Por Mario Wainfeld
“Nunca odies a tu enemigo”, aconsejaba Al Pacino, haciendo el papel de Michael Corleone en El Padrino III, a su ahijado y potencial sucesor Andy García. Estaba malherido y necesitaba barrer a los otros capos: no lo convocaba a la piedad ni a poner la otra mejilla. Le daba un consejo táctico: el odio enceguece, conspira contra la eficacia. No odies, si querés vencer.
Si eso ocurría entre mafiosos en guerra, sin límites en los medios a utilizar, el consejo vale doblemente para la competencia democrática, encuadrada en reglas y limitaciones en la lucha.
El odio ha sido mencionado muchas veces desde que Néstor Kirchner se internó de apuro el sábado a la noche. Es un caso flagrante de proyección: sus adversarios, políticos y mediáticos, viven inmersos en el odio pero lo colocan en la mochila del ex presidente y actual diputado. Proliferan “médicos descalzos” entre diputados, senadores y formadores de opinión: todos pueden diagnosticar la causa psicosomática del problema cardiovascular de Kirchner. Es el odio que circula por sus venas. Se ignora, hasta nueva orden, si extienden el perspicaz dictamen a todas las personas que padecen afecciones semejantes. Tampoco se sabe, y esta nota evitará la tentación de citarlos, cuántos integrantes del Grupo A (de su conducción corporativa o de sus seguidores políticos, diputados o senadores) sufren problemas semejantes o enfermedades más graves. Y, si en su caso, también la monocausa es el odio.
Cuando Kirchner fue operado de una obstrucción en la carótida fueron los lectores de la edición on line de La Nación quienes dieron rienda suelta a su salvajismo e intolerancia. Esta vez el diario los veló púdicamente y confió la tarea a sus columnistas. Estos no se privaron de nada, deslizándose entre surtidos tópicos de la derecha. No del centroderecha democrático, esa simpática quimera difícil de hallar en la Argentina, sino de la derecha más rancia. Las conexiones entre biología y política, tan caras al pensamiento nazi. La mención acerca de la “debilidad” de una persona que es operada o que tiene alguna enfermedad. Un cronista que admiró el espíritu espartano de los dictadores y los represores años ha, ahora parece soñar con el Monte Taigeto desde donde se arrojaba a los deformes, a los enfermos, a los débiles, al fin.
“Viva el cáncer”, escribieron los gorilas. “Viva la muerte”, apostrofó un recio franquista. Sus dicterios fueron parafraseados, sin recato ni sensibilidad.
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La dirigencia opositora tampoco guardó estilo. Lejos quedó aquel 2008 en que se arrogaban el monopolio de la calma, del afán de diálogo y de la búsqueda de consensos. En ocasiones como éstas, viene bien un poco de buenos modales, de protocolo o hasta de hipocresía si usted es escéptico. El cronista no duda de que en sus “bases” hay algunos energúmenos que desean lo peor para quienes no piensan como ellos. Pero sería estimable que los dirigentes trataran de subir ese piso, no comulgar con las peores pulsiones de sus representados, predicar con el ejemplo. Cuando hay elecciones es un tópico reclamar al vencido que felicite al vencedor, el cronista cree como tantos que eso es edificante, deseable. Una señal a los ciudadanos de templanza, de admisión de los límites de la contienda, de un piso de respeto. ¿Qué decir cuando de la vida se trata?
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El odio induce a errores o a desmesuras, en política suele emparentarse con la impotencia. Quienes especulan con la finitud de Kirchner dieron por muerto varias veces al kirchnerismo. Sus profecías fallaron, hasta ahora: su impaciencia crece. El kirchnerismo no es un pato rengo desde el “voto no positivo” de 2008 ni desde la derrota electoral de 2009. El Grupo A no lo pasó por arriba en el Congreso. En el último año, salvo el diputado Ricardo Alfonsín, los principales presidenciables opositores han perdido terreno por razones variadas, con el factor común de su inoperancia para interpelar a la sociedad, plantear un proyecto alternativo o trascender las internas en su propia facción o con los compañeros de ruta.
Es temerario hacer vaticinios sobre las elecciones de 2011, pero sí es comprobable que el kirchnerismo creció tras su fracaso en las urnas, produjo medidas de enorme significación, repechó la crisis mundial con el menor costo interno que se recuerde. No se dispersó en el Congreso, no todos los peronistas buscaron otro destino o se le abalanzaron “porque olían sangre”. Lo que no habla de su bondad sino de la inexistencia o (mejor) de la levedad de esa sangría.
Nada le asegura al oficialismo la victoria del año próximo aunque sí es verosímil que mantendrá la gobernabilidad, la firmeza en el ejercicio del poder político. El escenario electoral es abierto, muy abierto. Eso sí: más arduo de predecir que hace un año. He ahí un acicate a la furia, al descontrol verbal, a derrapes, a la falta de sensibilidad humana. Y, lo que es más relevante en términos pragmáticos, a la propensión al error.
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Si Kirchner es acusado de haberse envenenado con su propia pócima también lo será por su imprudencia en haber acudido a un acto ayer. Seguramente primó en su espíritu un ánimo inmediatista que preside la política doméstica: demostrar “ya” mismo que está entero. En realidad, la cuestión será motivo de polémica y, seguramente, de actos de barbarie opositora. Dos países vecinos muestran ejemplos distintos de abordaje: en Brasil la oposición no hizo caballito de batalla con la enfermedad de la candidata del PT Dilma Rousseff, mientras que en Paraguay todos dieron por terminado al presidente Fernando Lugo. Son dos referencias diferentes, la Argentina en estas horas se pareció a la peor.
El acto de ayer en el Luna Park muestra una faceta del kirchnerismo que saca de quicio a sus adversarios: tiene organización política y una capacidad de movilización superior a la de cualquiera de sus alternativas. También lleva la punta en apoyos de intelectuales, artistas, músicos, trabajadores de la cultura, de sindicatos y de movimientos sociales. Intérpretes enardecidos ven plata circulando donde hay acompañamiento social, conjunción de valores e intereses.
El odio opositor, quién sabe, es efecto de esas circunstancias inesperadas, no deseadas, hasta negadas. Como la dialéctica aún existe, también es la causa de sus desvaríos y torpezas, que cooperan involuntariamente con el oficialismo.
Apena escribir sobre cuestiones tan primarias, en una sociedad que lleva 27 años ininterrumpidos de democracia y afronta debates de sofisticación y calidad inéditos. Los protagonistas lo imponen, desnudando su ambición y su falta de sensibilidad.
De momento, quienes dieron por difunto al kirchnerismo no consiguen derrotarlo. Y quienes se ofendieron cuando los tildaron de “destituyentes” se dedicaron, de viva voz, a desearle la muerte al adversario democrático.
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