No son todos nazis. Pero que los hay, los hay
Mi abuelo paterno, Jaime, era ucraniano. Habitaba en la provincia más sureña de las que el Zar permitía habitar a los judíos. Se trataba de territorios siempre en disputa, de sinuosas fronteras pero incuestionablemente parte del Imperio Ruso que, como todo Imperio, no andaba con chiquitas a la hora someter y suprimir nacionalidades, culturas y provincianías.
Durante gran parte del siglo XIX, los judíos de la región debían alojarse en un corredor que ocupaba comarcas que hoy pertenecen a Polonia –con centro en Cracovia-, el sudoeste de Bielorrusia, gran parte de Ucrania, Moldavia, norte de Rumania. Allí, y sólo allí, la comunidad hebraica gozaba de algún derecho civil, podía comerciar con acotada libertad y trasladarse sin ser muy molestada. Fuera de esos territorios, los cosacos tenían “libre disposición” de los cuerpos y las almas. Por este motivo, la población judía se instaló y creció entre los suburbios de Varsovia al norte y Besarabia al sur.
Justamente de Besarabia eran mis abuelos. Hoy es un territorio que se reparte entre Ucrania, Moldavia y Rumania. E incluye un curioso y novísimo país, llamado Transnitria -cuya independencia está en etapa de parto y Moldavia no quiere largar-. Mi abuelo, Jaime Krakobsky, era de un pueblito ucraniano cercano a Odesa. A mi abuela, Amalia Firdman, le tocó la nacionalidad rumana; nació en un pueblito a la vera del río Dniester. Digo “le tocó” porque con diferencia de décadas podría haber sido rusa, ucraniana, moldava y sus nietos, de haber nacido allá, transnitrianos. De algo estaba segura, era de Besarabia.
Pero todos sus nietos -y ella misma, por adopción y querencia- fueron son y serán argentinos. Justamente, es bueno aquí, hacer una digresión ponderando lo que significa “una tierra de paz”. Mis abuelos se conocieron aquí, vivían a pocos kilómetros en Europa pero se conocieron, se casaron y tuvieron sus hijos en una casa del Partido de Lincoln, al oeste de la provincia de Buenos Aires, donde Jaime se dedicó con pericia de gaucho a faenar y vender hacienda de sus vecinos criollos, italianos y vascos; y Amalia se convirtió en una paisanita cuyas trenzas podrían ser objeto del mejor verso de milonga campera. A nadie le importó procedencia o fe religiosa. Por el contrario, en Europa, los vecinos “nacionalistas” moldavos, ucranianos o rumanos de las aldeas los hubieran despreciado de por vida, con o sin guerras, sólo porque eran hijos de judíos.
Mi abuelo hablaba ruso, el idioma del imperio. Y también hablaba idish, el idioma de la resistencia. Y aquí aprendió el castellano con bastante ductilidad. La ductilidad que otorga la necesidad. No tengo noticias de que haya hablado ucraniano. Este dato es importante para empezar a entender que ni antaño, ni en la actualidad, los límites geográficos políticos y culturales tienen por qué coincidir. Nunca negó su nacionalidad ucraniana, por la que sentía un excéntrico orgullo. En su amor por la Argentina, solía comparar la pampa con la campiña ucraniana como si fueran tierras paralelas por su riqueza agropecuaria. Conoció allá, e implementó acá, los secretos del facón y del lazo.
No me sorprende en lo más mínimo que el gobierno de Ucrania de Zelenski tenga pelaje de nazi, camine como nazi y levante la patita como nazi. Ni que pululen las esvásticas en improvisadas banderas amarillas y cerúleas. Tampoco que persigan a los habitantes de dos de sus provincias que se reconocen “rusos” y lleven adelante una política de “exterminio” con ellos.
Que un comediante mediático, acabado producto de la televisión -ese artefacto acumulador de basura que ha creado la humanidad y que ha perpetuado en otros formatos más interactivos, íntimos y subliminales- haya acumulado votos con su propaganda xenófoba y violenta, tampoco asombra, en la época de los Bolsonaro y los Johnson. Más aún después del recursivo Berlusconi.
Y no asombra tanto neofascismo (divina tv führer) sencillamente porque hace ochenta años el ejército alemán de Hitler recorrió las antiguas “provincias judías” (llamo así a las que estaban permitidos los judíos) bien recibido por muchos de los vecinos “no judíos ni gitanos”, a punto tal que le facilitaron el trabajo entregando familias enteras -después de más de un siglo de “convivencia” bajo las normas del Imperio y de más de quince de poblarlas y trashumarlas-, en nombre del nacionalismo ucraniano (también ocurrió en nombre del rumano, el moldavo, el polaco…).
Los nazis “aliviaban” a Ucrania tanto del “comunismo ruso” como del “judaísmo apátrida” y encontraron, entre los serenos pobladores que extrañaban los tiempos del precolectivismo, a cómplices perfectos de sus crímenes más alevosos. Es incontable cuántos ucranianos judíos, gitanos, o simplemente funcionarios soviéticos, terminaron en Auschwitz u otros campos, pero fueron muchos más que los 45.000 encontrados en una fosa común en el propio territorio ucraniano.
