Los argentinos que tienen ideas liberales o
neoliberales añoran los “Años Dorados”, aquellos míticos tiempos oligárquicos
en los que Argentina era “la séptima potencia del mundo”, según dicen… Hoy quizás
los saudíes podrían argumentar algo parecido, y conozco poca gente que ansía
emigrar a Arabia Saudita, gran exportador de petróleo gobernado por un régimen
que parece escapado del siglo XVII.
No es el objetivo de esta nota discutir las
virtudes (pocas) y defectos (muchos) de un modelo de exportación primaria, pero
si podemos señalar que tiene dos defectos fundamentales.
El primero es que genera poco trabajo -y
trabajo mal pago. Los peones rurales argentinos son los trabajadores peor
pagados de toda la economía-.
El segundo es que concentra los recursos en
una minoría, en una oligarquía, y a menos que el Estado capture una parte
importante de esa renta (vía retenciones o control del comercio exterior por
ejemplo) y la redistribuya, surgen sociedades con monumentales brechas sociales
entre ricos y pobres (como fue nuestro Régimen Oligárquico). Por eso es un
modelo que sirve a países de poca población; si hoy Argentina quiere adoptar un
modelo de ese tipo, de los 45 millones de habitantes “nos sobran” (sobramos) al
menos 30 millones.
Hechas estas salvedades, debemos señalar que a
fines del siglo XIX la oligarquía argentina organizó el país con el objetivo de
venderle materias primas a la potencia dominante de la época: Inglaterra. Si
bien el sistema tenía todas las imperfecciones que señalamos, “funcionaba” en
el sentido de que Argentina exportaba unos productos (carne, trigo, lana,
cuero) que Inglaterra quería comprar, y los británicos exportaban bienes y servicios (productos industriales, capitales, tecnología) que los argentinos necesitábamos.
Este sistema gozaba de otra excepcionalidad
irrepetible. En regímenes de gran concentración de riqueza un punto débil
siempre es el sistema político, cómo obtener y conservar el poder en una
sociedad plagada de pobres. La elite argentina lo resolvió con un esquema
electoral corrupto y fraudulento (que hoy algunos intentan reeditar
implementando el voto electrónico), no teniendo pruritos en emplear la violencia cuando lo consideraban necesario, y contando con una ventaja inestimable: la
mayoría de los trabajadores eran inmigrantes extranjeros que por serlo no votaban,
por lo que no contaban políticamente.
En 1910 la oligarquía argentina celebró con
gran fastuosidad el Centenario de la Revolución de Mayo y el triunfo de su modelo
económico-social. Casi nadie advirtió que estaban festejando el cumpleaños de
un cadáver, ya que ese modelo estaba en una crisis terminal.
Desde el punto de vista social, la situación
era insostenible, por los conflictos laborales permanentes que obligaron a
implementar medidas como el Estado de Sitio o la Ley de Residencia (expulsión de extranjeros que
participaran en protestas…en una época en que los trabajadores y sindicalistas
extranjeros eran mayoría). Estos conflictos se extendieron mucho más allá de la
etapa oligárquica. Basta con recordar conflictos muy cruentos como la “Semana
Trágica” o las huelgas patagónicas en tiempos de Yrigoyen.
En términos políticos, se estaba a dos años de
la promulgación de la Ley Sáenz
Peña que pondría fin al fraude oligárquico. Sin embargo esta ley no
solucionaría el problema, era sólo un paliativo que incorporó al sistema a la
clase media (que encuentra su representación en la Unión Cívica Radical, y en menor medida en el Partido Demócrata Progresista y el Partido Socialista) pero
siguió dejando afuera a los trabajadores (aún extranjeros) y a las mujeres.
Cabe señalar que la elite no logrará digerir el ingreso de la clase media a la
política, y recurrirá al golpe de 1930. Cuando el peronismo incorpore a los
trabajadores (los hijos argentinos de aquellos extranjeros) y a las mujeres, la
indigestión será aún peor. Aún les dura.
Pero la gran crisis de este modelo
agroexportador era económica, aunque no fuera evidente en 1910.
El cambio de hegemonía mundial es un proceso
lento. Hoy muchos dicen que China ya ha superado a EE.UU., pero las diferencias
son tan escasas y los errores en las mediciones tan trascendentes que es
difícil afirmarlo con seguridad. Cuando hay un cambio lento de la hegemonía
económica mundial, hay una etapa en la cual la vieja potencia dominante y la
nueva coexisten empatadas. Algo similar ocurrió a principios del siglo XX con
el ascenso de EE.UU.
En torno a 1900 los Estados Unidos desplazaron
al Imperio Británico del primer lugar mundial. Nadie se dio cuenta por esos
años. El proceso fue más claro tras la Primera Guerra Mundial
(1914-18), y se consolidó con la Segunda
Guerra (1939-45).
