La batalla cultural por cambiar el
prisma con que el poder hegemónico nos ha hecho mirar la realidad. En
una entrevista reciente me preguntaron qué significa "Vamos por todo". A
lo primero que atiné fue a desmentir el sentido que se le da a la
expresión desde el espacio de sus detractores. Demostrar el absurdo de
afirmaciones temerarias como: "quieren quedarse con el dinero de los
jubilados, con los medios de comunicación, con la caja de YPF, controlar
los jueces". Ridículo, ni siquiera lo creen quienes lo dicen.
En una entrevista reciente me preguntaron qué
significa "Vamos por todo". A lo primero que atiné fue a desmentir el
sentido que se le da a la expresión desde el espacio de sus detractores.
Demostrar el absurdo de afirmaciones temerarias como: "quieren quedarse
con el dinero de los jubilados, con los medios de comunicación, con la
caja de YPF, controlar los jueces". Ridículo, ni siquiera lo creen
quienes lo dicen.
Más bien, deberíamos inclinarnos a justificar la expresión, de la que no reniego, desde un contexto histórico-político.
Ese contexto nos habla de un bloque de poder dominante que se fue
consolidando durante las últimas décadas del siglo pasado. Como tal, no
sólo pasó a controlar las estructuras económicas del país, sino también,
a determinar la formación del sentido con que una porción preponderante
de nuestra sociedad debía interpretar y justificar ese proceso,
aceptarlo como natural, como inexorable.
Se trata de un largo tramo de nuestra historia durante el cual el
poder dominante hegemonizó, también, el terreno de lo cultural.
Una muestra de esa preponderancia cultural, más allá de las crisis,
ajustes y exclusiones económicas y sociales, estuvo dado por la
instalación y reafirmación de un sistema institucional determinado,
proveniente de realidades económicas, sociales y culturales muy
diferentes de la nuestra.
Ni Europa –que toma la idea de Montesquieu de la división de
poderes–, ni los EE UU –de quienes importamos su constitución– presentan
una alianza histórica de clases entre la oligarquía económica y
sectores militares, como la de nuestro país, lo que constituyó la base
de largas dictaduras cívico-militares, con el consecuente retroceso del
llamado "campo popular" en todos los sentidos.
Estructuras de poder dominante que se prolongaron, incluso, después
de su retirada formal, para ejercer presión sobre los gobiernos civiles
sobrevinientes.
En Europa y en los EE UU, las fuerzas militares y de seguridad no se
visten con el atuendo de las hadas de los cuentos infantiles: defienden
un orden. Pero se trata de un orden, en todo caso, sostenido por una
alianza de clases diferente, donde el protagonismo lo han ejercido
–hasta declararse las últimas crisis– las burguesías productivas, con
una incidencia considerable de los trabajadores formales.
Bloques dominantes a favor de sociedades más cohesionadas, reitero,
al menos hasta las últimas crisis. Por lo tanto, la institucionalidad
política formal, tradicional, la rotación de los mandatos políticos,
desempeñó un papel muy diferente que en nuestros países, al servicio de
proyectos productivos y de desarrollo más pujantes, y socialmente menos
polarizados.
Nuestro gran dilema ha sido heredar, y aceptar culturalmente como
válido, un sistema de rotación política basado en mandatos relativamente
cortos, si se los compara con la perpetuidad de los mandos ejercidos en
la conducción de los factores de poder real.
En suma, un sistema de rotación política de períodos muy limitados,
válido para otras sociologías, pero ostensiblemente negativos para las
nuestras. Y, en la misma línea, no sólo aceptamos dicho sistema
institucional, sino que además han impuesto un sistema cultural por el
cual una parte importante de nuestras sociedades, sin distinción de
jerarquías, sólo se escandaliza de la posibilidad de mandatos largos de
la política, pero admite con naturalidad los mandatos a perpetuidad en
las cúpulas de aquellos poderes fácticos.
Para salir de este dilema, un primer desafío es distinguir entre
gobierno y poder. Y este ha sido, tal vez, uno de los méritos más
importantes de esta década, en términos de salto cualitativo del nivel
de debate público de nuestra sociedad.
En uno de sus últimos discursos, la presidenta se preguntó: ¿por qué
será que las dictaduras, cuando llegan, derrocan a los presidentes,
cierran los parlamentos, inhabilitan a los sindicatos y a los partidos,
pero nunca tocan al Poder Judicial? La respuesta es obvia. La condición
de estructura cerrada, vitalicia, aristocrática de nuestro Poder
Judicial, lo fue convirtiendo en el reaseguro de impunidad del poder, en
detrimento, prácticamente siempre, de los intereses populares.
