La imagen es responsabilidad exclusiva de "Mirando hacia adentro"
Por Alberto Dearriba
Periodista. Para Tiempo Argentino del 18 de septiembre de 2010
Cuando no hay argumento razonable que valga, es factible sospechar que detrás de ese rechazo visceral –muy extendido en esa clase media a la cual aludió Cristina Fernández en el Luna Park– campea el viejo prejuicio de mote simiesco.
Un viejo cuento que asigna a los catalanes un espíritu de contradicción inquebrantable narra la historia de un paisano del Nano que despertó en una isla desconocida luego de una feroz borrachera. “¿Quién es el jefe aquí?”, preguntó a los gritos con la voz todavía aguardentosa. “Soy yo”, respondió uno de los hombres que lo rodeaban. “Pues estoy en contra”, proclamó antes de enterarse cómo y porqué estaba allí.
Al oponerse al proyecto de regulación de la producción de papel prensa antes de conocerlo o al poner en duda que un gobierno tan afecto a preservar las libertades republicanas como el de la dictadura militar haya apretado a una familia para quitarle una empresa, la oposición se parece al catalán. Sólo falta que le crean ahora a Jorge Rafael Videla, quien se estiró en el juicio en Córdoba hasta admitir crueldad pero no sadismo.
Cuando añosos defensores de los Derechos Humanos ponen en tela de juicio a las víctimas en lugar de señalar a los victimarios, se parecen, además, a quienes advierten que la mujer violada usaba minifalda. ¿O será que si la víctima es claramente de izquierda merece ser defendida, pero si es peronista no? Más doloroso aún es escuchar las convocatorias al silencio de quienes adquirieron prestigio escribiendo sobre los turbulentos años setenta o dirigiendo publicaciones que denunciaron sin renunciar las tropelías de la dictadura. Pareciera que, como ellos ya lo dijeron todo, ahora hay que callarse la boca.
Está claro que las posiciones cristalizadas nublan la razón. La cerrazón obtura las discusiones cotidianas –en bares, fábricas o universidades– cuando algunos ciudadanos manifiestan su rechazo visceral al kirchnerismo por aspectos formales y nimios, sin atender siquiera los datos objetivos de la economía. Y cuando no hay argumento razonable que valga, es factible sospechar que detrás de ese rechazo visceral –muy extendido en esa clase media a la cual aludió Cristina Fernández en el Luna Park– campea el viejo prejuicio de mote simiesco. Ese odio que los “contreras” destilaron en las paredes cuando Evita agonizaba, aparece ahora, por ejemplo, en los editorialistas de los medios más concentrados, cuando se regocijan con la afección sufrida por el ex presidente Kirchner. Como no pueden derrotarlo porque las encuestas siguen en alza, desean que se muera. Como los militares de la llamada Revolución Libertadora que quisieron matar a Perón, creen que “muerto el perro, muerta la rabia”, sin advertir que Kirchner lidera hoy un modelo vinculado a profundas tradiciones nacionales y populares.
Existe, sin embargo, otro tipo de opositor que tiene que ver con aquellos a los cuales el kirchnermismo les robó el patito de goma. “El año que viene se termina la pesadilla”, proclamó Eduardo Duhalde esta semana frente al presidente de la UIA, Héctor Méndez; al de la Sociedad Rural, Hugo Biolcati; de la Cámara Argentina de Comercio, Carlos de la Vega y al de la Bolsa de Comercio, Adelmo Gabbi. El orador no soporta que le hayan birlado el posible retorno a la Rosada como presidente elegido por el pueblo, tal como lo especuló cuando apuró su retiro después de los asesinatos de los jóvenes piqueteros Kosteki y Santillán. Pero los empresarios son la más nítida expresión del prejuicio antiperonista. Están ganando dinero como nunca, pero siguen siendo contreras.
