La cruzada de los niños | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.
A 43 años del 16 de septiembre de 1976, el autor recuerda con una alegoría la masacre conocida como "la Noche de los lápices", en la que fueron secuestrados y asesinados por la última dictadura un grupo de jóvenes que luchaban por el boleto estudiantil en la ciudad de La Plata.
Juan Chaneton *
Me rodea en la tierra una condenación pálida
Marcel Schwob
La historia que me dispongo a narrar ocurrió en Buenos Aires, una ciudad como cualquiera de las innúmeras que dan pábulo al mundo, pero también singular y con una personalidad muy especial, diríamos con una fuerte vocación por la melancolía y los aconteceres de tragedia, que así es Buenos Aires.
Hace ya muchos años, unos niños que vivían en barrios tan alejados entre sí como pueden serlo Mataderos, Constitución o Barrancas de Belgrano tomaron la decisión de inventarse una vida. Una vida nueva y propia, ya que lo que les decían en la escuela que era la vida les parecía a ellos una forma del tedio. Pero no se trataba sólo de escapar del aburrimiento.
Estos niños (¿se es niño a los 15, a los 16, a los 17 años?) estudiaban para ser buenos hombres y mujeres en el día de mañana, es decir, para ser buenos ciudadanos y buenas ciudadanas, lo cual encontraban que estaba muy bien si no fuera porque había otros niños a su alrededor, a la salida de la escuela, en los andenes de las estaciones, en los pórticos de las iglesias protegidas por rejas, en los albergues para personas que no tenían casa, en las salas de espera de los hospitales y en los socavones del subterráneo que ofrecen tanta tibieza en los inviernos, bajo los aleros y en las escalinatas de los imponentes edificios públicos o simplemente en las veredas y a la intemperie, había allí otros niños, digo, que no estudiaban, porque para ir a la escuela hacen falta guardapolvos, lápices de colores, lápices negros, lápices, cuadernos, zapatillas y el desayuno de todos los días y ellos, esos otros niños, al parecer, no contaban con tanta menudencia, y eso que los diputados y senadores de la república habían declarado que los derechos del niño eran sagrados y habían votado por unanimidad una nimiedad como esa, que los derechos de los niños eran sagrados.
Aquellos niños que un día decidieron inventarse una nueva vida se reunían en la Plaza Italia, de Palermo, un barrio como todos, medio pelo, o pelo y medio, clase media, y que fue elegido como lugar de reunión porque estaba situado más o menos a idéntica distancia de Belgrano, Mataderos o Constitución y si esto no era así, si los que vivían en Belgrano tenían una ventaja para llegar a Plaza Italia porque Belgrano queda más cerca de Palermo, a ellos, a todos los demás niños, eso no les importaba, lo importante era estar juntos, y soñar juntos, y urdir, en descampado y en banda, el nuevo futuro que les aguardaba. Eran unos niños, estos niños, que querían mejorar el futuro.
Los movía la pasión de rescatar el santo sepulcro y llegaron a la conclusión de que debían organizar una expedición hacia esas lejanas tierras donde se hallaba el ansiado objeto de su deseo. Se hallaba más allá de la avenida General Paz el santo sepulcro, y más allá del mar, seguramente en tierra baldía, dura, gris, reseca, barrida por los vientos de la inclemencia.
Y en eso, un niño (yo creo que se es niño a los 14, o a los 15, o a los 17, o a los 18) preguntó: ¿qué es la hierba? Nadie supo contestarle. De momento, todos se miraron. ¿Qué podían contestarle? Todos ignoraban, como ese niño, qué es la hierba. Supongo –dijo Claudia, que leía a Walt Withman- que debe ser la bandera de mi índole, urdida con la verde sustancia de la esperanza. Y todos estuvieron conformes con la respuesta. A Claudia siempre se le ocurrían las mejores ideas. Cómo no se dieron cuenta antes, pensaron, que la hierba es eso, precisamente eso, emblema de la raza que siempre mira hacia adelante. Por eso Claudia era muy respetada por todos. También había sido de ella la idea de organizarse para dar con el santo sepulcro. No era posible, era inadmisible, era un injusto universal -se decían los niños- que les nieguen conocer el santo sepulcro, que se los hayan ocultado como le ocultan a alguien la felicidad a que tiene derecho, a que tiene derecho nada más que por haber nacido.
