello que se pretende hacer público. Lo afirma el propio Daniel Santoro en “Técnica de Investigación”, libro que editó en los ‘90. Si se investiga, se revela algo, no se conjetura sobre hechos. Si se publica, es porque ya no hay dudas de que estos fueron una manera comprobable y no de otra imaginaria. Es una cuestión de metodología profesional. Santoro escribió que sus jefes lo obligaron a hacer lo que hizo. Y que Máximo Kirchner ahora debería certificar que él miente. Lo correcto, sería lo inverso. Cuando este diario reveló que Héctor Magnetto, Bartolomé Mitre y Ernestina Noble, dos de ellos jefes de Santoro, se apropiaron de Papel Prensa en complicidad con la dictadura genocida, aportó documentación incontrastable.
Que un sector del Poder Judicial sea, por decirlo de manera liviana, perezoso cuando se trata de empresarios, no inhabilita la evidencia que hoy obra en poder del juzgado. Jueces y fiscales ya confirmaron la necesidad de investigar de manera urgente la existencia de delitos de lesa humanidad y se ratificó el pedido de las indagatorias de los dueños de Clarín y La Nación, que ya tiene casi media década. Eso, con potenciales, no se logra.
Pero decíamos que lo menos relevante fue la explicación del líder de La Cámpora sobre este asunto. Lo trascendente fue su nueva aparición pública, después del acto en Argentinos Juniors. Otra vez generó estupor en unos y admiración en otros. Su hablar pausado, su retórica sencilla y honda, su conceptualización del momento político, dejó embobado incluso al panel de “Intratables”, que no se caracteriza precisamente por ser complaciente con el oficialismo.
Silvia Fernández Barrio, que tiene una suerte de máster en antikirchnerismo militante, dijo que el hijo de la presidenta estaba llamado a ser el hombre que cierre “la grieta” y que podría sentarse a hablar con él sin problemas. No es que Fernández Barrio sea la analista excluyente para mensurar el ADN ideológico de Máximo Kirchner, pero el rol que juega en ese programa, como representante de un sentido común extendido que estaría molesto por los modales y gestualidades de Cristina Kirchner, admite que sea citada para corroborar un dato interesante: cuando habla, el jefe de La Cámpora concita atención y respeto porque es duro y sereno a la vez, aún entre aquellos que detestan al oficialismo por múltiples razones, algunas atendibles y otras insufribles.
Aunque resulte prematuro afirmarlo, habría –y en este caso, el potencial vale porque es una hipótesis a ser demostrada- una porción nada desdeñable de la sociedad que estaría dispuesta a prestar el oído para escuchar lo que tiene para decir un kircherista puro que habla más claro y mejor que sus muchos y voluntariosos exégetas.
Máximo Kirchner es visualizado como un kirchnerista auténtico que reúne las virtudes de sus padres, pero incontaminado de ciertos defectos que, forzadamente, les atribuyen a sus mayores los encarnizados y poderosos enemigos que colectaron en estos años.
Es a eso, en verdad, a la eventual reconexión del kircherismo con ese sector cuya subjetividad es machacada insistentemente por los medios hegemónicos, que la derecha teme. De cara a las elecciones que vienen, pero incluso más allá. Los asusta que haya alguien que pueda descolonizar a su clientela sin frases hirientes, ni estropicios ideológicos.
Máximo Kirchner demuestra que hay otra manera de hacer política. Una que no grita, que puede autonomizarse de la exigencia mediática, que no se casa con modelitos para dejarse ver en un yate, que llena estadios y habla con tono pastoral, que consigue seguidores que le creen, que dirige algo de verdad, que tiene sentimientos –cuando explicó la sensación que le produjo íntimamente que Mirtha Legrand dudara de que su padre estuviera en el ataúd, desnudó el grado de bestialización del debate público naturalizado por los voceros del establishment- y mucha vida por delante.
La desesperación es evidente en sus tapas. La de Noticias, del dueño de Perfil y accionista de Veja, que alimentó la operación de Clarín, sobre todo. Ponerle esposas a un dirigente político es una orden a los jueces de fuerte carácter simbólico, pero la preocupación que atribuyen a la Casa Rosada, en realidad, es la propia. Hay un Kirchner al que no pueden proscribir. Está ahí. Ya no “juega a la Play”. Ahora los desafía y aparecen audiencias masivas que quieren escuchar qué tiene para decirles.
A su manera, es un actor político diferente, que al estilo de Salinger o el Indio Solari, reclama no ser mediatizado en una sociedad atravesada por los medios de comunicación, donde la pantalla ocupa hoy el lugar que antes ocupaba el crucifijo. Máximo Kirchner propone un desafío que tensiona todo ese andamiaje: exponerse cuando él quiere o su proyecto lo exige, y no cuando lo impone la lógica de los mass media. Podrán discutirse los efectos de esta decisión, preguntarse si lo que ayuda a construir el mito contracultural y la militancia devota es útil a la hora de sumar los votos de los no evangelizados que también se necesitan para ganar una elección. O si, en cambio, hay que buscar estirar los tiempos hasta terminar de evangelizarlos a todos.