La cerrada oposición antikirchnerista rompió en el Congreso con algunas tradiciones parlamentarias, tales como respetar a la primera minoría en la distribución del poder interno. Un conglomerado que agrupó a bloques que van desde derecha a izquierda –al cual se bautizó Grupo A– se opone sistemáticamente a las acciones oficiales sin otro objetivo que esmerilar al gobierno. No pudieron ponerse de acuerdo en el nivel que deben tener las retenciones agropecuarias, ni en cómo financiar el 82% del salario mínimo que impulsan para las jubilaciones. Pero se juntan para quitarle poder al gobierno, desfinanciarlo y trabar su gestión.
El Grupo A ejerce un bloqueo parlamentario similar al que padeció Hipólito Yrigoyen durante su primer gobierno de parte de los conservadores. Sólo que aquellos eran conservadores declarados y estos, una entente variopinta que no coincidía desde la Unión Democrática que enfrentó a Perón en 1946. El “Peludo” tuvo tremendos dolores de cabeza cada vez que necesitó el aval presupuestario del Congreso, y la porfía terminó mal hace exactamente 80 años, con el golpe de Uriburu. Algo más cerca en la historia está la experiencia de Arturo Illía, al que los bloques de filiación peronista le rechazaron hace 45 años el Presupuesto Nacional de 1966, en lo que constituye uno de los antecedentes del golpe militar que entronizó a Juan Carlos Onganía. Con estos recuerdos, las distintas cámaras constituidas desde 1983, no dejaron de aprobar nunca un proyecto de presupuesto nacional. Los legisladores opositores permitían la aprobación en general y cuestionaban aspectos en particular o negociaban modificaciones en la distribución de las partidas.
Sin embargo, el conglomerado antikirchnerista amenaza con perpetrar un nuevo hito histórico mediante el rechazo del proyecto presupuestario para 2011. Sostienen que tiene cifras dibujadas. ¡Vaya descubrimiento! La técnica presupuestaria mundial es tan sutil como escondedora. Con todo, la llamada “ley de leyes” es una herramienta que le permite al gobierno planificar anualmente su actividad sobre la base de los gastos aproximados que piensa realizar y de los recursos que planea reunir.
Los presupuestos del kirchmnerismo no se parecen a los del menemismo, ni a los de la Alianza, inspirados en los dictados del FMI y el Consenso de Washington. Plantean un modelo de desarrollo con inclusión, mayor consumo y empleo. El de 2011 peretende ingresar en el octavo año de crecimiento ininterumpido.
En 2002 se destinaba, por ejemplo, 5% a pagar la deuda y 2% a la educación. La ecuación es ahora inversa: 2% para la deuda y 6% mínimo para la educación. En medio de la convulsión estudiantil, la presidenta acaba de recordar que su gobierno duplicó las partidas para las universidades y que el gasto educativo total ronda ahora el 6,47% del PBI. Los problemas de infraestructura en las escuelas porteñas no sólo devienen de una partida presupuestaria más mezquina que la de la Nación en términos relativos, sino de una subejecución que revela los problemas de gestión de Mauricio Macri para invertir en obras los recursos disponibles.
El jefe de gobierno porteño debería atender más ese flanco, si alguien le recordara que los maestros mantuvieron una carpa blanca frente al Congreso Nacional durante dos años del gobierno de Carlos Menem –1003 días– quien fue capaz de liquidar el petróleo, el gas, la aerolínea de bandera, el agua, el correo, la energía eléctrica y los teléfonos, pero no pudo con la escuela pública. Para la sociedad argentina, la educación estatal sigue teniendo un valor estratégico irrenunciable. La pérdida incesante de prestigio en el último medio siglo –desde el enfrentamiento de laica versus libre hasta la fecha– no ha logrado, empero, que los argentinos renuncien a ella. Tal vez sepan, o al menos intuyan, que la escuela pública ha sido históricamente una herramienta de equilibrio y homogeneidad social. La batalla por una Argentina justa no impone sólo una distribución más justa de los ingresos, sino también mayor equidad en el acceso al conocimiento.
