Aunque 1984, la famosa novela de George Orwell, continúa siendo una referencia obligada al momento de denunciar cualquier tipo de totalitarismo, en el último tiempo se ha transformado en noticia por razones que exceden a la obra. En particular, si no era suficiente con la cínica reapropiación que la industria del entretenimiento realizara de un Gran Hermano devenido formato televisivo adorado por jóvenes que no quieren escapar de su mirada, sino ser vistos, en ocasión de cumplirse los 75 años de la publicación del original, nos encontramos con la decisión, de los herederos de la obra, de realizar una reescritura de 1984 en clave feminista.
En la nueva versión, a cargo de Sandra Newman, titulada, justamente, Julia, por el nombre de la compañera de Winston Smith, el protagonista original es solo un “viejo triste de 40 años” con dificultad para tener erecciones; el Estado autoritario se reduce a una máquina sistemática de agresión contra el cuerpo de las mujeres; el Gran Hermano es un señor de carne y hueso acabado e incontinente, y el verdadero amor, prohibido por el Partido, es el amor entre mujeres. Asimismo, nuestra protagonista es víctima y empoderada a la vez cuando acaba ejerciendo la prostitución por orden del Partido, pero escribe novelas pornográficas en el ministerio de la verdad y tiene sexo frente a las telepantallas para calentar a los fisgones.
Pero si de empoderamiento hablamos, el punto cúlmine se da cuando torturan a Julia poniendo una rata para que le coma el rostro y, a diferencia de lo que sucedía con Smith en el original, nuestra protagonista abre la boca, espera que la rata meta la cabeza y allí, de un mordiscón, la decapita. Sí, la novela que como nadie había denunciado las pretensiones totalitarias de la reescritura de la historia, acaba siendo reescrita.
Llegados a este punto, cabe preguntarse, ¿pueden, en 2024, las viejas categorías orwellianas, o lo que queda de ellas, ser útiles para describir fenómenos del presente? La respuesta es sí, pero solo en parte.
Porque, efectivamente, goza de una increíble actualidad el ya mencionado ministerio de la Verdad que se encargaba de reescribir los documentos para beneficio de los intereses presentes del Partido. La aplicación retrospectiva de la moral presente, con simbólicos derribos de monumentos y revisionismos que no buscan objetividad sino revanchismo, son una buena muestra.
Ni que hablar de la Policía del pensamiento, hoy compuesta por patrullas de justicieros con teclado, individuales y anónimos, dispuestos a actuar como enjambre contra cualquiera que ose correrse del canon hegemónico.
Lo mismo podría decirse de las telepantallas que, en el original, tenían una doble cara. Esto es, como sucede hoy con nuestros smartphones, las telepantallas funcionaban como televisores a través de los cuales el partido único instalaba su propaganda, pero, al mismo tiempo, eran cámaras a través de las cuales sus usuarios podían ser controlados.
Qué decir, también, de los dos minutos de odio, ese ejercicio catártico al que se exponía a los miembros del Partido para que canalicen todo su odio contra el enemigo de la nación. ¿Acaso es muy diferente al odio con que las redes sociales seleccionan diariamente a algún individuo, famoso o anónimo, por algún exabrupto, un video inadecuado o una frase desafortunada?
Podría, incluso, trazarse algún paralelismo entre la neolengua de 1984 y los intentos que realizan los estados en la actualidad para imponer cambios en la lengua e indicarnos, según dicta la corrección política, cómo debemos hablar y qué se puede decir.
Por todo esto, cabe decir que 1984 sigue teniendo una vigencia asombrosa. Sin embargo, en otro sentido, sus categorías no parecen ser lo suficientemente sutiles para describir el modo de vigilancia que se ejerce en la actualidad.
De aquí que, sirviéndose de los trabajos de Michel Foucault y Gilles Deleuze, entre otros, el filósofo Byung-Chul Han publicara, hace ya una década, Psicopolítica, un libro donde advertía los cambios del “nuevo Gran Hermano” que actúa en el “panóptico digital”.