Pero hay algo que no admite mucho debate. Está claro que la comunicación hegemónica no se lo perdona. La revista Caras no lo pudo retratar en su baño con grifería de oro y aún maldice que se haya casado con una médica y no con una modelo de la agencia de Leandro Santos. La revista Noticias, de la misma editorial Perfil, se lo confundió una vez con el sobrino de Moneta y ahora, casi, casi con Robledo Puch.
Clarín hizo agua esta semana cuando lo quiso involucrar con insólitas cuentas en el exterior derivadas, no se sabe muy bien todavía, si de la venta de uranio enriquecido o agua pesada, o petróleo, o trigo, o de las “play station” que ya no usa a la República Islámica de Irán. Y La Nación todavía está pensando cómo puede hacer para incluirlo, por vía de sus novelistas habituales, en alguna trama oscura con Monzer Al Kassar o el Isis.
No fue a pesar de eso, sino por esa rareza devenida en cualidad, la de no poder encajarlo en alguna de sus historias abismales, que el hijo de la presidenta, en setiembre pasado, sorprendió a algunos hablando como dirigente a 40 mil militantes de La Cámpora en Argentinos Juniors. Aquel día, el tercer Kirchner después de Néstor y Cristina, decidió por propia voluntad romper la imagen de “jugador de Play” prefabricada. Fue una acción deliberada, porque durante un largo tiempo, él mismo se valió del fantástico error de caracterización de los grupos de la comunicación sobre su desdibujada figura pública, para desplazarse casi clandestinamente en una zona poco iluminada de la política y construir la más combativa y obediente organización de militantes de apoyo al gobierno.
El haber aprovechado la distracción de un adversario convencido de la fantasmal mitología que erigió por prejuicio, habla de un estratega capaz que eligió el momento oportuno -ni antes, ni después- para subirse al ring de la pelea. No cuando los otros querían, que era cuando se sentían fuertes y dominantes, sino en un momento de descuido y sólo para mantener o avanzar en la posición.
La decisión de sepultar al “jugador de Play” tuvo beneficios y costos para él y su gente. Cuando el estratega ordena un movimiento, por exitoso que sea, se hace inmediatamente visible en la mesa de arena.
Desde entonces, Máximo Kirchner se convirtió en un blanco móvil del Grupo Clarín y del Partido Judicial. Pero también es cierto que la visibilidad de aquel día, terminó de cimentar el liderazgo carismático sobre su propia tropa y comenzó a extenderse hacia un segundo círculo militante, más amplio y silvestre, del movimiento kirchnerista que se encontraba en una deriva compleja elaborando el duelo por la imposibilidad constitucional de Cristina de ejercer una nueva presidencia.
Entonces tuvo que elegir entre el ocultamiento y la referencialidad para resistir y seguir creciendo, en un contexto donde la presidenta era asediada por el bloque opositor a sus políticas y hasta por miembros del mismo espacio oficial alcanzados por la teoría del “fin de ciclo” agitada por los editorialistas de Clarín y La Nación. En los tiempos del famoso “olor a cala”, Máximo Kirchner asumió la responsabilidad de oxigenar el ambiente. Se hizo cargo de la excepcionalidad de su propia historia, porque no hay un hijo de dos presidentes que se haya dedicado a la política de verdad, e irrumpió en público para avisar que nadie velara al kirchnerismo porque tenía herederos vivos con vocación de poder.
Los costos están a la vista. La campaña de demonización de su nombre y del de La Cámpora, entró en fase demencial. La emergencia de un nuevo líder, expresión además de una juventud militante que estira en el tiempo vital el proyecto kirchnerista, sacó de las casillas al status quo envejecido. Los querían “sushis” y “antonitos”, vocacionalmente inclinados al maquillaje y el stand up televisivo, vanidosamente vulnerables, superficiales y operables. Les salieron rebeldes, místicos, alegres y contraculturales. Quieren ser como Néstor y Cristina, descolgar cuadros, hacer vivible este país. No tienen como modelo a Fernando de la Rúa.
Es demasiada novedad para un poder fosilizado, orgulloso de glorias que no tuvo, soberbio con nada, o casi nada: la juventud que ellos anhelan es la que aparecía sonriente en la tapa de la revista Viva de Clarín en 2000, que llevaba por título “La Joven Guardia”. Un año después, el país ardía y cuarenta argentinos regaban con su sangre las plazas de la república.
No se trata de la doble vara. El poder elogia lo que pretende y castiga aquello que desafía su plan. Trata con mano de seda a unos y a sablazos a los otros. La Cámpora nunca tuvo una tapa como la que Clarín le dedicó a los “sushis” delarruistas. Por el contrario, hay una saga implacable de títulos, copetes y notas de Clarín, La Nación y la revista Noticias que la asocian a lo maldito. En ese marco deben leerse las notas de Clarín sobre cuentas en el exterior y la última tapa que dedicó el newsmagazine de Jorge Fontevecchia a Máximo Kirchner. O el intento previo de vincular a Andrés Larroque con el encubrimiento de la voladura de la AMIA.