Para Argentina el ascenso de EE.UU: generaba
consecuencias muy concretas. Nuestra economía seguía atada a un poder mundial,
Gran Bretaña, que se estaba deslizando hacia abajo de manera imparable. Los
británicos fueron superados por los norteamericanos, por los alemanes, y
acosados por rusos y japoneses. Teníamos un lazo muy firme con una economía que
estaba feneciendo, que se deslizaba por una pendiente arrastrándonos detrás.
Si Alemania hubiera ganado la Primera Guerra Mundial,
seguramente hubiéramos cambiado de amo. Pero Estados Unidos no nos servía como
socio. Los biomas del gran poder del norte son semejantes a los nuestros, y por
ende sus producciones primarias son las mismas. Los norteamericanos no compran
ni carne, ni lana, ni trigo, ni cuero. Por el contrario exportan esos
productos. No son una economía complementaria de las nuestra, son nuestros
competidores (como han descubierto en nuestra época los productores de limones,
por ejemplo). En un mundo dominado por los Estados Unidos, el modelo
agroexportador argentino está muerto, y no hay mago ni alquimista que pueda
revivirlo .
Evidentemente la solución pasaba por la
industrialización, por agregarle valor a esas materias primas y exportarlas
procesadas. De hecho hubo planteos al respecto en tiempos de los radicales, e
incluso en la década infame, pero no se hicieron efectivos hasta la llegada del
peronismo al poder, que cortó de cuajo el fenecido lazo con Inglaterra
nacionalizando todas las empresas británicas de servicios públicos y desviando
a través del IAPI y el control del comercio exterior los recursos generados por
el sector primario hacia la industria y las ciudades. Este modelo de
industrialización peronista tuvo muchas imperfecciones, pero se había
identificado el problema y se trataba de corregirlo. El peronismo no
representa, como dicen los liberales, la causa de todos los males argentinos,
sino el primer intento serio de terminar con la decadencia del modelo
oligárquico y construir una Argentina desarrollada.
El peronismo no fue el único que planteó estas
cuestiones. El “desarrollismo” de Frondizi, con otro perfil y con sus propias
imperfecciones iba por el mismo camino. Los radicales de los años ’60 no fueron
defensores de un modelo de exportación primaria. Incluso muchos gobiernos
militares de esos años no tenían un perfil plenamente antiindustrialista.
El golpe de 1976 da inicio a una etapa en la
cual los poderes reales de la
Argentina decidieron interrumpir los intentos de
industrializar el país para pasar a un modelo de especulación financiera y
exportación primaria, siguiendo el libreto del naciente neoliberalismo.
De allí en más estas políticas, que tuvieron su
ícono en la figura del superministro José Alfredo Martínez de Hoz, han tenido
continuadores claros en etapas civiles dominadas por signos políticos muy diversos:
Juan Vital Sourrouille con el alfonsinismo, Domingo Felipe Cavallo con el
peronismo menemista y el radicalismo aliancista, y hoy Alfonso Prat Gay,
Federico Sturzenegger o Nicolás Dujovne con el proradicalismo de Cambiemos.
Mismas políticas con muy diversas camisetas partidarias.
El problema es el mismo que existió durante
todo el siglo XX. Los liberales de esta época aman a Estados Unidos (como los
del siglo XIX amaban a Inglaterra). Pero a Estados Unidos no le interesan
nuestros productos. La ideología y el corazón de los liberales los llevan a
ligarse políticamente con los Estados Unidos, pero una Argentina
pronorteamericana queda desde el aspecto económico no renga sino cuadriplégica.
Les sucede que aquellos países con los que sería más simple una cooperación económica
(como China), no les gustan, los desprecian. Los liberales del siglo XIX
tuvieron la gran ventaja de que amaban a un país como Inglaterra con el que
podían asociarse. A los liberales de esta época les pasa lo contrario: padecen
de un amor no correspondido.
La decadencia argentina no empezó hace “70
años” como dice el Presidente Macri, empezó hace poco más de cien años. Lo que ellos
llaman despectivamente “populismos” no han sido el problema, sino que fueron
siempre intentos de encontrar soluciones. Imperfectos, si, pero pasos en el
camino correcto. Pasos que son desandados cada vez que la elite accede al poder
y nos hace retroceder -“Cambiar Pasado por Futuro”, dijo en un rapto de
sinceridad la actual gobernadora de la Provincia de Buenos Aires-.
La decadencia argentina tiene que ver con una
elite que no comprende cuales son los problemas del país y que, para colmo de
males, ha logrado arrastrar en estos últimos años a la mayoría de la clase
media y a parte de los sectores mejor pagos de los trabajadores detrás de sus
delirios decimonónicos.
Como le damos la espalda al pasado, ese pasado
nos acosa. Esperemos que los argentinos aprendamos, de una vez por todas, a
votar pensando en futuro pero teniendo en cuenta nuestras experiencias .
Por
Adrián Corbella
25 de octubre de 2018
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