Un decálogo de sentidos comunes antipopulares.
Estamos atravesando un tiempo muy peligroso en que las derechas volvieron a mostrar su rostro más siniestro. Las violencias neofascistas se han conjugado, en nuestra región, con el desamparo propiciado por las consabidas recetas neoliberales. En este artículo, Claudio Véliz discurre sobre la pertinencia de ciertas nominaciones, nos ofrece un decálogo de los trillados gestos reaccionarios de “nuestra” derecha y nos invita a repensar la necesidad imperiosa de componer las diversas expresiones populares para enfrentar la virulencia inédita de esta avanzada furibunda.
Por Claudio Véliz*
(para La Tecl@ Eñe)
Tras el estrepitoso desplome de los “socialismos reales”, cuyos acontecimientos simbólicos más emblemáticos fueron el derrumbe del muro de Berlín y la posterior implosión de la Unión Soviética, los más fervorosos promotores de las recetas (neo)liberales desplegaron (con el inestimable auxilio de los oligopolios mediáticos) una obstinada batería de fórmulas, eslóganes y sentidos comunes: “nos hallamos frente al fin de la Historia”, “ha triunfado definitivamente la democracia liberal”, “las ideologías se han vuelto obsoletas”, “hemos superado todas las experiencias colectivistas y/o socialistas”, “todos somos ciudadanos de un mundo cosmopolita”, “el mercado será el exclusivo regulador de las transacciones económicas”, “la libertad derrotó al comunismo”. Pero dichas afirmaciones no se presentaban como posicionamientos políticos o miradas (polémicas) del mundo sino como el corolario inevitable de un devenir despolitizado y posideológico. Cualquier propuesta reticente a tamañas obviedades era considerada autoritaria, anacrónica, nostálgica. Los mercados pasaron a ser sinónimo de “el mundo”, las legislaciones aperturistas y flexibilizadoras se convirtieron en la panacea universal y la privatización de lo público devino destino irrenunciable. La ortodoxia monetarista triunfante consagraba el libre fluir de los capitales cuya contrapartida (deseada) era el endeudamiento y la fuga.
En resumen: apertura comercial, flexibilización laboral, privatización y liberalización financiera constituían el único modo de “estar en el mundo”, de insertarse en una geopolítica planetaria unipolar, de “hacer lo que hay que hacer”. Mientras que la defensa de lo público, las políticas igualitarias e inclusivas, las reivindicaciones sociales y laborales, apenas subsistían como resabios dogmáticos, excrecencias anticuadas de una era superada, persistencias de un colectivismo vencido e impotente. Si los socialismos habían perecido, ya no había razones para los conflictos, los desacuerdos, los combates políticos. En el mundo libre de la posmodernidad neoliberal, la escisión entre Izquierda y Derecha habría perdido, definitivamente, su vigencia. Cualquier alusión a dicha dualidad se tornaba absurda, inadecuada, desatenta, desinformada.
Les debemos a los movimientos populares de Nuestra América de principios de siglo su reinvención de la política, su apuesta por la integración regional, su revalorización de las luchas sociales y su reivindicación del protagonismo plebeyo. Pero también, el haber puesto en evidencia los ribetes reaccionarios y conservadores de aquellas “liberalizaciones” asumidas como irreversibles. Al cabo de varias décadas de desamparo aprendimos (entre otras tantas “lecciones”) a llamar a la derecha por su nombre, por ese nombre hábilmente silenciado, disimulado, eludido.
De todas maneras, no podemos negar que, desde hace algunos años, esta obsesión por las máscaras y los disfraces se ha relajado. La derecha nativa ha allanado, pacientemente, el camino para exhibir su rostro más desenfadado, más desinhibido. En estos tiempos aciagos no ha hecho más que alardear de su odio y su hostilidad hacia los sectores más vulnerables (el enemigo elegido a combatir) a los que ha designado de muy variadas maneras: planeros, vagos, negros, populistas, chorros, kukas. Por otra parte, esta modalidad extrema de la violencia política se conjuga, invariablemente, con todos los lugares comunes de la ortodoxia monetarista económica. No debiera sorprendernos en absoluto que, con enorme justicia, muchos politólogos caractericen a esta coyuntura como un neoliberalismo neofascista: explosiva combinación entre extremo liberalismo económico y sádica violencia política. Sus adalides ya no se esmeran en disimular que hablan en nombre del gran capital, que reniegan de los impuestos a las grandes fortunas, que aborrecen de los controles de precios, que se proponen terminar con las indemnizaciones por despido y con todos los derechos laborales, que consideran a los salarios un costo elevado para los empresarios, que prefieren los ostentosos proyectos inmobiliarios a la construcción de viviendas populares, que creen ciegamente en la sagrada mano invisible de los mercados, que volverían a endeudarse una y mil veces más… Y, sin embargo, a pesar de este inédito sinceramiento, se resisten a asumirse “de derecha”: prefieren presentarse como liberales, libertarios o defensores de una “democracia de mercado”. El prefijo liber opera como doble comando: asocia la idea de libertad meramente con la liberación de los mercados, al mismo tiempo que disimula sus violencias clasistas y racistas.