Periodista. Para Tiempo Argentino del 18 de septiembre de 2010
Cuando no hay argumento razonable que valga, es factible sospechar que detrás de ese rechazo visceral –muy extendido en esa clase media a la cual aludió Cristina Fernández en el Luna Park– campea el viejo prejuicio de mote simiesco.
Un viejo cuento que asigna a los catalanes un espíritu de contradicción inquebrantable narra la historia de un paisano del Nano que despertó en una isla desconocida luego de una feroz borrachera. “¿Quién es el jefe aquí?”, preguntó a los gritos con la voz todavía aguardentosa. “Soy yo”, respondió uno de los hombres que lo rodeaban. “Pues estoy en contra”, proclamó antes de enterarse cómo y porqué estaba allí.
Al oponerse al proyecto de regulación de la producción de papel prensa antes de conocerlo o al poner en duda que un gobierno tan afecto a preservar las libertades republicanas como el de la dictadura militar haya apretado a una familia para quitarle una empresa, la oposición se parece al catalán. Sólo falta que le crean ahora a Jorge Rafael Videla, quien se estiró en el juicio en Córdoba hasta admitir crueldad pero no sadismo.
Cuando añosos defensores de los Derechos Humanos ponen en tela de juicio a las víctimas en lugar de señalar a los victimarios, se parecen, además, a quienes advierten que la mujer violada usaba minifalda. ¿O será que si la víctima es claramente de izquierda merece ser defendida, pero si es peronista no? Más doloroso aún es escuchar las convocatorias al silencio de quienes adquirieron prestigio escribiendo sobre los turbulentos años setenta o dirigiendo publicaciones que denunciaron sin renunciar las tropelías de la dictadura. Pareciera que, como ellos ya lo dijeron todo, ahora hay que callarse la boca.
Está claro que las posiciones cristalizadas nublan la razón. La cerrazón obtura las discusiones cotidianas –en bares, fábricas o universidades– cuando algunos ciudadanos manifiestan su rechazo visceral al kirchnerismo por aspectos formales y nimios, sin atender siquiera los datos objetivos de la economía. Y cuando no hay argumento razonable que valga, es factible sospechar que detrás de ese rechazo visceral –muy extendido en esa clase media a la cual aludió Cristina Fernández en el Luna Park– campea el viejo prejuicio de mote simiesco. Ese odio que los “contreras” destilaron en las paredes cuando Evita agonizaba, aparece ahora, por ejemplo, en los editorialistas de los medios más concentrados, cuando se regocijan con la afección sufrida por el ex presidente Kirchner. Como no pueden derrotarlo porque las encuestas siguen en alza, desean que se muera. Como los militares de la llamada Revolución Libertadora que quisieron matar a Perón, creen que “muerto el perro, muerta la rabia”, sin advertir que Kirchner lidera hoy un modelo vinculado a profundas tradiciones nacionales y populares.
Existe, sin embargo, otro tipo de opositor que tiene que ver con aquellos a los cuales el kirchnermismo les robó el patito de goma. “El año que viene se termina la pesadilla”, proclamó Eduardo Duhalde esta semana frente al presidente de la UIA, Héctor Méndez; al de la Sociedad Rural, Hugo Biolcati; de la Cámara Argentina de Comercio, Carlos de la Vega y al de la Bolsa de Comercio, Adelmo Gabbi. El orador no soporta que le hayan birlado el posible retorno a la Rosada como presidente elegido por el pueblo, tal como lo especuló cuando apuró su retiro después de los asesinatos de los jóvenes piqueteros Kosteki y Santillán. Pero los empresarios son la más nítida expresión del prejuicio antiperonista. Están ganando dinero como nunca, pero siguen siendo contreras.
