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jueves, 25 de octubre de 2018

LOS MÍTICOS “AÑOS DORADOS” Y LA DECADENCIA ARGENTINA, por Adrián Corbella



Los argentinos que tienen ideas liberales o neoliberales añoran los “Años Dorados”, aquellos míticos tiempos oligárquicos en los que Argentina era “la séptima potencia del mundo”, según dicen… Hoy quizás los saudíes podrían argumentar algo parecido, y conozco poca gente que ansía emigrar a Arabia Saudita, gran exportador de petróleo gobernado por un régimen que parece escapado del siglo XVII.
No es el objetivo de esta nota discutir las virtudes (pocas) y defectos (muchos) de un modelo de exportación primaria, pero si podemos señalar que tiene dos defectos fundamentales.
El primero es que genera poco trabajo -y trabajo mal pago. Los peones rurales argentinos son los trabajadores peor pagados de toda la economía-.
El segundo es que concentra los recursos en una minoría, en una oligarquía, y a menos que el Estado capture una parte importante de esa renta (vía retenciones o control del comercio exterior por ejemplo) y la redistribuya, surgen sociedades con monumentales brechas sociales entre ricos y pobres (como fue nuestro Régimen Oligárquico). Por eso es un modelo que sirve a países de poca población; si hoy Argentina quiere adoptar un modelo de ese tipo, de los 45 millones de habitantes “nos sobran” (sobramos) al menos 30 millones.

Hechas estas salvedades, debemos señalar que a fines del siglo XIX la oligarquía argentina organizó el país con el objetivo de venderle materias primas a la potencia dominante de la época: Inglaterra. Si bien el sistema tenía todas las imperfecciones que señalamos, “funcionaba” en el sentido de que Argentina exportaba unos productos (carne, trigo, lana, cuero) que Inglaterra quería comprar, y los británicos exportaban bienes y servicios (productos industriales, capitales, tecnología) que los argentinos necesitábamos.
Este sistema gozaba de otra excepcionalidad irrepetible. En regímenes de gran concentración de riqueza un punto débil siempre es el sistema político, cómo obtener y conservar el poder en una sociedad plagada de pobres. La elite argentina lo resolvió con un esquema electoral corrupto y fraudulento (que hoy algunos intentan reeditar implementando el voto electrónico), no teniendo pruritos en emplear la violencia cuando lo consideraban necesario, y contando con una ventaja inestimable: la mayoría de los trabajadores eran inmigrantes extranjeros que por serlo no votaban, por lo que no contaban políticamente.
En 1910 la oligarquía argentina celebró con gran fastuosidad el Centenario de la Revolución de Mayo y el triunfo de su modelo económico-social. Casi nadie advirtió que estaban festejando el cumpleaños de un cadáver, ya que ese modelo estaba en una crisis terminal.
Desde el punto de vista social, la situación era insostenible, por los conflictos laborales permanentes que obligaron a implementar medidas como el Estado de Sitio o la Ley de Residencia (expulsión de extranjeros que participaran en protestas…en una época en que los trabajadores y sindicalistas extranjeros eran mayoría). Estos conflictos se extendieron mucho más allá de la etapa oligárquica. Basta con recordar conflictos muy cruentos como la “Semana Trágica” o las huelgas patagónicas en tiempos de Yrigoyen.
En términos políticos, se estaba a dos años de la promulgación de la Ley Sáenz Peña que pondría fin al fraude oligárquico. Sin embargo esta ley no solucionaría el problema, era sólo un paliativo que incorporó al sistema a la clase media (que encuentra su representación en la Unión Cívica Radical, y en menor medida en el Partido Demócrata Progresista y el Partido Socialista) pero siguió dejando afuera a los trabajadores (aún extranjeros) y a las mujeres. Cabe señalar que la elite no logrará digerir el ingreso de la clase media a la política, y recurrirá al golpe de 1930. Cuando el peronismo incorpore a los trabajadores (los hijos argentinos de aquellos extranjeros) y a las mujeres, la indigestión será aún peor. Aún les dura.
Pero la gran crisis de este modelo agroexportador era económica, aunque no fuera evidente en 1910.
El cambio de hegemonía mundial es un proceso lento. Hoy muchos dicen que China ya ha superado a EE.UU., pero las diferencias son tan escasas y los errores en las mediciones tan trascendentes que es difícil afirmarlo con seguridad. Cuando hay un cambio lento de la hegemonía económica mundial, hay una etapa en la cual la vieja potencia dominante y la nueva coexisten empatadas. Algo similar ocurrió a principios del siglo XX con el ascenso de EE.UU.
En torno a 1900 los Estados Unidos desplazaron al Imperio Británico del primer lugar mundial. Nadie se dio cuenta por esos años. El proceso fue más claro tras la Primera Guerra Mundial (1914-18), y se consolidó con la Segunda Guerra (1939-45).
Para Argentina el ascenso de EE.UU: generaba consecuencias muy concretas. Nuestra economía seguía atada a un poder mundial, Gran Bretaña, que se estaba deslizando hacia abajo de manera imparable. Los británicos fueron superados por los norteamericanos, por los alemanes, y acosados por rusos y japoneses. Teníamos un lazo muy firme con una economía que estaba feneciendo, que se deslizaba por una pendiente arrastrándonos detrás.
Si Alemania hubiera ganado la Primera Guerra Mundial, seguramente hubiéramos cambiado de amo. Pero Estados Unidos no nos servía como socio. Los biomas del gran poder del norte son semejantes a los nuestros, y por ende sus producciones primarias son las mismas. Los norteamericanos no compran ni carne, ni lana, ni trigo, ni cuero. Por el contrario exportan esos productos. No son una economía complementaria de las nuestra, son nuestros competidores (como han descubierto en nuestra época los productores de limones, por ejemplo). En un mundo dominado por los Estados Unidos, el modelo agroexportador argentino está muerto, y no hay mago ni alquimista que pueda revivirlo .

