martes, 7 de abril de 2020
Pospandemia: ni comunismo ni Estados de bienestar, por Juan Chaneton (para "El Comunista" del 03-04-20)
Lo mejor sería brindar ideas acerca de qué hacer, en el día a día, para enfrentar la pandemia. Enfrentar la pandemia es algo de competencia originaria de la Unidad Presidencia del gobierno y, a partir de allí, de toda la administración central y descentralizada del Estado. Sin embargo, en el caso, y dada la gravedad de la crisis, la sociedad civil debe involucrarse. Pero la cuarentena obliga a cumplir con la consigna «quedate en casa», y el mismo presidente de la Nación ha dicho que, para el común, ese es el mejor modo de colaborar.
Por Juan Chaneton*
*jchaneton022@gmail.com
Así las cosas -y debidamente encuarentenados- observamos que nada parece mejor que lo que está haciendo el gobierno. Nadie tiene opciones mejores a mano y, por eso, hasta la oposición ha tenido que alinearse y consentir, excepción hecha de «Marcola» Peña y su Primer Comando de la Capital (PCC) quien, con el odio siempre atragantado entre pecho y espalda, no toma pastillas Valda sino que reorganiza sus milicias de trolls y pasa al ataque de modo miserable y ruin. Lo suyo no es catarro, es catarsis por derecha, eso que, en modo académico, se diría catexis libidinal.
Ocupémonos, entonces, del futuro próximo, es decir, de lo que podría ocurrir cuando la pandemia haya sido dominada y neutralizada, algo que seguramente va a ocurrir, aunque no podamos calibrar a qué costo. Y prendámosle velas al santo para que su origen haya sido sólo el murciélago y no el designio de algún protervo oculto de «probar» con el coronavirus para después seguir con algo más letal en pos del demencial propósito de solucionar la contradicción de Malthus: la producción de alimentos crece en propoción aritmética mientras que la población lo hace en proporción geométrica. Al fin y al cabo, es lo que acaba de decir -más o menos implícitamente- ese excelente periodista que es Tomás Méndez.
La alegoría está siempre a mano para decir algo más que lo que se dice. La Tierra está fija en el universo y el Sol y todo lo demás gira en torno a ella, enunció, en el primer siglo de la era cristiana, Ptolomeo, pero con el correr del tiempo esa mirada cósmica debió ceder ante el contundente De Revolutionibus, obra magna del polaco Nicolás Copérnico, y el geocentrismo fue arrumbado por la ciencia al rincón de las curiosidades más o menos exóticas.
El individuo está en el centro del universo y de la vida social, y todo gira en torno a él. Este error es nuestro error de hoy, y es un error tan grueso como el de Ptolomeo. Es el error de la antropología social liberal fundada en un egotismo desbocado y a la cual todavía no le ha llegado el Copérnico a su medida.
Y ya se trate de error o de interesada ideologización, es demasiado pronto para saber cómo podrá superarse tamaña insensatez. Sin contar con que no está dicho que un mundo poscoronavirus será mejor que éste. El punto no es antes y después del virus, sino antes y después del mercado como referente y ordenador de la vida en sociedad. Pues el virus ha desnudado deficiencias, pero con el capitalismo sólo podrá terminar la política, no la providencial epifanía de una epidemia presuntamente generadora de amor y solidaridad entre los seres humanos. No hay tal cosa. El «hombre nuevo» no se presentará ante nosotros el año que viene. Será -si es- epifenómeno de un futuro que ya no es lo que era, como dijo una vez creo que Julio María Sanguinetti.
Dispara múltiples miradas, lecturas y discursos la pandemia. Unos intelectuales bastante europeos han entrado al escenario a decir lo suyo. Parece poco lo que dicen.
Por caso, llama la atención cierta insustancialidad en unas expresiones vertidas, nada menos que en nombre del marxismo, por Zlavoj Zizek, un intelectual más que respetable. Se acabarán los cruceros turísticos – ha dicho- porque contagian; y se venderán menos automóviles porque contaminan. Agrega que tal vez venga el comunismo (sic) y, en todo caso -dictamina-, sería necesario acabar con las soberanías nacionales en favor de un racional go-bierno de instituciones globales como la Organización Mundial de la Salud.»Organizaciones como esta deberían tener más poder ejecutivo», nos dice (http://lobosuelto.com/sobre-el-coronavirus-y-el-capitalismo-debate-zizek-byung-chul-han/).
Pero eso es metafísica, no marxismo, porque ese dictamen es voluntarista y, en tanto tal, ignora una dinámica histórica que, a su vez, no ignora la voluntad humana pero existe, esa dinámica, como automovimiento propio de la historia. Y esa dinámica se expresa muy claramente -en las últimas dos décadas- en la tensión dialéctica entre Estados nacionales y esa internacionalización que implica la globalización.
