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martes, 11 de marzo de 2025

La comunidad es el enemigo, por Dante Augusto Palma

 


Una gran mayoría de votantes y miembros del gobierno de Milei seguramente acordaría en que la actual administración tiene dos grandes activos. El primero, el más importante, es la baja de la inflación. El segundo, es la política de seguridad, especialmente en lo que respecta al “orden” en la calle. El primero se encarna en la figura de Milei y el “Toto” Caputo; el segundo en Patricia Bullrich. 

Independientemente de si esta exposición representa la realidad tal cual es, lo cierto es que eso es lo que se cree en el gobierno y estos aspectos son, no casualmente, los dos grandes ejes en los que las administraciones kirchneristas, e incluso la de Macri, fallaron. 

Dado que el expresidente de Boca hoy es un aliado del gobierno y ha abrazado “las ideas de la libertad”, me centraré en las dificultades que tiene el kirchnerismo en ambos rubros. 

En el aspecto económico, el kirchnerismo subestimó siempre la inflación como problema. Durante el gobierno de CFK era más fácil hacerlo porque los salarios acompañaban, pero se jugaba con fuego. Luego todo se fue al diablo: el macrismo la duplicó y el albertismo cuadruplicó la de Macri. Ni CFK ni Kicillof ofrecen de cara al futuro un plan contra la inflación. Sabemos que se oponen al ajuste de Milei; sabemos que consideran que la inflación no es (solamente) un fenómeno monetario; sabemos que somos keynesianos y que a veces hay que imprimir y que el Estado… y bla y bla… pero nadie dice cómo frenaría la inflación de un modo alternativo al que llevó adelante Milei. Afirmar que el acuerdo con el FMI es inflacionario o que por alguna razón (quizás un virus o algún gen), los empresarios más hijos de puta del mundo son argentinos, es subestimarnos. La razón es simple: el acuerdo sigue vigente con la inflación a la baja y empresarios con deseos de maximizar la ganancia existen en todo el mundo, pero el único lugar (o casi) donde la inflación se desmadra es aquí. 

Si el discurso de Milei, no solo desde el punto de vista económico, caló tan profundo, es porque la inflación terminó de romper la comunidad. Esa segunda “desorganización” de la vida (la primera había sido la de Macri, según lo había indicado CFK), sumado a la pandemia, exacerbó aún más ese antiestatalismo que, a decir de Borges, es propio de los argentinos, si no de todos, de unos cuantos.       

Veamos ahora el tema “seguridad”. Imposible de encarar para el progresismo, tan sobreideologizado como la derecha que cree que todo se soluciona metiendo bala o subiendo las penas. Y claro que las penas cumplen un rol disuasivo, pero se trata de solo un aspecto, porque el temor al castigo no es la única razón por la que una persona obedece. Si fuera así, el problema de la inseguridad se resolvería fácil: pena de muerte para el que roba un caramelo… y ya está: todos los potenciales ladrones haciendo cálculos racionales desestimarían el acto vandálico. Y, sin embargo, los delitos existen igual y en sociedades como la estadounidense donde en algunos Estados las penas son severísimas, tenemos más presos que en ninguna otra parte del mundo (véase, a propósito, por ejemplo, la serie documental de Werner Herzog, Into the Abyss, como para familiarizarse con el modo en que el exceso de punitivismo tuvo un contraefecto y generó más violencia).   

En cuanto al progresismo, aquí también hay cosas que sabemos: por lo pronto, sabemos que para el progresista promedio, la desigualdad es la que explica la delincuencia, de modo que, bajando la desigualdad, el delito debería disminuir. Eso suele ser así hasta cierto nivel, lo cual muestra que hay otros factores que juegan, por ejemplo, el narcotráfico. En todo caso, aunque merecería mayor desarrollo, hoy tenemos que la precarización y la desvalorización del trabajo, en el sentido de la poca retribución que se recibe por hacerlo, tiene una salida por abajo y por arriba: por abajo, hoy es más redituable ser un “soldadito” que lleva la falopa que ir a laburar 12 horas de repositor por 500 lucas; por arriba, tenemos a toda una generación de CriptoBros que desean tener un nivel de vida que su capacidad y los trabajos a los que pueden aspirar, jamás le proporcionarían. Son distintas clases sociales, pero son parte de una misma generación para la cual el trabajo no es una salida ni los ordena.  

Dicho esto, y retomando la cuestión de la desigualdad, poner el foco en cuestiones estructurales no debería hacernos pasar por alto las responsabilidades individuales. Porque nadie es asesinado ni robado por la Desigualdad sino por hombres y mujeres particulares que deberían pagar por ese delito. Es demasiado obvio, pero vale decirlo: si la desigualdad lo explicara todo, los pobres serían todos chorros. Y no es el caso. La pobreza quita posibilidades y oportunidades para elegir, pero el libre albedrío existe y la inmensa mayoría de la gente humilde no sale a robar ni a matar.      

Por otra parte, aquí no vamos a repetir la estupidez de que el progresismo se ocupa de los derechos de los victimarios antes que el de las víctimas. Es falso y es absurdo. ¿Por qué habría de hacerlo? Sin embargo, lo que sí vamos a decir es que el progresismo, velando por los derechos de los delincuentes (que por serlo no dejan de tenerlos, claro), ante los antecedentes de violencia institucional que nuestro país tristemente supo conseguir, no toma en cuenta la perspectiva comunal, cuando ambas cosas deberían tenerse presente ya que no son incompatibles. Y no se trata de un llamamiento a un populismo punitivista o un llamado demagogo a las hordas que piden sangre. Nada de eso. Pero en cada ataque, incluso desde el más nimio manotazo a un celular, algo se rompe y eso que se rompe es la confianza, el sentido de pertenencia a una comunidad y nuestra relación con el Estado. Porque sí, lo material y la propiedad privada nos importan. ¿Qué se le va a hacer? Somos así.   