Se dividieron en tres grupos y partieron, al alba, hacia los lugares sabidos de antemano. Iban en columnas de dos en fondo y, cuando sólo habían caminado unos pocos cientos de metros, comenzaron a separarse entre sí pues cada columna debía arribar a su destino prefijado (el destino, por definición, está siempre prefijado, si no, no sería destino, si no hubiera destino sería la libertad, eso sería) a distintas horas, y esos puntos de arribo no eran los mismos. No eran los mismos porque buscaban el santo sepulcro y éste podía hallarse en uno u otro lugar de la Tierra. El primer grupo que lo encontrara avisaría a los demás. Ese era el pacto.
Los movía una convicción: las aladas palabras del evangelio, que ordenaban dejad que los niños vengan a mí y no lo impidáis. Lo sabían estos niños expedicionarios. Sabían que los niños, por derecho propio, podían y debían acercarse al santo sepulcro. Lo habían leído en Lucas, 18:16; y también habían leído que basta la fe para mover una montaña, esto lo sabían por Mateo 17:20.
Así marchaban, sabiendo que por el camino les aguardaban peligros ciertos. Habían oído decir que ni el perfume de los tilos, ni el tibio sol de la mañana, ni la apacible bruma de una fragante primavera que ya se olía en el aire (era el 16 de septiembre), ni el vuelo de las mariposas, ni el murmullo de los sicomoros mecidos por la brisa servirían para aplacar el odio y el temor de los mentecatos. Éstos –oyeron una vez los niños- dan a beber veneno a sus víctimas, las mutilan, les arrancan la uñas, les sacan los ojos a los más pequeños, les cortan las piernas y les atan las manos. Y después -también habían escuchado estos rumores los niños que iban en pos del santo sepulcro- los esconden. Esconden los trozos de carne martirizada porque es una manera de esconder sus pecados a la vista del dueño del santo sepulcro que no es otro que el que da la vida y crea el mundo.
Vagaban, los niños, salvajes e ignorantes, sabios los niños en su locura final, aquella que los llevaba a recuperar el santo sepulcro.
Agazapado entre las zarzas espinosas bajo un puente intransitado desde hacía un siglo, vivía un mendigo de aspecto inmundo y aliento a tumba. Llagas rojas y blanquecinas cubrían, aquí y allá, todo su cuerpo, que era blanco, sin sangre, pálido como una solitaria luna de invierno. Su piel estaba hecha de jirones de estopa achatada y mugrienta; su boca, tumefacta, mostraba unos labios hinchados y lívidos, como el color morado, casi negro. El pelo de su cabeza, revuelto y sucio de tierra y briznas olorosas a orín, le caía, largo y apelotonado, por los hombros y por la espalda y casi le llegaba a la cintura. Se cubría con trapos hediondos, rasgados, deshilachados, que dejaban ver partes de su horrorosa intimidad. Manos flacas, secas, nervudas, con venas azuladas y gruesas y dedos negros de tierra inmemorial asentada en los intersticios de las uñas, la roña vieja pegada en el anverso y en las palmas, completaban el aspecto de este deshecho humano que parecía no haber nacido nunca o habitar el mundo desde toda la eternidad. Una baba fina y blanca le caía desde las comisuras y se secaba, pegoteada, antes de llegarle a la barbilla. Tenía barba, tiñosa y extendida hasta el pecho, pero no usaba calzado. En vez de pies, lucía muñones deformados por el tiempo, en los que se veían los callos y las costras, podridas ya, que lo insensibilizaban ante el frío del invierno o el bochorno del estío.
El día del terror será mi nueva carne –pensó el homúnculo que vivía bajo aquel puente-. Y lo pensó cuando vio que se aproximaba una de las tres columnas de nuestros bravos buscadores de sueños y tesoros. Una de las expediciones que se dirigían más allá de la avenida General Paz se acercaba, ignorante del peligro, y entonaba, en su marcha hacia el santo sepulcro, los himnos que antes entonó el Tasso en la Jerusalén libertada.
Me rodea en la tierra una condenación pálida, se dijo el mendigo cuando vio que faltaba poco para que los primeros niños pasaran frente a él, que seguía agazapado entre las zarzas. Acechaba, el monstruo. Se relamía, el homínido.
