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domingo, 17 de septiembre de 2023

Messi no habla inglés (y no debería preocuparnos tanto), por Dante Augusto Palma

 



Se hizo viral en estos días una conferencia de prensa de Lionel Messi hablando un inglés fluido. Como todos sabemos, el genio futbolístico de Messi es inversamente proporcional a su capacidad en el manejo de los idiomas, de modo tal que enseguida supimos que era falso. Sin embargo, era Messi, era su voz y era su boca la que pronunciaba las palabras en inglés. La explicación llegó apenas más tarde: se trata de una de las tantas posibilidades que ofrece la Inteligencia Artificial (IA). Es que un video, en cualquier idioma, atravesado por la IA, puede reproducir al protagonista con su misma voz, en la lengua elegida y moviendo la boca como si esas palabras salieran de allí. Esta maravilla naturalmente abre la puerta a un sinfín de usos extraordinarios, pero también a manipulaciones que en breve serán imposibles de detectar. Si desde hace ya mucho tiempo se viene advirtiendo, con mayor o menor grado metafórico, que cada vez cuesta más distinguir la ficción de la realidad, el avance tecnológico ha roto ya la última barrera.    

Se trata de un paso más, quizás el definitivo, hacia la desaparición de la posibilidad de poder afirmar la verdad sobre algo, aunque para ser más justos, no hacía falta la intervención de la IA para llegar a este punto. En todo caso, el uso de la IA en esa línea es una consecuencia de algo que estaba roto desde mucho antes.  

Efectivamente, si ya no hay una realidad objetiva o un mínimo acuerdo respecto de lo que consideramos una base empírica común, es imposible que haya verdad en el sentido tradicional porque nuestros dichos no se refieren a un único mundo sino a múltiples. Es más, para ser precisos, habría que decir que la saludable crítica a la Verdad con mayúscula ha derivado en un mundo en que hay tantas verdades como sujetos y en el que todo se reduce a verdades contingentes del aquí y el ahora, un imperio de verdades minúsculas.  

En el mientras tanto, y como parte de un mismo proceso, han caído en descrédito las instituciones cuya autoridad “emanaba verdades”: la religión, los maestros, los médicos, las universidades, la justicia, los científicos, etc. 

Conocemos que una de las falacias más comunes es la de adjudicar verdades a una autoridad por el solo hecho de serlo, pero estas instituciones que aun falazmente en algún momento generaban estabilidad y ofrecían confianza, hoy, para bien o para mal, han perdido ese privilegio: a la iglesia se la acusa de corrupta, a los maestros y a los universitarios se los señala por adoctrinar, la justicia acaba amoldada a las presiones de la turba y el poder de turno, los científicos se abocan a la acumulación de papers y los médicos han recibido el último cachetazo en la pandemia donde pasaron de ser los héroes que ponían el cuerpo a ser acusados de atemorizar y promover que nos quedáramos adentro. Si es tiempo de posverdad es también porque estamos en un tiempo de posautoridad.

Que sea tan difícil hablar de la verdad o llegar a mínimos acuerdos en el momento de la historia de la humanidad en que más información hay disponible, podría parecer paradójico; y sin embargo, sucede que a mayor información, mayor es la desconfianza. Es como si hubiera una suerte de descrédito del consenso y de la evidencia.   

A propósito, leí hace algunas semanas una entrevista que le realizaron al experto en comunicación, Ignacio Ramonet, en CTXT, https://ctxt.es/es/20230701/Politica/43571/entrevista-ignacio-ramonet-pascual-serrano-redes-sociales-trump-guerra-ucrania-conspiracion.htm en ocasión de su último libro sobre Trump y allí decía lo siguiente: 

“Cuanto más científica es una explicación, más discutible resultará. Por todas esas razones, para muchos ciudadanos, la pregunta pertinente, ahora, no es: “¿Qué pruebas científicas hay de que tal cosa es así?” Sino: “¿Por qué tanta insistencia en querer demostrarme y convencerme de que tal cosa es así?”. Esa es la sospecha principal, la desconfianza epistémica que se ha ido extendiendo, vía las redes, en nuestras sociedades. Es como si asistiéramos a una insólita inversión de aquella célebre predicción atribuida a Joseph Goebbels, ministro de Propaganda de Hitler, según la cual “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”. Hoy, muchos activistas de redes conspiracionistas, consideran que una verdad repetida mil veces, es probablemente una mentira”.

En la repetición, entonces, la falsedad se hace verosímil y la verdad sospechosa. Del mismo modo, hay una desconfianza sobre lo “normal” y lo distinto deviene una virtud. 

Pero, sobre todo, mayor información no supone acercarse más a la verdad porque ésta ha dejado de ser una conquista de la racionalidad y ya no hay método ni autoridad que funcionen como vehículo hacia la misma. Es que la proliferación de información hace que también circulen datos falsos o interpretaciones delirantes que sobresalen por el único mérito de objetar los consensos. Un verdadero imperio, también, pero de la diferencia.  

Sin embargo, habría que matizar en parte esta idea o, en todo caso, ser más precisos: porque no vivimos en un mundo sin verdad; en realidad, lo que ha ocurrido es que la verdad se ha trasladado a la esfera estrictamente individual. En otras palabras, todo se puede poner en tela de juicio, hasta hay gente que cree que la biología y la física son de derecha…, pero lo que no se puede objetar es la “verdad individual”, lo que el sujeto “siente”.

El punto es que hay una jerarquía entre los sintientes y entre los sentimientos porque hoy el lugar de la verdad lo tienen las víctimas, reales o ficticias. En otras palabras, no es cualquier sintiente sino el que sufrió un padecimiento lo que ubica al padeciente en la verdad. Más puntualmente: ni siquiera es importante que haya padecido realmente. Lo que importa es que logre posicionarse como víctima de algo o alguien. Es una cuestión menor, pero si se hace énfasis en las notas de color que aparecen en los portales de noticias, toda biografía de personaje famoso incluye ya en el título un padecimiento. Es como si la única manera de darle credibilidad al personaje sea como una historia de superación: “Juan Pérez, la historia del hombre que ganó el nobel, obtuvo 60 medallas olímpicas y llegó a la luna a pesar de tener una madre alcohólica”.   

En tiempos de posverdad y posautoridad, la única autoridad es la de la víctima y es de ella que emana la única verdad incontrovertible. Entonces lo que importa es que se pueda justificar la condición de padecimiento: si soy negro, padezco el racismo, si soy mujer padezco el patriarcado, si soy trans padezco el “cuerpo equivocado” y así sucesivamente en la carrera invertida del mérito donde ya no sobresale quien ha hecho mejor las cosas sino quien haya sufrido más según estándares que son estrictamente subjetivos.  

En resumen, digamos que todavía hay una pretensión de verdad solo que ésta se ha trasladado al ámbito individual y no es una verdad racional sino una a la cual se accede por revelación, ya no religiosa, sino “experiencial”. La diferencia es virtuosa y por eso la desconfianza es señal de sagacidad porque toda normalidad y todo consenso debe ser derribado, aunque más no sea desde la defensa de las teorías más inverosímiles. 

Aceptemos entonces este falso Messi bilingüe, pues es evidente que, en el mundo actual, hay cosas más preocupantes que los alcances de la IA.





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