Hubo un cambio de paradigma que rompió con la lógica de los ajustes sin fin, que privilegiaban la disminución del déficit fiscal sobre las necesidades de los jubilados y el poder adquisitivo de los trabajadores.
Las inestables clases medias en la Argentina sufrieron en los últimos 65 años un particular periplo de avances significativos y retrocesos profundos. Una inédita transformación social y económica que generó a mediados de los años cuarenta, la irrupción del peronismo, con una particularísima movilidad social ascendente, sostenida a pesar del golpe del ’55 en una curva creciente que fue paulatinamente estancándose hasta finales de los ’60 y un abrupto cambio, con las primeras andanadas del ajustazo de Celestino Rodrigo, como versión anticipada de lo que más tarde se plasmaría con los planes económicos de la dictadura cívico-militar de marzo de 1976, que implementó una profunda restructuración y un cataclismo en términos sociales y económicos. Fue necesario para esos fines la instalación del Terrorismo de Estado, la desaparición forzada de personas, la tortura, el asesinato, el ocultamiento de cuerpos y la apropiación de niños como forma de implementar el exterminio planificado hacia todo opositor político considerado peligroso para el plan económico, político y social instaurado.Ese duro aprendizaje social (de quienes en busca de la ansiada “seguridad” delegaron en el poder militar sus derechos de gobernarse por medio de representantes constitucionales) fue resultado de la naturalización del “por algo será” y la indiferencia frente a la militarización de la vida cotidiana. En síntesis, el “no te metás” como dispositivo de sometimiento y el “hacé la tuya” como eslogan de época. Este proyecto de país –que supuestamente priorizaba la “inserción de nuestra Nación en la economía globalizada”–, fue pensado para tan sólo 10 millones de argentinos. Introdujo una lógica financiera perversa que construyó prácticas sociales dependientes de la cotización del dólar y el desprecio al desarrollo industrial y tecnológico, con el espejismo del consumo de todo lo que no se fabricaba en el país. El famoso “deme dos” como tic de los incluidos, y la timba financiera anteponiéndose a cualquier respuesta colectiva. Una enfermedad social cuya recaída volvimos a sufrir en la década de 1990 con el Plan de Convertibilidad. Hasta que la ficción de esa Argentina kindergarden se derrumbó con la debacle financiera de diciembre de 2001. Este nuevo ciclo dio nacimiento a una suerte de polarización social que consolidó, por un lado, a una franja de profesionales de alto rango, empresarios importadores y financistas que constituyeron una nueva élite ligada a empresas a escala global, y por el otro, una masa de desocupados que emergieron, ante la destrucción del aparato productivo en cuentapropistas, contratados o en su defecto supernumerarios que oscilaron en una existencia intermitente entre el trabajo precario y la desocupación temporal. Sumados a ellos, los excluídos estructurales, que fueron el síntoma más patético de la perversión social y económica del experimento neoliberal aplicado en todo el subcontinente. El hecho traumático a escala de masas, de la movilidad social descendente, ha dejado marcas en el cuerpo social por generaciones. El caso argentino, y la crisis del experimento neoliberal y su colapso de diciembre del 2001, abrió un acontecimiento paradojal: por una parte un peligroso descreimiento generalizado de la ciudadanía hacia las instituciones y del rol de la política, pero al mismo tiempo generó un nuevo período donde la incertidumbre existencial dio lugar a alternativas impensadas en el mundo desarrollado. La crisis abrupta y la confiscación de los ahorros atentó contra los valores más internalizados del derecho de propiedad. Este hecho poco común en el sistema de dominación capitalista avanzado alteró las certezas del ciudadano medio y rompió con una típica lógica del sentido de la inalterabilidad sistémica, del patrón mismo de la forma de vida atravesada por la certeza del progreso social y económico.Las jornadas previas eran días de bronca e impotencia, sólo se hablaba del déficit cero y del riesgo país. Mientras tanto, el futuro de todos se decidía en cada viaje que el superminstro Domingo Cavallo realizaba a Washington o Nueva York. La devualuación social, como efecto colateral de la convertibilidad, nos sumergía en un uno a uno perpetuo de atomización social y depresión. El 19 de dicembre de 2001, millones vieron, a través de las pantallas de la realidad televisiva, decenas de saqueos a