En el mismo sentido, el llamado "control contramayoritario de
constitucionalidad" también lo heredamos de sociologías distintas, de
experiencias históricas y estructuras productivas diferentes.
El dispositivo contramayoritario del Poder Judicial se inspiró en lo
que los padres fundadores del sistema estadounidense pensaron como
reaseguro contra lo que temían como "el riesgo de la tiranía de las
mayorías". En nuestros países, en cambio, las tiranías nunca fueron
ejercidas por las mayorías sobre las minorías, sino a la inversa. Y así
fue como nuestras Cortes Supremas, históricamente, terminaron por
justificar los regímenes de facto que sometieron a nuestras mayorías.
En otro de sus últimos discursos –más precisamente el 25 de mayo–
Cristina nos instaba a revisar si, en las semanas previas a diciembre de
2001, encontrábamos el vaticinio de los economistas del poder sobre la
crisis que vendría.
Aquellos economistas que recorren el espinel de los medios desde
cierta pretensión académica, cuando son realmente lobbistas del poder,
silenciaron aquella crisis, porque eran, precisamente, sus responsables.
Los pequeños ahorristas se vieron privados de acceder a sus depósitos
bancarios, porque los grandes los habían fugado del país. En el mismo
sentido, Cristina dice que prefiere "postularse para juez, porque, en
este esquema, hay jueces que tienen más poder que el propio gobierno".
Se trata, en definitiva, de aseveraciones que nos llevan a distinguir
con claridad la diferencia entre gobierno y poder, un eje que el poder
no tolera que sea explicitado. De aquí la falsedad de aquel slogan que
reiteran algunos periodistas: una de las misiones principales del
periodismo es "incomodar al poder".
Pero, en lugar de criticar al verdadero poder, lo llevan adelante
atacando a nuestros gobiernos populares. Este es otro eje central que
debemos seguir esclareciendo. En países como los nuestros, donde sus
gobiernos están desnudando al poder, atacar a mansalva a nuestros
líderes y los gobiernos que conducen, es ponerse del lado del poder que
dicen tener que incomodar.
Quienes, en ejercicio de su hegemonía económica, política y cultural,
"fueron por todo y se quedaron con todo", fueron los factores de poder
real, no los gobiernos surgidos de la voluntad popular. Y lo hicieron
apoyándose en los grandes centros de formación del sentido, desde el
monopolio de la interpretación de la realidad. Es decir, los que
colocaron sobre la lente pública –como si se tratara de una cámara
fotográfica– el color del filtro con que debíamos interpretar la
realidad.
Así, hoy critican a la ANSES cuando no lo hicieron con las
jubilaciones privadas; critican controles de nuestro comercio exterior
en lugar de verlos como un estímulo al desarrollo de nuestra industria; o
defienden la libertad de cambios como si no hubiera que administrar un
recurso escaso, como también lo es, por ejemplo, el petróleo.
En suma, nos pusieron un filtro que nos llevó a naturalizar durante
años que muy pocos tuvieran muchos dólares mientras los argentinos
tenían pocos pesos, y ahora saltan cuando ven que a esos pocos se les
controlan los dólares, mientras hay muchos más pesos en el mercado de
consumo popular.
Estamos cambiando el filtro que va delante de la lente de interpretar
la realidad. Del filtro que nos llevó durante décadas a naturalizar
desde el color del filtro del poder, muchas mentiras funcionales a sus
intereses, estamos pasando a un filtro que lea la realidad desde los
valores y los intereses de las mayorías populares. En ese sentido, en el
plano de la batalla cultural, "vamos por todo" significa: terminemos de
cambiar el filtro, cambiemos todo el filtro.
Y, en ese marco, si analizáramos la expresión desde las políticas
concretas, vamos por todo es algo loable, y no codicioso como lo
describe la oposición. Tan loable como ir por todo el combate contra la
pobreza, incluir a todas y todos los argentinos y las argentinas,
terminar con todos los monopolios, disolver el poder de todas las
corporaciones, erradicar del Estado todos los resabios del saqueo y la
cooptación histórica del poder, unir a toda América del Sur.
Publicado en:
http://www.infonews.com/2013/07/05/politica-84576-que-significa-vamos-por-todo.php
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