Evidentemente la solución pasaba por la industrialización, por agregarle valor a esas materias primas y exportarlas procesadas. De hecho hubo planteos al respecto en tiempos de los radicales, e incluso en la década infame, pero no se hicieron efectivos hasta la llegada del peronismo al poder, que cortó de cuajo el fenecido lazo con Inglaterra nacionalizando todas las empresas británicas de servicios públicos y desviando a través del IAPI y el control del comercio exterior los recursos generados por el sector primario hacia la industria y las ciudades. Este modelo de industrialización peronista tuvo muchas imperfecciones, pero se había identificado el problema y se trataba de corregirlo. El peronismo no representa, como dicen los liberales, la causa de todos los males argentinos, sino el primer intento serio de terminar con la decadencia del modelo oligárquico y construir una Argentina desarrollada.
El peronismo no fue el único que planteó estas cuestiones. El “desarrollismo” de Frondizi, con otro perfil y con sus propias imperfecciones iba por el mismo camino. Los radicales de los años ’60 no fueron defensores de un modelo de exportación primaria. Incluso muchos gobiernos militares de esos años no tenían un perfil plenamente antiindustrialista.
El golpe de 1976 da inicio a una etapa en la cual los poderes reales de la Argentina decidieron interrumpir los intentos de industrializar el país para pasar a un modelo de especulación financiera y exportación primaria, siguiendo el libreto del naciente neoliberalismo.
De allí en más estas políticas, que tuvieron su ícono en la figura del superministro José Alfredo Martínez de Hoz, han tenido continuadores claros en etapas civiles dominadas por signos políticos muy diversos: Juan Vital Sourrouille con el alfonsinismo, Domingo Felipe Cavallo con el peronismo menemista y el radicalismo aliancista, y hoy Alfonso Prat Gay, Federico Sturzenegger o Nicolás Dujovne con el proradicalismo de Cambiemos. Mismas políticas con muy diversas camisetas partidarias.
El problema es el mismo que existió durante todo el siglo XX. Los liberales de esta época aman a Estados Unidos (como los del siglo XIX amaban a Inglaterra). Pero a Estados Unidos no le interesan nuestros productos. La ideología y el corazón de los liberales los llevan a ligarse políticamente con los Estados Unidos, pero una Argentina pronorteamericana queda desde el aspecto económico no renga sino cuadriplégica. Les sucede que aquellos países con los que sería más simple una cooperación económica (como China), no les gustan, los desprecian. Los liberales del siglo XIX tuvieron la gran ventaja de que amaban a un país como Inglaterra con el que podían asociarse. A los liberales de esta época les pasa lo contrario: padecen de un amor no correspondido.
La decadencia argentina no empezó hace “70 años” como dice el Presidente Macri, empezó hace poco más de cien años. Lo que ellos llaman despectivamente “populismos” no han sido el problema, sino que fueron siempre intentos de encontrar  soluciones. Imperfectos, si, pero pasos en el camino correcto. Pasos que son desandados cada vez que la elite accede al poder y nos hace retroceder -“Cambiar Pasado por Futuro”, dijo en un rapto de sinceridad la actual gobernadora de la Provincia de Buenos Aires-.
La decadencia argentina tiene que ver con una elite que no comprende cuales son los problemas del país y que, para colmo de males, ha logrado arrastrar en estos últimos años a la mayoría de la clase media y a parte de los sectores mejor pagos de los trabajadores detrás de sus delirios decimonónicos.
Como le damos la espalda al pasado, ese pasado nos acosa. Esperemos que los argentinos aprendamos, de una vez por todas, a votar pensando en futuro pero teniendo en cuenta nuestras experiencias .

Por
Adrián Corbella
25 de octubre de 2018



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