supermercados en el Gran Buenos Aires. El clima de terror y la paranoia se instaló en los medios, todo se encaminaba al discurso legitimador del Estado de Sitio. Pero el sonido atronador de las cacerolas inundó la geografía de los barrios y dio lugar a lo imprevisible. Algo del orden de lo impensado convirtió a miles de hartazgos individuales en multitud y potencia colectiva. Primero fue la batucada en los balcones, después la exteriorización en las veredas. No se sabe cómo los ciudadanos dejaron aparcadas sus rutinas de espectadores resignados y se lanzaron a caminar las avenidas. La crisis política no daba respiro y se sucedían los presidentes. De un fin de año cacerolero se pasó a un enero prolífero en asambleas barriales. En paralelo, el verano transcurría con devaluación y escraches a bancos, que quedaban en manos de ahorristas acorralados. La gente de los barrios capitalinos y del Gran Buenos Aires –que había salido de la siesta neoliberal cargada de inercia y pasividad– intentó experimentar para paliar la crisis, transformando su incertidumbre en decenas de emprendimientos productivos, espacios culturales, comedores comunitarios, apoyo escolar, gestando débiles embriones de economía solidaria y comercio justo. Se realizaron charlas, acciones y debates que fueron tejiendo una red social que gestó prácticas solidarias, oponiéndose a la exclusiva lógica de la ganancia, del ideario neoliberal. Pero a pesar de ese corrimiento de importantes sectores, la mayoría silenciosa recibía de los medios un relato segmentado de los acontecimientos y el germen de la xenofobia prendió en el intento de la criminilización de los conflictos como discurso hegemónico. Y así se fue desvaneciendo el eje “piquetes, cacerolas, la lucha es una sola”, que expresaba el maravilloso pero precario vínculo entre los sectores medios y los excluídos. Los periódicos ponderaron el peligro de la implosión social como eje de la agenda política. Y la tendencia de la “gente decente” hacia los piqueteros fue de un creciente rechazo. Cuando la exacerbación social fue tomando forma llegó el hecho premeditado que terminó convirtiéndose en el búmeran del gobierno de Duhalde. El asesinato en Avellaneda de Kosteki y Santillán hizo que las filmaciones ocultas y las fotografías que mostraron la secuencia de los asesinatos, a punto de ser censuradas, iniciaran la cuenta regresiva de un gobierno que se encaminaba hacia la restauración del orden a través de la mano dura. Pero las imagenes que dieron vuelta al mundo abortaron la estrategia de violencia de los sectores del privilegio y Duhalde debío adelantar las elecciones.Así fue como en el otoño de 2003, los ecos de la insubordinación de masas del 19 y 20 de diciembre de 2001 hizo posible que un gobierno que asumió con tan sólo el 23% de los votos, incursionara en territorios impensados antes de la crisis de 2001. Y se pudo dar por tierra con la infamia del Punto Final y la Obediencia Debida. En lo económico se avanzó en un proyecto que priorizó la producción y la creación de empleo. Este cambio de paradigma rompió con la lógica de los ajustes sin fin, que privilegiaban la disminución del déficit fiscal sobre las necesidades de los jubilados y el poder adquisitivo de los trabajadores, entrando en la historia como el primer gobierno de la democracia que fue capaz de voltear la Ley de Medios de la dictadura y confrontó por la democratización de la producción y distribución del papel de diario como pilar básico para garantizar la libertad de expresión.Articulando una política exterior con el resto de los gobiernos de Latinoamérica se consolidó la Unasur como alianza estratégica. Pero esta impronta inédita en décadas se ve limitada por un sinfín de obstáculos surgidos en significativos sectores del establishment, las corporaciones mediáticas y una base de sectores medios, atravesados por la cultura heredera, después de 27 años de democracia tutelada, nacida en el pacto de continuidad sin ruptura, del moderado minué postdictatorial gestado por los partidos mayoritarios en los inicios de la institucionalidad democrática. Los días que corren y los que se avecinan definirán si es posible articular las necesidades impostergables de los excluidos de siempre y las de las capas medias marcadamente divididas por dos conceptos que un futuro de emancipación deberá articular con la igualdad y la libertad. Esperemos, por bien de todos los que viven de su trabajo, que la igualdad no sea un concepto vacío de contenido y la libertad no se constituya en el derecho exclusivo de los dueños del dinero.
