"De cabeza grande, de facciones chatas, ganchuda la nariz, saliente el labio inferior, en la expresión aviesa de sus ojos chicos y sumidos, una capacidad de buitre se acusaba. Lleva un traje raído de pana gris, un sombrero redondo de alas anchas, un aro de oro en la oreja, la doblesuela claveteada de sus zapatos marcaba el ritmo de su andar pesado y trabajoso sobre las piedras desiguales de la calle. De vez en cuando, lentamente, paseaba la mirada en torno suyo, daba un golpe -uno solo- al llamador de una puerta, y , encorvado bajo el peso de la carga que soportaban sus hombros : 'tachero' ... gritaba con voz gangosa: '¿Componi calderi, tachi, signora?'. Un momento, alargando el cuello, hundía la vista en el zaguán. Continuaba su camino entre ruidos de latón y fierro viejo. Había en su paso una resignación de buey." (1).
Esta florida sucesión de epítetos racistas y discriminatorios son el comienzo de la novela corta “En la Sangre”, escrita por el político e intelectual bonaerense Eugenio Cambaceres en 1887.
“En la Sangre” representa una de las más acabadas muestras de la xenofobia argentina, ya que lo peor de la obra no es este fuerte párrafo sino lo que sigue. Porque este curioso subhumano genovés que nos pinta Cambaceres, y que representa a todos y cada uno de esos europeos pobres que arribaron a la Argentina por esos años, tiene un hijo, que estudia, logra un título universitario, y parece un ser humano. El hijo del genovés, el hijo “dotor”, se casa con una heredera de buena familia, la engaña, la arruina y la deja destruida. Es decir : el hijo de este inmigrante “untermenschen” (2) parece humano, pero no lo es, porque lleva “en la sangre” la bestialidad de origen, que no es redimible ni por la educación, ni por el progreso social, ni por el paso del tiempo. Difícil encontrar algo más racista en la literatura de cualquier época o país.
Lamentablemente, este tipo de actitudes son más viejas que el mundo. Desde tiempos inmemoriales la gente se ha trasladado desde áreas rurales o semirurales hacia ciudades o grandes ciudades, buscando mejores condiciones de vida, mayores opciones laborales y una mejor educación.
Y siempre ha sucedido lo mismo : la gente de la ciudad ve a estos campesinos pobres como gente “fea, sucia y bruta”. Poco importa la nacionalidad de unos u otros. A veces son los propios migrantes internos de un país los que reciben estos calificativos. Otras son extranjeros, pero da igual que sean irlandeses en la Nueva York del siglo XIX o portorriqueños en la Nueva York del siglo XXI ; italianos en la Buenos Aires de 1890 o bolivianos en la Buenos Aires de 2010.
El aspecto físico de las personas cambia : unos son más rubios y otros más morochos, unos de una religión y otros de otra, pero la percepción social del hombre urbano respecto al migrante pobre de origen rural es siempre la misma.
Y las conductas de estos inmigrantes también son idénticas, sean aquellos italianos del siglo XIX o éstos bolivianos del XXI : ocupan los puestos de trabajo que los demás no quieren, como la construcción y el servicio doméstico ; cuando progresan ponen pequeños comercios, generalmente verdulerías, porque requieren de poco capital ; algunos progresan más y logran una posición social más sólida. Entonces establecen comercios más importantes, estudian y logran un ascenso social.
Incluso el tipo de viviendas no es demasiado distinto : los inmigrantes del siglo XIX se apiñaban en conventillos no muy distintos de los inquilinatos o casas tomadas de la zonas cercanas al centro.
La Boca fue el barrio pobre italiano por excelencia. Y fue un barrio construido con chapas y pinturas multicolores que “sobraban” (permítaseme el eufemismo) en el ferrocarril o en el puerto.
¿Piensan que sería muy distinta La Boca del 1900 de lo que hoy puede ser una Villa?
Lo que resulta paradójico es que, en un país en el que todos tenemos un migrante (interno, externo o ambas cosas) en el árbol genealógico, los nietos, bisnietos o tataranietos de esos “untermenschen” genoveses (o españoles, o polacos, o judíos, o irlandeses, o árabes) discriminen hoy a los nuevos inmigrantes que no son muy distintos a como eran sus abuelos o tatarabuelos.
Juan Bautista Alberdi escribió alguna vez “gobernar es poblar”. Y por eso incluyeron en el preámbulo la frase “Para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”.
Aunque, la verdad sea dicha, él pensaba en pobladores lo más rubios posibles, y por eso interesaba tanto la libertad de culto y el laicismo en la educación. La mayoría de los rubios de Europa no eran católicos. Pero lo que les llegó no fue eso, sino ese conjunto “feo y bruto” de genoveses, gallegos, polacos, árabes, judíos, rusos, armenios, croatas, eslovenos, portugueses…
Los argentinos de hoy descendemos de una fusión de ese conglomerado tan diverso de inmigrantes, con los pobladores criollos, que aunaban a su vez la herencia española, africana y americana. Somos, como todos los latinoamericanos, mestizos étnica y culturalmente.
Resulta penoso que los descendientes de ese “tachero” genovés, que sufrió la discriminación de los sectores dominantes de la sociedad argentina del siglo XIX, discriminen hoy a los nuevos inmigrantes que son tan parecidos a sus propios ancestros.
Hace muchos años que Eugenio Cambaceres murió.
Hagamos un esfuerzo por dejarlo bien muerto.
Adrián Corbella, 12 de diciembre de 2010.
NOTA :
(1) : Eugenio Cambaceres : “En la Sangre”, Buenos Aires, Ediciones Colihue, 1984, pag.51
(2) : “Untermenschen” (trad. : subhumano) es el término que utilizaban los nazis para referirse a aquellas personas muy alejadas de su ideal “ario”.
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