Al menos desde la crisis del marxismo coincidente con el apogeo del neoliberalismo –tal como hemos afirmado–, las categorías de izquierda y derecha han sido subestimadas, revisadas, cuestionadas. Ya por los defensores de una pretendida “tercera vía”, ya por el liberalismo triunfante, ya por ciertas expresiones del campo nacional-popular que se negaban a reconocerse en dicha herencia europeísta de la Francia revolucionaria. Si bien admitimos como válido este último cuestionamiento, también creemos “estratégicamente” conveniente reafirmar dicha distinción. No nos parece oportuno renunciar a una oposición que en términos políticos, sociales y culturales, resulta tan clara y contundente como aún esquiva para sus partidarios. Desde siempre, los sectores populares hemos asociado a la derecha con el elitismo oligárquico, la defensa de los privilegios de clase y el odio hacia todas las expresiones del mundo plebeyo. No creemos que existan razones de peso para repensar dicha nominación en estos tiempos de furia desencajada. Precisamente por ello, les proponemos el siguiente decálogo de las más trilladas expresiones, prácticas y exigencias de sus atildados representantes:
1. La centralidad del mercado: ellos aseguran que todas las transacciones económicas deben quedar libradas al arbitrio de los mercaderes. Por consiguiente, consideran que cualquier control y/o regulación estatal contribuye a distorsionar/tergiversar/alterar la libre circulación de los capitales. Identifican al mundo con “el humor de los mercados” y a la liberalización de los flujos mercantiles como la única forma de “estar en el mundo”. Aborrecen de todo lo público en nombre de una pretendida superioridad de lo privado. Promueven la privatización, el endeudamiento, la flexibilización y precarización laborales, la rebaja de los impuestos a las patronales y el ajuste perpetuo del gasto social (es decir, del presupuesto destinado a salarios, jubilaciones, asignaciones sociales, salud, educación, obra pública, vivienda, ciencia y tecnología, etc.).
2. Primero los negocios: desde sus tempranas reuniones secretas de los años 30, y de un modo ininterrumpido hasta la actualidad, los partidarios de la ortodoxia (neo)liberal vienen batallando sin tregua contra cualquier modalidad de “intervención” estatal en sus negocios privados. Consideran que los aportes tributarios son confiscatorios, lanzan sus encendidas diatribas contra dicho sistema “socializante”, esgrimen que toda política impositiva ahuyenta las inversiones, convocan a no pagar los impuestos por considerarlos “distorsivos”. Sin embargo, cada vez que les toca dirigir los asuntos del Estado no dudan ni un minuto en valerse de toda la parafernalia institucional para favorecer, promover o facilitar sus negociados. Fue en este sentido que se orientó la reforma estatal del menemato, las privatizaciones de empresas públicas, la venta ilegal de armas, la liberalización del ingreso y egreso de capitales, las políticas “aperturistas”, el endeudamiento descontrolado con sus sucesivos megacanjes. Por esta misma senda, el primer gobierno de los CEOs de nuestra historia diseñó su política económica para enriquecer (aún más) al 1 % de los más ricos, mediante medidas tales como: la devaluación, los tarifazos, la liberación de precios, la rebaja impositiva para patrones y rentistas, el endeudamiento o el blanqueo de capitales; pero también, en virtud de la fuga, la evasión, la elusión o las guaridas fiscales. Y todo ello sin contar las maniobras fraudulentas con que dicho gobierno benefició a empresas propias o “amigas”: Shell, Autopistas del Sol, Parques Eólicos, Macair-Avianca, Iecsa, Isolux, Pampa Energía, Cablevisión, Techint, Tecpetrol, los bancos, los medios concentrados o las distribuidoras energéticas.