Las inestables clases medias en la Argentina sufrieron en los últimos 65 años un particular periplo de avances significativos y retrocesos profundos. Una inédita transformación social y económica que generó a mediados de los años cuarenta, la irrupción del peronismo, con una particularísima movilidad social ascendente, sostenida a pesar del golpe del ’55 en una curva creciente que fue paulatinamente estancándose hasta finales de los ’60 y un abrupto cambio, con las primeras andanadas del ajustazo de Celestino Rodrigo, como versión anticipada de lo que más tarde se plasmaría con los planes económicos de la dictadura cívico-militar de marzo de 1976, que implementó una profunda restructuración y un cataclismo en términos sociales y económicos. Fue necesario para esos fines la instalación del Terrorismo de Estado, la desaparición forzada de personas, la tortura, el asesinato, el ocultamiento de cuerpos y la apropiación de niños como forma de implementar el exterminio planificado hacia todo opositor político considerado peligroso para el plan económico, político y social instaurado.Ese duro aprendizaje social (de quienes en busca de la ansiada “seguridad” delegaron en el poder militar sus derechos de gobernarse por medio de representantes constitucionales) fue resultado de la naturalización del “por algo será” y la indiferencia frente a la militarización de la vida cotidiana. En síntesis, el “no te metás” como dispositivo de sometimiento y el “hacé la tuya” como eslogan de época. Este proyecto de país –que supuestamente priorizaba la “inserción de nuestra Nación en la economía globalizada”–, fue pensado para tan sólo 10 millones de argentinos. Introdujo una lógica financiera perversa que construyó prácticas sociales dependientes de la cotización del dólar y el desprecio al desarrollo industrial y tecnológico, con el espejismo del consumo de todo lo que no se fabricaba en el país. El famoso “deme dos” como tic de los incluidos, y la timba financiera anteponiéndose a cualquier respuesta colectiva. Una enfermedad social cuya recaída volvimos a sufrir en la década de 1990 con el Plan de Convertibilidad. Hasta que la ficción de esa Argentina kindergarden se derrumbó con la debacle financiera de diciembre de 2001. Este nuevo ciclo dio nacimiento a una suerte de polarización social que consolidó, por un lado, a una franja de profesionales de alto rango, empresarios importadores y financistas que constituyeron una nueva élite ligada a empresas a escala global, y por el otro, una masa de desocupados que emergieron, ante la destrucción del aparato productivo en cuentapropistas, contratados o en su defecto supernumerarios que oscilaron en una existencia intermitente entre el trabajo precario y la desocupación temporal. Sumados a ellos, los excluídos estructurales, que fueron el síntoma más patético de la perversión social y económica del experimento neoliberal aplicado en todo el subcontinente. El hecho traumático a escala de masas, de la movilidad social descendente, ha dejado marcas en el cuerpo social por generaciones. El caso argentino, y la crisis del experimento neoliberal y su colapso de diciembre del 2001, abrió un acontecimiento paradojal: por una parte un peligroso descreimiento generalizado de la ciudadanía hacia las instituciones y del rol de la política, pero al mismo tiempo generó un nuevo período donde la incertidumbre existencial dio lugar a alternativas impensadas en el mundo desarrollado. La crisis abrupta y la confiscación de los ahorros atentó contra los valores más internalizados del derecho de propiedad. Este hecho poco común en el sistema de dominación capitalista avanzado alteró las certezas del ciudadano medio y rompió con una típica lógica del sentido de la inalterabilidad sistémica, del patrón mismo de la forma de vida atravesada por la certeza del progreso social y económico.Las jornadas previas eran días de bronca e impotencia, sólo se hablaba del déficit cero y del riesgo país. Mientras tanto, el futuro de todos se decidía en cada viaje que el superminstro Domingo Cavallo realizaba a Washington o Nueva York. La devualuación social, como efecto colateral de la convertibilidad, nos sumergía en un uno a uno perpetuo de atomización social y depresión. El 19 de dicembre de 2001, millones vieron, a través de las pantallas de la realidad televisiva, decenas de saqueos a supermercados en el Gran Buenos Aires. El clima de terror y la paranoia se instaló en los medios, todo se encaminaba al discurso legitimador del Estado de Sitio. Pero el sonido atronador de las cacerolas inundó la geografía