Ello es así por cuanto una economía global planificada y fundada en la solidaria conciencia de que lo justo es «a cada cual según su trabajo» y, eventualmente, según sus necesidades, sólo alumbrará algún día como decisión política de los actores involucrados, y éstos no son otros que los Estados nacionales en ejercicio de su soberanía. Ningún «gobierno global» le sirve a la humanidad si se le impone a la humanidad. Ninguna autoridad supranacional le servirá a la humanidad si esa autoridad presume la incapacidad de las periferias reproduciendo, de ese modo, la subordinación de éstas a un centro sedicentemente bien dotado para decir el discurso que todos deberían obedecer.
Parece más sugerente y terrenal el plexo de preguntas que suscita la intervención de otro intelectual, en el caso, el coreano residente en Berlín Byung-Chul Han. Esas preguntas son muy buenas, pues salen al cruce de lo que pasa: ¿podrán China y Corea del Sur exportar al resto del mundo sus modelos de Estado y sociedad, en un escenario donde salen como probables “ganadores” de la crisis global? ¿EEUU y Europa perderán su predominio cultural? ¿El capitalismo generará una nueva mutación que le permita seguir reproduciéndose? Son preguntas de Sacha Pujó comentando dichos de Byung (http://www.vaconfirma.com.ar/?articulos_seccion_719/id_10952/un-nuevo-mundo-por-delante).
Es entonces eso lo que estará en agenda en el futuro próximo. Y también otra discusión que asoma ya, de nuevo, aunque no es de ahora, y que viene, en uno de sus polos, atravesada también por una rozagante dosis de voluntarismo, y el voluntarismo sirve para tomar decisiones políticas, incluso decisiones políticas trascendentes, pero no para suplantar la necesidad de la Historia por la contingencia del capricho y la oportunidad.
Acaba de decir el doctor Mario Rapoport que » … Se hace preciso el retorno de los Estados de Bienestar de la posguerra que no dejen privada a la población, como en Estados Unidos, por ejemplo, de un sistema de salud …» (https://www.pagina12.com.ar/255464-la-peste-negra-la-gran-depresion-del-siglo-xiv-y-el-coronavi; 29 de marzo de 2020).
Es imprescindible, claro, dotar a los pueblos de sistemas de salud eficientes y accesibles. Pero ello no será el logro de un Estado de bienestar de imposible resucitación sino la benéfica consecuencia de eludir la aplicación de modelos económico-sociales de mercado obsesionados con el «déficit fiscal», algo que el bienestarismo de la segunda posguerra se propuso y logró hacer pero que hoy resulta imposible e improbable si se lo pretende sin abrir, al mismo tiempo, un cauce histórico que tienda a la superación de esos modelos ortodoxos en línea con lo que insinuaba el espíritu Mar del Plata 2005. La persistencia en la búsqueda del bienestar con políticas que se muevan más acá del horizonte demoliberal occidental nos depositará, irremisiblemente, en el regreso al neoliberalismo o a algo peor.
Socialdemocracia y mercado contrajeron esponsales ante el inaudito paisaje posbatalla que legaba a Europa la segunda guerra, y ese matrimonio celebró sus bodas de perlas en 1975, es decir, cuando la pareja ya había entrado en crisis después de treinta años de convivencia más o menos feliz. En esa época, casi todo el continente vivía bajo regímenes bienestaristas: Alemania Federal, Italia, Francia, Inglaterra, el Benelux, Austria, Suecia, Dinamarca, Noruega y alguno más. Ya en los finales ’70 esos modelos mostraban signos de fatiga. En los ’80, Thatcher mediante, comenzó su desmantelamiento. Hoy, ya no existen. Ni Suecia ni Finlandia son lo que eran.
A esos EB de la posguerra los financió EE.UU. con el Plan Marshall y con desembolsos sucesivos a través de esas drogas de diseño que había fundado Bretton Woods en 1944: el FMI y el Banco Mundial. Hoy, en que a todas luces no hay financista para tal recidiva bienestarista, hay que computar, además, que Estados Unidos financió porque el enemigo comunista había emergido de la conflagración con poder económico y prestigio político. El EB fue un modo de competir con ese sistema soviético para demostrar que el capitalismo era mejor.
Hoy, un EB debería proponerse competir con China y con Rusia, que son economías capitalistas. Pero son estas economías -que mantienen su tendencia al crecimiento pese a sus transitorias dificultades- las únicas que están en condiciones de financiar proyectos distribucionistas en América Latina y en África, así como son también las únicas que tienen intereses complementarios con Europa, especialmente en materia energética y tecnológica.