Cerraba la fila de los niños uno de cabellos rojos y fresco de vida adolescente. El viejo saltó de improviso y le tapó la boca con sus manos espantosas. El adolescente estaba vestido sólo con un pantalón corto, torso y piernas descubiertos, piel muy blanca y tersa y marchaba descalzo, mostrando unos pies finos y tallados en alabastro. Miró al viejo y sus ojos de niño de pelo rojo eran plácidos y serenos. Contempló al viejo sin asombro. El horroroso hombre supo entonces que aquel niño no gritaría y le soltó la boca. Quiso escuchar una voz humana. Quiso que una voz humana se dirigiera a él por primera vez en un siglo. El niño, ya con su boca libre, no se la limpió. Seguía mirando al viejo y parecía que sus ojos eran como el día. Reían sus ojos.
El viejo le preguntó: ¿quién eres? El niño contestó: Pablo. Y su voz era límpida y saludable. ¿Adónde vas? A recuperar el santo sepulcro, dijo Pablo. El viejo se puso a reír. ¿Tienes Dios?, le preguntó, y Pablo respondió al instante: No lo sé; sólo sé que el santo sepulcro es blanco.
Estas palabras parecieron colmar de furor al viejo, que se abalanzó con su nauseabunda boca abierta sobre el cuello de Pablo, quien no retrocedió y continuó mirándolo.
- ¿No tienes miedo de mí?, preguntó el viejo, sorprendido y súbitamente calmo. ¿Por qué habría de tenerte miedo, hombre blanco?, fue la respuesta del niño.
Y entonces, el viejo lloró con grandes y voluminosas lágrimas, se hincó y besó la tierra húmeda, al tiempo que le decía a Pablo: Deberías tenerme asco porque soy leproso.
- No lo sé...; Pablo siguió mirándolo como si fuera un viejo amigo.
Y entonces, por fin, el viejo, tomó más tierra húmeda y limpió la boca de Pablo y le dijo: No tuviste miedo de mí. Mi blancura repugnante es igual a la de tu Señor. Ve y dile que me ha olvidado.
Nosotros, los niños, no te hemos olvidado, aseveró Pablo. Por eso vamos en busca del santo sepulcro.
El viejo los vio alejarse. Pensó que esta sentencia ya había sido escrita en algún lugar del mundo y en otro tiempo, tal vez remoto: ¡Domine infantium, libera me! ¡Que su sonido llegue hasta ti, Pablo, como el puro sonido de las campanas! ¡Maestro de los que sufrimos en silencio, libértame…!
El fin de esta historia –que hemos decidido resumir- narra que los niños fueron como rebaño hacia el precipicio. Sabían muy bien lo que hacían, sin embargo. Fueron hacia el límite porque consideraron que era su deber. Consideraron que no es suficiente saber sino que, además, hay que ponerse en marcha.
No llegaron al santo sepulcro. No sucedió el milagro. El destino prefijado (siempre es prefijado el destino, por eso, aquí no hubo destino, sino decisión libre y moral tomada por deber) hizo que una de las columnas de niños expedicionarios fuera secuestrada y arrojada al mar. La otra se perdió y desapareció para no ser encontrada sino muchos años más tarde por la obra de otros niños que no cejan todavía en su empeño de dar con el santo sepulcro.
Y así, entonces, como la leyenda cuenta que en un árbol se encontraba encaramado un indiecito guaraní, que sobresaltado por un grito de su madre perdió apoyo y cayendo se murió, del mismo modo se supo que, alguna vez, en un oscuro rincón de un inmundo sótano clandestino ubicado más allá de la avenida General Paz, un niñito llamado Pablo escuchó, de la boca de uno de sus secuestradores, que todos sus compañeros de expedición, menos algunos, habían sido fusilados “en la primera semana de enero”.
¡Ah…! Menos mal –pensó Pablo-. Sufrieron menos. No los arrojaron al mar. Cuando un adulto mata niños es porque tiene miedo –se dijo-.
¿Tenían 14 años, 15 años, 18 años, 20 años, 70 años…? Buscaban el santo sepulcro, que es lo que importa.
La historia que acabo de narrar comenzó un 16 de septiembre de 1976. Me la contó el clima de época que vivimos hoy en la Argentina, pero podría haber sucedido en cualquier otro espacio de la Tierra, y aun del Universo.
Y no puedo seguir porque me quedé sin tinta, aunque aún tengo los lápices, y los lápices no se acaban, renacen, reviven, resurgen, reescriben, rehacen, reconstruyen y reincitan a repensar el camino hacia la redención humana. Los lápices sacan del olvido a los vencidos para hacerlos actuar en el presente.
Hoy es 16 de septiembre de 2019 y hace 43 años que ellos, según se rumorea, siguen escribiendo y no se han cansado, siguen buscando...
(*) Abogado, periodista, escritor.
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