Es un intento de demonización para domesticar lo indomesticable. Un esfuerzo sideral por tapar lo que no les gusta que pase: la sobrevida de un proyecto que los puso bajo el reflector y la crítica democrática, que es a lo que temen de verdad.
Cuando Máximo Kirchner habló con Víctor Hugo Morales, lo menos importante fue que desmintiera a Clarín. Una investigación periodística, por definición, no se puede asentar en potenciales, porque estos debilitan aquello que se pretende hacer público. Lo afirma el propio Daniel Santoro en “Técnica de Investigación”, libro que editó en los ‘90. Si se investiga, se revela algo, no se conjetura sobre hechos. Si se publica, es porque ya no hay dudas de que estos fueron una manera comprobable y no de otra imaginaria. Es una cuestión de metodología profesional. Santoro escribió que sus jefes lo obligaron a hacer lo que hizo. Y que Máximo Kirchner ahora debería certificar que él miente. Lo correcto, sería lo inverso. Cuando este diario reveló que Héctor Magnetto, Bartolomé Mitre y Ernestina Noble, dos de ellos jefes de Santoro, se apropiaron de Papel Prensa en complicidad con la dictadura genocida, aportó documentación incontrastable.
Que un sector del Poder Judicial sea, por decirlo de manera liviana, perezoso cuando se trata de empresarios, no inhabilita la evidencia que hoy obra en poder del juzgado. Jueces y fiscales ya confirmaron la necesidad de investigar de manera urgente la existencia de delitos de lesa humanidad y se ratificó el pedido de las indagatorias de los dueños de Clarín y La Nación, que ya tiene casi media década. Eso, con potenciales, no se logra.
Pero decíamos que lo menos relevante fue la explicación del líder de La Cámpora sobre este asunto. Lo trascendente fue su nueva aparición pública, después del acto en Argentinos Juniors. Otra vez generó estupor en unos y admiración en otros. Su hablar pausado, su retórica sencilla y honda, su conceptualización del momento político, dejó embobado incluso al panel de “Intratables”, que no se caracteriza precisamente por ser complaciente con el oficialismo.
Silvia Fernández Barrio, que tiene una suerte de máster en antikirchnerismo militante, dijo que el hijo de la presidenta estaba llamado a ser el hombre que cierre “la grieta” y que podría sentarse a hablar con él sin problemas. No es que Fernández Barrio sea la analista excluyente para mensurar el ADN ideológico de Máximo Kirchner, pero el rol que juega en ese programa, como representante de un sentido común extendido que estaría molesto por los modales y gestualidades de Cristina Kirchner, admite que sea citada para corroborar un dato interesante: cuando habla, el jefe de La Cámpora concita atención y respeto porque es duro y sereno a la vez, aún entre aquellos que detestan al oficialismo por múltiples razones, algunas atendibles y otras insufribles.
Aunque resulte prematuro afirmarlo, habría –y en este caso, el potencial vale porque es una hipótesis a ser demostrada- una porción nada desdeñable de la sociedad que estaría dispuesta a prestar el oído para escuchar lo que tiene para decir un kircherista puro que habla más claro y mejor que sus muchos y voluntariosos exégetas.
Máximo Kirchner es visualizado como un kirchnerista auténtico que reúne las virtudes de sus padres, pero incontaminado de ciertos defectos que, forzadamente, les atribuyen a sus mayores los encarnizados y poderosos enemigos que colectaron en estos años.
Es a eso, en verdad, a la eventual reconexión del kircherismo con ese sector cuya subjetividad es machacada insistentemente por los medios hegemónicos, que la derecha teme. De cara a las elecciones que vienen, pero incluso más allá. Los asusta que haya alguien que pueda descolonizar a su clientela sin frases hirientes, ni estropicios ideológicos.
Máximo Kirchner demuestra que hay otra manera de hacer política. Una que no grita, que puede autonomizarse de la exigencia mediática, que no se casa con modelitos para dejarse ver en un yate, que llena estadios y habla con tono pastoral, que consigue seguidores que le creen, que dirige algo de verdad, que tiene sentimientos –cuando explicó la sensación que le produjo íntimamente que Mirtha Legrand dudara de que su padre estuviera en el ataúd, desnudó el grado de bestialización del debate público naturalizado por los voceros del establishment- y mucha vida por delante.
La desesperación es evidente en sus tapas. La de Noticias, del dueño de Perfil y accionista de Veja, que alimentó la operación de Clarín, sobre todo. Ponerle esposas a un dirigente político es una orden a los jueces de fuerte carácter simbólico, pero la preocupación que atribuyen a la Casa Rosada, en realidad, es la propia. Hay un Kirchner al que no pueden proscribir. Está ahí. Ya no “juega a la Play”. Ahora los desafía y aparecen audiencias masivas que quieren escuchar qué tiene para decirles.
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