Hoy es un nuevo aniversario del golpe cívico-militar del 24 de marzo de 1976, el último de una serie de golpes que vulneraron la vida política argentina en el siglo XX. Fue el último y más violento en una historia argentina que no carece de sangre ni de violencia.
En medio de las guerras de independencia, en 1813, comenzó la disputa entre José Gervasio Artigas y el gobierno de Buenos Aires que fue el puntapié inicial de una larga guerra civil entre unitarios y federales que ocuparía medio siglo de nuestra historia.
La caída de Rosas y la promulgación de la Constitución Nacional de 1853 permitió comenzar la llamada “Organización Nacional”, pero el período no dejó de ser violento: el gobierno central se impuso a sangre y fuego por sobre provincias, caudillos, gauchos y pueblos originarios, en especial en el violentísimo gobierno de Mitre.
En 1880 comienza el llamado Régimen Oligárquico, donde se hizo un progreso: la violencia y la sangre fueron reemplazadas por el fraude y la corrupción más generalizada. Si bien la elite gobernante impuso su proyecto político, social y económico con métodos para nada democráticos, la violencia se transformó en un hecho excepcional, poco frecuente.
Este sistema termina con la Ley Sáenz Peña de 1912 que establece el voto secreto y obligatorio de todos los varones, y permite el comienzo de una democracia sin fraude ni violencia generalizada. Pero duró poco: el tercer presidente elegido con este sistema, Hipólito Yrigoyen, fue derrocado en 1930 en el primer golpe cívico militar, con el aval de la Corte Suprema de Justicia, que argumentó que el dictador Uriburu tenía el control efectivo del país y prometía respetar la Constitución, a la que acababa de violar haciendo un golpe de Estado.
Allí comienza un período de varias décadas, desde 1930 a 1983, en el que los militares, con el apoyo de sectores civiles, derrocan a las autoridades elegidas por el pueblo: 1930, 1943, 1955, 1962, 1966, 1976… e incontables intentos más que fracasaron. Las excusas fueron siempre las mismas: se acusaba al gobierno depuesto de ser autoritario, corrupto y no cumplir con la Constitución. Y los golpistas prometían siempre cumplir la Constitución, y basaban su violación en su supuesta defensa.
Los militares decían que venían a poner “orden”, a garantizar la seguridad de la gente, pero sus gobiernos fueron violentos y desordenados, y los ciudadanos sentían amenazada su seguridad. Los golpistas de 1955 primero bombardearon con aviones militares la plaza de Mayo, en el mayor atentado terrorista de la historia argentina (300 muertos, 600 heridos), y luego fusilaron civiles en secreto, en un basural. Los golpistas de 1962 terminan enfrentados entre ellos, porque se dividen en dos bandos, Azules y Colorados, que combaten por las calles del país como si se tratara de un juego. Los golpistas de 1966 intervinieron las Universidades reprimiendo en su interior, y generando un éxodo importante de científicos y profesionales.
Pero la corona se la llevan los golpistas de 1976, que van a utilizar métodos terroristas para amedrentar a la población. Es verdad que parte de los reprimidos fueron combatientes de las fuerzas guerrilleras que existían en esos años, pero muchos fueron civiles comunes y corrientes con algún compromiso social: periodistas, intelectuales, delegados sindicales, líderes estudiantiles, militantes políticos, o gente común que tenía la mala suerte de cruzarse en el camino de algún “grupo de tareas”. Grupos que actuaban de noche, con autos sin patente, sin usar uniforme ni identificarse, y llevaban a los “detenidos” a lugares de internación clandestinos.
Se utiliza el concepto de “terrorismo de Estado” para definir estas prácticas debido a que se hicieron completamente por fuera de la ley: las detenciones se hacían en secreto, no quedaban registradas en ningún lado, los lugares de detención eran clandestinos, viejas casas acondicionadas como presidios, no cárceles que funcionaban como tales, los detenidos eran torturados y en el caso de las mujeres eran habituales las violaciones, se los condenaba a muerte y ejecutaba (pena que no existe en la ley argentina) sin ninguna orden judicial, y luego se ocultaban los cadáveres, sin dar aviso a los familiares de la muerte o del paradero del cadáver. Cuando mujeres detenidas daban a luz en los campos de detención, los bebes eran entregados a familiares o amigos de los represores, y se los hacía crecer con una identidad falsa. Todavía pasa por estos días que algunas de esas personas, que ya superan los 40 años, descubren su verdadera identidad vía estudios de ADN y reinician el contacto con su familia biológica.
Fue tal el horror que generó este golpe, que fue el último. Desde 1983 los argentinos votamos nuestros gobiernos, y aceptamos los resultados. Como en un partido de fútbol, a veces ganamos y a veces perdemos, pero siempre aceptamos el resultado, y esperamos el cumplimiento de los mandatos para renovar al gobierno por medio del voto.
Esto parece un logro menor, pero no lo es, en una historia política realmente agitada y violenta. Entendimos que no se llega al gobierno tratando de sacar por la fuerza a los que están, sino esperando cuatro años y tratando de sacar más votos que ellos.
Todos, sin importar cuál sea nuestra preferencia política, debemos esforzarnos para que esos años tan oscuros sean para siempre parte de la historia, un drama irrepetible, y para que esto que parece tan sencillo, votar y aceptar los resultados, nos acompañe para siempre.
Adrián Corbella
20 de marzo de 2022
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