Descuento que hubo actitudes solidarias como ocurrió a lo largo y ancho del continente. Seguramente algunas heroicas. Como en otros países, durante la ocupación nazi hubo resistencia partisana, fundamentalmente porque Ucrania ya era una República Soviética. Pero estas excepciones no pueden ocultar la vergüenza de la delación generalizada, del señalamiento, de la entrega en plaza pública. En aquellas circunstancias es difícil juzgar y distinguir entre el miedo (que habrá habido) y el odio (que hubo).
Puedo suponer que algunos de esos cuerpos, como algunos de los 60.000 hallados del lado “rumano” de la frontera habían pertenecido a primos, padres, sobrinos, tíos, amigos, vecinos, de Jaime y de Amalia. Pero nunca se enterarán, por la sencilla razón de que ambos habían cruzado el Atlántico en 1905, y en pocos años fueron cortando toda comunicación con Europa.
La salida del joven Jaime de Ucrania es novelesca y requiere un artículo extra. Pero fue otra guerra la que lo expulsó: el enfrentamiento del Imperio ruso con el japonés. Cuando el ejército ruso fue a alistarlo compulsivamente como a tantos, mi abuelo ya acariciaba ideas anarquistas y se alejaba de todo tradicionalismo hebraico. Tomó valor y huyó. La leyenda familiar cuenta que se travistió como mujer para evadir el control zarista en la frontera. Es raro. Osado. Pero no había modo de que un “varón” pudiera escapar del alistamiento. Como haya ocurrido, fue novelesco; atravesó el continente europeo y llegó embarcado a Buenos Aires.
No sólo escapó de esa guerra que se libraba en la Manchuria (tan lejos de Besarabia como del Golfo de México), sino que ya estaba argentinizado y se había hecho seguidor del peludo Hipólito Irigoyen cuando la Ucrania de la Rada burguesa y nacionalista se enfrentó con la Rusia del bolcheviquismo que significó una herida imborrable en la historia de ambas naciones, y que pareciera regresar un poco más de un siglo después con otras ropas ideológicas.
Esa osadía de Jaime (del viaje de Amalia no hubo relatos familiares) le evitó también asistir a la transformación de Ucrania en nación comunista. No sabemos cómo le hubiera asentado tal acontecimiento al ya no tan joven ni tan rebelde Jaime. Es imaginable tanto que se hubiera adaptado de forma entusiasta como que hubiera ido a parar a la Siberia. Y por último, sí lo salvó de la prácticamente asegurada muerte nazi.
Por no haber vivido nada de eso, el abuelo sentía cierta añoranza por las praderas ucranianas de su infancia, y agradecía a la Argentina tanto parecido físico sumado a tanta libertad y trato fraterno.
La inestabilidad política, las ideas de exclusión del otro, el fragor de las ideologías impuestas, monarquía imperial, stalinismo, la democracia actual que legitima al neonazismo, y la guerra como horizonte cierto de resolución de los conflictos parece signar aquellos territorios que hoy vuelven a arder.
Es bastante extraño indagar en la historia de Ucrania y advertir que hace exactamente 100 años, sus soviets lideraban la necesidad de integración con Rusia y con otras naciones fraternas y socialistas. Todo de lo que hoy abjura y repudia.
Las independencias de Donetsk y Lugansk del dominio ucraniano; la independencia de Ucrania del posible dominio Ruso; la súplica de las naciones residuales de la Europa oriental por ingresar a la OTAN (que significa pedir que un ejército extranjero imperial se haga cargo de la debilidades propias o tal vez de la sinrazón de las fronteras); la independencia de Transnitria de Moldavia, y la de ésta de Rumania; son, todas, cuestiones que mueven a otra nostalgia (ya no del abuelo, que falleció hace 55 años en el conurbano bonaerense, sino de su nieto): la de la unidad, la paz y la convivencia mundial.
Enunciado así parece una paparruchada, un lugar común de circunstancia, una publicidad de pasta dental. Pero se trata de otra cosa que paso a explicar: las luchas populares que enaltecieron la historia de la humanidad son aquellas que pretendieron construir bloques comunes y hasta comunitarios, de comprensión y ayuda mutua. Tradición nuestra que me llega por todos lados: desde un cosmopolitismo heredado de tanta migración acumulada hasta la sentencia constitucional de “para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”; desde el sueño fraterno de la Patria Grande, sanmartiniano, bolivariano, hasta la creación de concretos organismos multilaterales entre “iguales”.
La disolución de la URSS, la hegemonía de capitalismo imperial y financiero y el mercado empobreciendo ideologías y mesas populares han traído como consecuencia que ya ningún líder que se precie convoque a la solidaridad mundial como nos tuvieron acostumbrados los movimientos del tercer mundo, las cartas y libros del General Perón o las alocuciones de Fidel Castro en organismos internacionales.
En terminos peronistas… el conflicto en Ucrania me trae nostalgia por la “hora de los pueblos”, que en lugar de fiebres separatistas tuvieron voluntades de cambio en la casa común.
por
Ricardo Krakobsky