3. Argentina es un país de mierda: al menos cuando gobiernan sus “enemigos”, la derecha argentina se obsesiona por descalificar todos y cada uno de sus aciertos. Para ello suele apelar a ciertos clichés siempre “a la mano”: “somos un país de mierda”, “todos roban”, “estamos fuera del mundo”, “la presión tributaria es insoportable”, “con mis hijos, no”, “van por todo”, y un sinfín de etcéteras. E inmediatamente, contratacan con los ejemplos que sí deberíamos seguir –según ellos– para ser un país serio. Así, repiten como un karma que deberíamos seguir el ejemplo de Chile o el de los países del norte europeo (valga nuestra sorpresa). En el primer caso, suena comprensible ya que se trata de uno de los países más desiguales del continente, donde las jubilaciones son privadas, la universidad está arancelada y los resabios de la violencia pinochetista resultan ostensibles. En cambio, la mención de las sociedades nórdicas exhibe una ignorancia suprema ya que dichos países se hallan en las antípodas de sus aspiraciones conservadoras: allí, los controles y las regulaciones estatales resultan centrales, el gasto público tiene buena prensa, las asignaciones sociales son elevadas y variadas, la presión impositiva es altísima, y las grandes fortunas aportan más de un 50 % de sus ingresos. Huelga decir que, en las antípodas del conservadurismo ilustrado de los siglos XIX y XX, la derecha actual no cesa de cultivar la ignorancia y la sinrazón.
4. Contra la política, el Estado y los sindicatos: la retórica autoritaria y conservadora se halla atravesada por sesgos antipolíticos, antiestatalistas y antisindicales. Las siguientes expresiones, repetidas hasta el hartazgo, dan cuenta de dicha orientación: “yo no me meto en política”; “los políticos son todos chorros y conforman una casta privilegiada”; “el Estado es opresivo, nos controla, nos confisca, interfiere en nuestra libertad”; “los sindicalistas son corruptos”, “los sindicatos alimentan la vagancia”, etc., etc. Esta prédica, que ha calado muy hondo en el sentido común de nuestras sociedades, se amplifica y multiplica en momentos de crisis (de alguna forma, el “que se vayan todos” de 2001 responde a un peligroso direccionamiento del hartazgo). Ahora bien, si todos los representantes del pueblo son privilegiados, chorros y corruptos, mientras que la democracia directa asamblearia ha demostrado ser una experiencia que, aunque potente y enriquecedora, resultó efímera, ¿cuál sería nuestra alternativa de gobierno?, ¿qué sería de nuestras sociedades sin política, ni Estado ni sindicatos? La respuesta es en extremo sencilla: nos hallaríamos inmersos en una jungla gobernada directamente por las corporaciones (financieras, económicas, mediáticas) sin la mediación indispensable del juego político democrático, de las regulaciones estatales y de la defensa de nuestros derechos laborales. Si la política es sucia y corrupta solo nos queda entregarnos, atados de pies y manos, al arbitrio absoluto de buitres, banqueros, acreedores, financistas y grandes grupos económicos. Si algo añora esta verdadera “casta” hereditaria es la completa aniquilación del sufragio universal, de los sindicatos y de los controles estatales que obstaculizan sus fabulosos negocios.
5. Lawfare: desde principios de este siglo una parte considerable de Nuestra América vivió una verdadera “primavera democrática” signada por un conjunto de líderes populares que decidieron hacer justicia con las más acuciantes demandas de sus respectivos pueblos. Así, se impusieron políticas con orientación igualitaria, distributiva, democratizadora e inclusiva. En todos estos países se asistió a un descenso inédito de los índices de pobreza, indigencia y desigualdad, a una notable ampliación de derechos para las mayorías silenciadas y a una sostenida movilización popular que consolidó dichas conquistas. Como no podía ser de otro modo, los grupos dominantes que vieron amenazados sus privilegios, se encargaron de instrumentar su venganza: demonizaron a los líderes y a sus movimientos, estigmatizaron a sus seguidores, los acusaron de violentos y autoritarios, crearon una “mesa judicial”, les abrieron cientos de causas, los obligaron a exiliarse, los encarcelaron, los destituyeron mediante golpes parlamentarios, lanzaron falsas noticias, intervinieron las redes sociales, espiaron ilegalmente a propios y a extraños, judicializaron las políticas públicas (incluso aquellas que recibieron el apoyo mayoritario en el Congreso). Resultaba indispensable instalar que se trataba de políticos corruptos que habían abusado de su poder y/o traicionado a su patria. Los casos de Lula, Correa y CFK son paradigmáticos al respecto, aunque también los de Zelaya, Lugo o Dilma Rousseff. La guerra jurídica continúa y se impone más allá de los cambios en los elencos gubernamentales.
