Es hora de que los argentinos podamos homenajearlo como realmente se lo merece: debatiendo su figura.
Soy un nieto del peronismo. Mi infancia estuvo atravesada por las
muertes de mis abuelos y de ese político omnipresente en la casa de mi
familia. De chiquito fui llevado por mis padres a la mítica casa de
Gaspar Campos, en Vicente López, y a los alrededores de Ezeiza, en el
regreso definitivo de Perón a la Patria. En términos reales, no debería
ser más que una fantasmagoría, una anécdota simpática, una música que me
llega de otros siglos. En mi juventud, incluso, la cara del peronismo
fue esa máscara deforme que significó el menemismo: privatizaciones,
trasnacionalización de activos, empobrecimiento, desocupación, miseria,
neoliberalismo. Sin embargo –y seguramente por la resignificación que
del peronismo realizó el kirchnerismo en estos años– el peronismo
continúa definiendo identidades propias y ajenas. El kirchnerismo, sin
ir más lejos, le debe al peronismo buena parte de los odios que recibe y
también de las simpatías que despierta.
El gran error que cometemos muchos a la hora de analizar el suceder
histórico que significa el peronismo en nuestra historia es el proceso
doble de categorización y totalización al que lo sometemos para que no
nos genere angustia política. Y si hay algo que mantiene vivo al
peronismo es esa posibilidad de angustia que genera, de contradicción,
de inasibilidad. El peronismo, aun en sus presencias de menor densidad,
como puede ser el supuesto "massismo", está en diálogo temporal
permanente con la sociedad. De su elaboración estratégica constante
extrae su fuerza transformadora. Creemos que el peronismo es algo
inamovible, dogmático, y no un suceder; y que no tiende hendijas,
contradicciones, grietas, espacios negros, zonas oscuras. Mientras para
sus detractores el peronismo, al ser Todo –múltiples opciones– resulta
siendo Nada, sus partidarios intentan encorsetarlo en una definición
ideológica exageradamente limitada que no explica el proceso general de
sus setenta años. La máxima prescriptiva de "el peronismo será
revolucionario o no será nada" es una construcción volitiva –política–
pero no una categoría analítica. Lo mismo ocurre con la reducción al
corpus doctrinario y las tres banderas.
El peronismo "supone", entonces, diálogo, pensamiento estratégico,
apertura, escucha y actualización permanente o, para aquellos que no les
tienen miedo a las ideas y a las palabras, pequeñas traiciones
permanentes.
A mediados del siglo XX, el peronismo, nacido del seno de la
disputada revolución del 4 de junio de 1943, surgió como respuesta no
liberal a la crisis y decadencia de las democracias liberales europeas
que hacían agua en el Viejo Continente. Recuperando elementos de las
experiencias nacionalistas de las primeras décadas y munido del cuerpo
de la Doctrina Social de la Iglesia, resultó preñado y transformado
–plebeyizado– por el encuentro entre Perón, el Movimiento Obrero
Organizado, pero también en el abandono que hicieron del convite los
sectores dirigentes de la industria. Sin esa combustión, el peronismo no
hubiera tenido la potencia transformadora y subversiva que finalmente
resultó para los sectores dominantes de la Argentina
Como respuesta "nacionalista", es decir, como una apelación a una
instancia comunitaria por encima del individuo y de sectores sociales
cerrados, el peronismo "supone" la constitución de un "pacto social"
permanente y que atraviese las diferentes instancias históricas.
Siempre resultan interesantes los análisis políticos sobre la
cantidad de peronismos que incuba el peronismo. Dos, tres, cuatro,
cinco, tantas posibilidades como definiciones ideológicas puedan
encontrarse. Y la clave está en comprenderlo como un suceder, pero en el
que el pactismo reconoce diferentes correlaciones de fuerza. No es lo
mismo la situación en 1946 con la economía de posguerra, que a
principios del '50, ni en 1973, 1989, 2003 o en la actualidad. ¿Cómo se
mide la correlación de fuerzas? Difícil saberlo sin medirlo en la
realidad empírica, pero puede servir como categoría analítica posterior.
¿Con quién pacta el peronismo? Sencillo: como fuerza política
independiente de los sectores dominantes de la economía, utiliza como
palanca de negociación la legitimidad electoral propia, las herramientas
del movimiento obrero, el aparato bonaerense, para forzar un compromiso
redistributivo de los distintos sectores económicos. Esta estrategia es
clarísima en los discursos de Perón en los años cuarenta y en la forma
en que operó en los años sesenta y setenta para forzar la posibilidad de
retorno.