de los barrios y dio lugar a lo imprevisible. Algo del orden de lo impensado convirtió a miles de hartazgos individuales en multitud y potencia colectiva. Primero fue la batucada en los balcones, después la exteriorización en las veredas. No se sabe cómo los ciudadanos dejaron aparcadas sus rutinas de espectadores resignados y se lanzaron a caminar las avenidas. La crisis política no daba respiro y se sucedían los presidentes. De un fin de año cacerolero se pasó a un enero prolífero en asambleas barriales. En paralelo, el verano transcurría con devaluación y escraches a bancos, que quedaban en manos de ahorristas acorralados. La gente de los barrios capitalinos y del Gran Buenos Aires –que había salido de la siesta neoliberal cargada de inercia y pasividad– intentó experimentar para paliar la crisis, transformando su incertidumbre en decenas de emprendimientos productivos, espacios culturales, comedores comunitarios, apoyo escolar, gestando débiles embriones de economía solidaria y comercio justo. Se realizaron charlas, acciones y debates que fueron tejiendo una red social que gestó prácticas solidarias, oponiéndose a la exclusiva lógica de la ganancia, del ideario neoliberal. Pero a pesar de ese corrimiento de importantes sectores, la mayoría silenciosa recibía de los medios un relato segmentado de los acontecimientos y el germen de la xenofobia prendió en el intento de la criminilización de los conflictos como discurso hegemónico. Y así se fue desvaneciendo el eje “piquetes, cacerolas, la lucha es una sola”, que expresaba el maravilloso pero precario vínculo entre los sectores medios y los excluídos. Los periódicos ponderaron el peligro de la implosión social como eje de la agenda política. Y la tendencia de la “gente decente” hacia los piqueteros fue de un creciente rechazo. Cuando la exacerbación social fue tomando forma llegó el hecho premeditado que terminó convirtiéndose en el búmeran del gobierno de Duhalde. El asesinato en Avellaneda de Kosteki y Santillán hizo que las filmaciones ocultas y las fotografías que mostraron la secuencia de los asesinatos, a punto de ser censuradas, iniciaran la cuenta regresiva de un gobierno que se encaminaba hacia la restauración del orden a través de la mano dura. Pero las imagenes que dieron vuelta al mundo abortaron la estrategia de violencia de los sectores del privilegio y Duhalde debío adelantar las elecciones.Así fue como en el otoño de 2003, los ecos de la insubordinación de masas del 19 y 20 de diciembre de 2001 hizo posible que un gobierno que asumió con tan sólo el 23% de los votos, incursionara en territorios impensados antes de la crisis de 2001. Y se pudo dar por tierra con la infamia del Punto Final y la Obediencia Debida. En lo económico se avanzó en un proyecto que priorizó la producción y la creación de empleo. Este cambio de paradigma rompió con la lógica de los ajustes sin fin, que privilegiaban la disminución del déficit fiscal sobre las necesidades de los jubilados y el poder adquisitivo de los trabajadores, entrando en la historia como el primer gobierno de la democracia que fue capaz de voltear la Ley de Medios de la dictadura y confrontó por la democratización de la producción y distribución del papel de diario como pilar básico para garantizar la libertad de expresión.Articulando una política exterior con el resto de los gobiernos de Latinoamérica se consolidó la Unasur como alianza estratégica. Pero esta impronta inédita en décadas se ve limitada por un sinfín de obstáculos surgidos en significativos sectores del establishment, las corporaciones mediáticas y una base de sectores medios, atravesados por la cultura heredera, después de 27 años de democracia tutelada, nacida en el pacto de continuidad sin ruptura, del moderado minué postdictatorial gestado por los partidos mayoritarios en los inicios de la institucionalidad democrática. Los días que corren y los que se avecinan definirán si es posible articular las necesidades impostergables de los excluidos de siempre y las de las capas medias marcadamente divididas por dos conceptos que un futuro de emancipación deberá articular con la igualdad y la libertad. Esperemos, por bien de todos los que viven de su trabajo, que la igualdad no sea un concepto vacío de contenido y la libertad no se constituya en el derecho exclusivo de los dueños del dinero.
Publicado en el diario “Tiempo Argentino” del 26-09-2010, pag.25. Año 1, nº 134.
Publicado en forma digital en :
http://tiempo.elargentino.com/notas/herencia-de-movilidad-social
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