La cerrada oposición antikirchnerista rompió en el Congreso con algunas tradiciones parlamentarias, tales como respetar a la primera minoría en la distribución del poder interno. Un conglomerado que agrupó a bloques que van desde derecha a izquierda –al cual se bautizó Grupo A– se opone sistemáticamente a las acciones oficiales sin otro objetivo que esmerilar al gobierno. No pudieron ponerse de acuerdo en el nivel que deben tener las retenciones agropecuarias, ni en cómo financiar el 82% del salario mínimo que impulsan para las jubilaciones. Pero se juntan para quitarle poder al gobierno, desfinanciarlo y trabar su gestión.
El Grupo A ejerce un bloqueo parlamentario similar al que padeció Hipólito Yrigoyen durante su primer gobierno de parte de los conservadores. Sólo que aquellos eran conservadores declarados y estos, una entente variopinta que no coincidía desde la Unión Democrática que enfrentó a Perón en 1946. El “Peludo” tuvo tremendos dolores de cabeza cada vez que necesitó el aval presupuestario del Congreso, y la porfía terminó mal hace exactamente 80 años, con el golpe de Uriburu. Algo más cerca en la historia está la experiencia de Arturo Illía, al que los bloques de filiación peronista le rechazaron hace 45 años el Presupuesto Nacional de 1966, en lo que constituye uno de los antecedentes del golpe militar que entronizó a Juan Carlos Onganía. Con estos recuerdos, las distintas cámaras constituidas desde 1983, no dejaron de aprobar nunca un proyecto de presupuesto nacional. Los legisladores opositores permitían la aprobación en general y cuestionaban aspectos en particular o negociaban modificaciones en la distribución de las partidas.
Sin embargo, el conglomerado antikirchnerista amenaza con perpetrar un nuevo hito histórico mediante el rechazo del proyecto presupuestario para 2011. Sostienen que tiene cifras dibujadas. ¡Vaya descubrimiento! La técnica presupuestaria mundial es tan sutil como escondedora. Con todo, la llamada “ley de leyes” es una herramienta que le permite al gobierno planificar anualmente su actividad sobre la base de los gastos aproximados que piensa realizar y de los recursos que planea reunir.
Los presupuestos del kirchmnerismo no se parecen a los del menemismo, ni a los de la Alianza, inspirados en los dictados del FMI y el Consenso de Washington. Plantean un modelo de desarrollo con inclusión, mayor consumo y empleo. El de 2011 peretende ingresar en el octavo año de crecimiento ininterumpido.
En 2002 se destinaba, por ejemplo, 5% a pagar la deuda y 2% a la educación. La ecuación es ahora inversa: 2% para la deuda y 6% mínimo para la educación. En medio de la convulsión estudiantil, la presidenta acaba de recordar que su gobierno duplicó las partidas para las universidades y que el gasto educativo total ronda ahora el 6,47% del PBI. Los problemas de infraestructura en las escuelas porteñas no sólo devienen de una partida presupuestaria más mezquina que la de la Nación en términos relativos, sino de una subejecución que revela los problemas de gestión de Mauricio Macri para invertir en obras los recursos disponibles.
El jefe de gobierno porteño debería atender más ese flanco, si alguien le recordara que los maestros mantuvieron una carpa blanca frente al Congreso Nacional durante dos años del gobierno de Carlos Menem –1003 días– quien fue capaz de liquidar el petróleo, el gas, la aerolínea de bandera, el agua, el correo, la energía eléctrica y los teléfonos, pero no pudo con la escuela pública. Para la sociedad argentina, la educación estatal sigue teniendo un valor estratégico irrenunciable. La pérdida incesante de prestigio en el último medio siglo –desde el enfrentamiento de laica versus libre hasta la fecha– no ha logrado, empero, que los argentinos renuncien a ella. Tal vez sepan, o al menos intuyan, que la escuela pública ha sido históricamente una herramienta de equilibrio y homogeneidad social. La batalla por una Argentina justa no impone sólo una distribución más justa de los ingresos, sino también mayor equidad en el acceso al conocimiento.
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