¿Debería haber vuelto Perón en los setenta o debería haber muerto
en el exilio como anhelan todavía hoy los sectores progresistas y de
izquierda cercanos al propio peronismo? Es imposible responder una
pregunta contrafáctica, pero es posible que sin ese regreso, la historia
hubiera terminado de borrar por completo el recuerdo de ese viejo líder
fallecido en el exilio. Su regreso en 1972 y 1973 dio una nueva
existencia –incluso en su sentido trágico y brutal– al peronismo como
movimiento histórico.
A esta altura es necesario aclarar que el peronismo, lejos del
imaginario representado por los 18 años de prescripción más los siete
años de dictadura militar, no constituye un movimiento revolucionario o
contracultural en términos de pragmática. Se trata fundamentalmente de
un movimiento político de orden, de un orden alternativo al impuesto por
los sectores hegemónicos del modelo agroexportador, pero que no
renuncia a sus orígenes en cierto tradicionalismo estatista criollo. En
última instancia, hay una ligazón entre algunos aspectos del roquismo
del ochenta y el peronismo de los años cuarenta.
¿Pero qué ocurre en los setenta con el regreso de Perón? ¿Es el
viejo líder un conservador de derecha, como sugieren los sectores
progresistas y de izquierda del peronismo? Definitivamente, no. Lo vengo
escribiendo en varias columnas en este diario y me dio gran
satisfacción leer un planteo similar en el libro El último Perón, de
Javier Garín, y en el imprescindible Perón, de Carlos Fernández Pardo y
Leopoldo Frenkel. Los meses fervorosos que van de noviembre de 1972 a
julio de 1974 deben ser analizados desde la hipótesis del peronismo como
movimiento de orden y al propio Perón como garantía –fallida, claro– de
normalización del sistema político. La institucionalización que propone
Perón no es una unidad nacional boba.
Repasemos: desdeña el gran acuerdo nacional con el ejército liberal
de Lanusse pero ofrece el abrazo a Ricardo Balbín como líder del otro
gran partido popular y democrático, propone un pacto social progresista
entre la CGE y la CGT con claras ventajas legislativas, en materia
internacional enfrenta la administración de Henry Kissinger, rompiendo
el bloqueo a Cuba, e intenta desmilitarizar la represión judicializando
los actos de violencia política de organizaciones armadas. Este último
punto merece una particular explicación: la inclusión de "terrorismo"
como figura delictiva en el Código Penal es sin duda una medida
represiva y de orden. Pero también significa poner a esos actos bajo la
órbita policial y, contradictoriamente a lo que hizo el gobierno de
Isabel Perón con Ítalo Lúder a la cabeza en 1975, quitarles a las
Fuerzas Armadas el poder de instalar la noción de "guerra sucia". Perón,
contrariamente a lo que dice la izquierda y el "progresismo zonzo"
(precisa definición dantesca), desafía la doctrina de seguridad nacional
instalada desde el Plan Conintes por el apretado gobierno de Arturo
Frondizi.
Perón fue mucho más coherente que lo que sus detractores –de afuera
y de adentro– aseguran. Y fue mucho más sencillo, también. Si hay algo
que podría definirlo es su concepción de nacionalismo popular pactista
–no entendido en sentido peyorativo–, con una fuerte impronta reformista
y el componente reivindicativo y simbólico aportado por Evita. La
construcción del Perón contradictorio, casualmente, está cimentada en
los años noventa con los relatos de los intelectuales del neoliberalismo
que necesitaban hacer maleable al General para justificar cualquier
tipo de oportunismo estratégico y por los sectores de la izquierda
peronista setentista que necesitaban justificar su propio fracaso
político, generacional e histórico.
Por último, el kirchnerismo –basta comparar el proyecto nacional
del 1 de mayo de 1974 y el pacto social con algunos puntos del actual
modelo económico–, contradictoriamente con lo que dicen muchos de
militantes, sus cuadros y algunos de sus dirigentes es mucho más
coherente con el peronismo clásico y con el Perón de los años setenta
que con los deseos imaginarios que la propia tendencia revolucionaria de
la juventud peronista proclamaba en los setenta y que, obviamente, las
peripecias interpretativas que realizó tanto el menemismo como la
izquierda y el progresismo en los años noventa.
El martes 1 de julio se cumplirán cuarenta años de la muerte del
político más importante del siglo XX. Creo que es hora de que los
argentinos podamos homenajearlo como realmente se lo merece: debatiendo
su figura, traicionando-traduciendo sus dogmas muertos, reelaborando con
profundidad su pensamiento, comprendiendo su pragmática y por sobre
todas las cosas evitando los lugares comunes, las interpretaciones
mohosas y las repeticiones necróticas.Publicado en:
http://tiempo.infonews.com/2014/06/29/editorial-127304-peron-cuarenta-anos-despues.php
No hay comentarios:
Publicar un comentario