El punto en cuestión aquí es que, y sin entrar en la discusión acerca de las distintas teorías de la pena, el progresismo parece no entender la función del castigo, algo que va más allá de la pena al perpetrador. Porque la pena también funciona como una retribución a las víctimas y actúa de manera preventiva para preservar a la comunidad. Para decirlo con un ejemplo: se discute la cuestión de la edad de imputabilidad a partir del caso “Kim”, la chica de siete años asesinada mientras dos menores robaban un coche. Aquí no defenderemos el “delito de adulto, pena de adulto” sino la necesidad de regímenes especiales, (como también existe para los mayores de 70 o mujeres embarazadas y/o con niños pequeños que reciben pena de adultos, aunque la cumplen de manera distinta), pero quien comete semejante aberración, no se puede ir a la casa sin más, aun cuando tenga 14 años. Principalmente por la familia damnificada pero también por toda la comunidad. La discusión sería demasiado larga, pero me siento parte de la tradición de los que cree que el Estado debe ser útil y/o intervenir cuando demuestra ser más eficiente que la organización que puedan llevar adelante las personas por sí mismas. Y aquí tenemos un Estado que no resuelve, no es eficiente y que, cuando se mete, se mete mal. ¿Cómo no va a calar profundo el discurso ultraindividualista del “Sé tu propio Sheriff” cuando el mismo Estado, con su incapacidad, genera las condiciones para que los lazos sociales se quiebren? Es el Joker 1. Vivís como el culo, tu trabajo es una mierda, los vínculos se rompen, te afanan, te agreden… y unos tipos te dicen “Estado presente” y “no votes a la derecha porque vienen por tus derechos”. ¿Acaso nadie se identificó con la película cuando la gente salió a la calle con una careta dispuesta a romperlo todo? 

Agreguemos a esto un tema que está empezando a salir a la luz: la llamada “perspectiva de género” prevalente en la Justicia y en determinadas instituciones, en pos de hacer frente al flagelo real de la violencia contra las mujeres, ha brindado herramientas para que denunciantes y/o abogados inescrupulosos se sirvan de ellas en provecho propio. No hay registro oficial y todos sabemos que las denuncias falsas están subregistradas ya que, en general, éstas acaban en sobreseimientos y/o absoluciones y ni la Justicia ni los damnificados tienen el ánimo para la contradenuncia tras años de padecimientos. Pero cualquier abogado hoy reconoce que, por ejemplo, para los casos de divorcios conflictivos, se sugiere denunciar al varón por violencia de género como para posicionarse mejor al momento de la negociación. En el mejor de los casos, esto acaba en un rédito económico para la parte denunciante, pero en muchos casos hay menores de por medio y lo que esa denuncia falsa activa es desastroso, no solo para el adulto sino para los hijos. Hoy todo el mundo conoce padres que no pueden ver a sus hijos porque se les adjudica un delito que no cometieron y, gracias al sesgo y a la burocracia, encuentran justicia, si es que la encuentran, varios años después, en algunos casos, los suficientes como para que la revinculación sea imposible. Quienes admiten este fenómeno suelen decir que es el precio que hay que pagar… que el sesgo está pensado para salvar las vidas de las mujeres, etc., y sin embargo no parece el caso: la violencia contra las mujeres no cesa y a esa condición estructural injusta le respondemos con un sistema judicial también injusto, como si esto fuera matemática y dos injusticias generaran una justicia.    

El fenómeno es digno de estudio porque el progresismo es garantista y, por momentos, abolicionista, cuando se trata de delitos contra la propiedad, pero es hiperpunitivista cuando intervienen asuntos “de género”. Y no hablo de los casos reales donde, claro está, el castigo es justo y necesario, sino de la lógica persecutoria y destructora de la vida civil del damnificado que se activa por fuera de la Justicia, a veces con apenas un mensaje anónimo desde una red social que “denuncia” alguna acción o comentario que ni siquiera es punible.  

A su vez, contrariamente a lo que muchos exponen, ni siquiera se trata de promover una fractura social entre varones y mujeres lo cual ya de por sí sería grave; lo que es peor es que también se afecta indirectamente a las propias mujeres. En primer lugar, porque si se siguieran conociendo casos de denuncias falsas, la palabra de las mujeres que verdaderamente son víctimas, volvería a ser puesta en duda como sucedía décadas atrás; y, en segundo lugar, cuando una falsa denuncia aleja a un padre de sus hijos, también aleja a una abuela, una tía, a todo un grupo familiar que incluye incluso hasta las nuevas parejas del damnificado, mujeres testigos de la injusticia que dice realizarse en pos de proteger mujeres. 

Una vez más, ¿qué sentimiento, qué vínculo con los otros, qué relación con el Estado y con la Justicia pueden establecer ese padre y esas “otras” mujeres, también damnificadas, que lo rodean? 

En síntesis, el discurso hiperindividualista del mileismo encuentra un terreno fértil en una sociedad que está completamente rota. Naturalmente, esto no es responsabilidad entera del progresismo, pero lo que sí es real es que, pese a un discurso en oposición al individualismo extremo, sus taras ideológicas, tanto en materia económica como en lo referente a la Seguridad/Justicia, afectan dramáticamente los lazos comunitarios y son condición necesaria para que la prédica de este neoliberalismo recargado encuentre una buena recepción en sectores mayoritarios de la sociedad. El último resultado electoral, pero sobre todo la forma en que vivimos, cada vez más solos, más recelosos, más egoístas y con más miedo y odio, es una clara demostración de ello.



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