Y Rusia y China no están primordialmente dispuestas a construir Estados de bienestar en el mundo, sino a reformular el orden mundial en términos de multipolaridad. Y en ese escenario multipolar, tanto Moscú como Pekín, estarán dispuestos a apoyar, de modo integral, proyectos nacional soberanistas en las periferias siempre que esos modelos, además de bienestaristas, jueguen en el nuevo orden naciente en contra de todo hegemonismo. Hacer bienestarismo, hoy, con el apoyo de Estados Unidos es más utópico que la ciudad del sol de Campanella, el catecismo de los industriales de Saint Simon o los falansterios de Fourier.
No es la de hoy la misma situación internacional que la de la segunda posguerra. Hoy, Estados Unidos no quiere demostrarle al eje Moscú-Pekín que la economía occidental es mejor. Lo que quiere es debilitar a Rusia y a China y para eso no necesita impulsar EB en ningún lado sino precisamente lo contrario, es decir, estabilizar la incertidumbre en las periferias (no destruir los Estados), de tal modo de dominarlas y disponer de sus recursos, ello en tándem con el otro objetivo geoestratégico del hegemón en declive: eliminar el «tapón» iraní para, despejado el camino, ir por todo hacia «Eurasia», como la llamaba Brzezinski, esto es, hacia Rusia y China. Éste es el programa del «deep state» norteamericano. Trump es una anomalía molesta para ese programa. Pero Trump tiene fecha de vencimiento. Los presidentes pasan; Bill Gates y sus amigos de Bilderberg, siempre quedan.
La lucha contra la globalización capitalista se libra en terreno nacional pero no puede librarse con éxito en términos exclusivamente nacionales. Los movimientos nacional-populares fracasan (y de este fracaso, el reciente colapso de los soberanismos latinoamericanos es sólo el ejemplo más cercano en el tiempo) porque no entienden o no quieren entender la funcionalidad de un modelo teórico instrumental que confiere a la «clase» un lugar central en los armados políticos, y esto los lleva a elegir mal sus aliados y a indefiniciones y/o confusiones en cuanto a los objetivos estratégicos.
Los que decretan la caducidad de estos análisis lo hacen sobre la base de una comprobación netamente empírica y que, por ello, peca de superficialidad, pues la empiria y la teoría siempre deben ir de la mano: la clase obrera (ese «proletariado industrial» que fue sujeto relevante de las luchas anticapitalistas durante el siglo XX) ha dejado de existir en la era de la robótica y la inteligencia artificial. Pero es el caso que ello no ocurre de modo generalizado en todo el mundo. Ni siquiera ocurre en Estados Unidos, en Japón y en Europa. Los enclaves automatizados de avanzada, en esas regiones, siguen siendo eso, experiencias, más o menos exitosas, que marchan hacia su generalización en el futuro, pero que aún no expulsan mano de obra, de modo masivo, extramuros del mercado laboral.
Con mayor razón, entonces, cabe ponderar una vigencia sostenida, en América Latina, de las clases trabajadoras como actores sustanciales para la construcciones políticas superadoras de las crisis recurrentes que aquejan a las sociedades de este continente. Y ni qué decir tiene, si se trata de un país como la Argentina, con una vigencia actual y una historia ciertamente añeja, pionera y rica de la clase obrera como actor político.
En el marco de la globalización no es el «socialismo en un solo país» el objetivo de esta clase obrera, sino que su programa es un programa democrático, nacional y soberanista que concibe a la Argentina incorporada a la corriente internacional del multilateralismo, con lo cual las transformaciones sociales superadoras del capitalismo obtendrán su dinámica y su combustible propios en el curso del desenvolvimiento de ese mismo programa nacional soberanista y en el marco de una globalización cuyo antónimo necesario es alguna forma de socialización de los medios de producción y de la riqueza social implementada mediante la aplicación al proceso productivo del «intelecto general» a que da lugar, crecientemente, la robótica y la inteligencia artificial. Y este vínculo inescindible entre experiencias socializantes, internet de las cosas e inteligencia artificial aparece ahora, en el siglo XXI y de cara al futuro, como garantía de que esos socialismos del futuro evitarán la deriva totalitaria. Pero esto es materia de análisis más específicos.
Esta nota ha pretendido decir que, luego de la pandemia y por las razones expuestas, no habrá ni colapso del capitalismo ni Estados de bienestar. Es demasiado pronto para saber qué es lo que habrá.
Publicado en:
https://elcomunista.net/2020/04/03/pospandemia-ni-comunismo-ni-estados-de-bienestar/
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