La clave está en comprender que la dinámica de la vigilancia tradicional que quedaba bien representada en el Gran Hermano original, ha cambiado y, para comprender ello, podemos tomar la relación entre el par libertad/poder. Es decir, siempre hemos entendido al poder como un enemigo de la libertad. Pero, ¿qué tal si ahora el poder se sirviera de la libertad?
En palabras de Byung-Chul Han,
“El poder inteligente se ajusta a la psique en lugar de disciplinarla y someterla a coacciones y prohibiciones. No nos impone ningún silencio. Al contrario: nos exige compartir, participar, comunicar nuestras opiniones, necesidades, deseos y preferencias: esto es, contar nuestra vida (…). Aquí no se tortura, sino que se tuitea y se postea”.
La referencia a la tortura es clave pues, recordemos, en 1984, el Partido no solo buscaba mantener el orden basándose en el temor frente a un sistema de persecución criminal contra cualquier disidencia, sino que buscaba que los súbditos del Gran Hermano efectivamente lo amaran. Utilizaban el terror, pero no les alcanzaba con ser temidos. La tortura, para ellos, era menos un mecanismo de confesión que un dispositivo de destrucción del yo de las personas para fundirlas en el amor colectivo hacia el Partido. Hoy no hay tortura ni temor o, en todo caso, no hacen falta. Es por eso que, a su vez, la sumisión es mucho más eficiente ya que se trata de una sumisión bajo el credo de la libertad. Continúa Byung-Chul Han:
“El Smartphone sustituye a la cámara de tortura. El Big Brother tiene un aspecto amable. La eficiencia de su vigilancia reside en su amabilidad. (…) En el panóptico digital nadie se siente realmente vigilado o amenazado. De ahí que el término “Estado vigilante” no sea apropiado para caracterizar al panóptico digital. En este uno se siente libre. (…) En el panóptico digital no existe ese Big Brother que nos extrae informaciones contra nuestra voluntad. Por el contrario, nos revelamos, incluso nos ponemos al desnudo por iniciativa propia”.
Este es el eje a partir del cual Byung-Chul Han indica que vamos hacia un régimen psicopolítico, es decir, un régimen capaz de actuar sobre las mentes directamente y no solo sobre los cuerpos o las poblaciones como indicaba Foucault cuando hablaba de “biopolítica”.
Gracias a la Big Data y a los algoritmos, nos hacemos predecibles frente al sistema de vigilancia y, a la par, le comunicamos todo, dónde estamos, qué nos gusta, quiénes son nuestros amigos, cuáles son nuestras ideas. Lo hacemos creyendo que esa decisión de comunicar es una decisión libre y lo hacemos sin tortura, sino con las redes sociales como modernos confesionarios.
En este sentido, hoy no hay censura clásica con un Gran Hermano que restringe y dice “no”. Por el contrario, el sistema te dice que tienes que ser libre, que puedes ser lo que quieras y que ya ni siquiera la biología es un límite. ¿Hacer silencio? Ya no. Ahora hay una obligación de participar y de decir. Quien calla resulta, así, sospechoso y quien no publica su vida en una red social, es porque tiene algo que ocultar.
En síntesis, las categorías orwellianas son de gran utilidad para exponer las nuevas formas de autoritarismos solapadas que operan incluso en sociedades abiertas pero la versión tradicional de la vigilancia encarnada en el Gran Hermano, es incapaz de dar cuenta del fenómeno de la vigilancia en la actualidad donde el poder no va contra la libertad, sino que se sirve de ella.
A propósito, culminemos estas líneas con una cita de Deleuze, de su libro Negociaciones, recogida en Psicopolítica:
“La dificultad hoy en día no estriba en expresar libremente nuestra opinión, sino en generar espacios libres de soledad y silencio en los que encontremos algo que decir. Fuerzas represivas ya no nos impiden expresar nuestra opinión. Por el contrario, nos coaccionan a ello. Qué liberación es por una vez no tener que decir nada y poder callar, pues solo entonces tenemos la posibilidad de crear algo singular: algo que realmente vale la pena ser dicho”.