6. Identificación con el fuerte: Tal como lo han demostrado numerosas investigaciones psico-sociológicas (muy especialmente, las dirigidas por el filósofo alemán Theodor Adorno y sus colegas de Berkeley, hacia mediados del siglo pasado), uno de los tantos síndromes de la personalidad autoritaria es la identificación con el fuerte y su consecuente hostilidad hacia los débiles. Cuando se internaliza el control social opresivo, muchos sujetos se adaptan a dicho ordenamiento asumiendo, de un modo irracional, la obediencia y la subordinación a la autoridad (e identificándose con quienes se hallan en el vértice de la pirámide). Así, la estructura pulsional sadomasoquista opera, a la vez, como la condición y el resultado de dicha adaptación. Esta constitución tan particular del superyó permite que la hostilidad hacia el padre represor se convierta en amor por su autoridad. De esta manera, una parte de la agresividad resultante de las represiones y los tabúes, es absorbida y transformada en masoquismo (autocastigo, autoimposición de un sacrificio necesario), mientras que la otra parte sobrante se canaliza como violencia sádica hacia aquellos con quienes el sujeto no se identifica: los grupos débiles y marginales (que vendrían a sustituir al padre-autoridad odiado). Aquí, los estereotipos cumplen una función central ya que logran re-dirigir la energía libidinal de acuerdo con las demandas de un superyó muy estricto. No debiera extrañarnos, entonces, que muchos sectores de las clases medias (y no solo) se identifiquen con sus amos o patrones, al mismo tiempo que destilan todo su odio hacia los sectores menos favorecidos (quienes representan ese lugar al que nunca querrían llegar). Así, resulta en cierta forma comprensible (aunque nunca justificable) que muchos se hayan sentido identificados con los terratenientes agroexportadores, o con la empresa Vicentin, o con la “libertad” de Paolo Rocca para despedir decenas de trabajadores, o con los ricos “que no vienen a robar”, o con los CEOs, o con los dueños de grandes fortunas. Y también podemos entender que la contracara de dicha sumisión sea la repugnancia hacia quienes se hallan en la base (o directamente afuera) de la pirámide: los pobres, los que viven de un subsidio, los inmigrantes ilegales, etc.
7. Marketing, fascismo y posverdad: Al menos desde los años 90, la práctica política, el discurso propositivo y la discusión ideológica comenzaron a ceder frente a la denominada videopolítica: publicidad de lo privado, centralidad de la imagen, campañas diseñadas en torno del marketing y el focus group, espectacularización de la gestión pública y estetización de la política. La irrupción de las tecnologías digitales y la concentración mediática resultaron decisivas para semejante transformación que ultrajó la palabra política y el debate público para convertirlos en espectáculo, y disimuló el espesor conflictivo de las relaciones sociales, condenando por anacrónico y nostálgico cualquier reclamo y/o reivindicación sectorial. Todas las prácticas y los discursos se tiñeron de un matiz exhibicionista, obsceno, cínico (una modalidad de la ideología que superaba en efectividad al ocultamiento hipócrita de las violencias del poder). Tanto en las revistas de moda como en la TV se exhibían las mansiones de los famosos, los banquetes de las elites, las ferraris del poder, los romances del establishment, los encuentros de funcionarios con estrellas del jet set. Por consiguiente, la emergencia de un gobierno popular que venía a reivindicar la militancia y a recuperar la palabra política no hizo más que enardecer la reacción mediática de quienes solo temían perder prerrogativas. Se imponía, así, una resistente burbuja cognitiva que se retroalimentaba de miedos, virulencias, falsas noticias, estigmatizaciones, eslóganes repetidos, sadismo extremo. Un inédito deseo de no saber (novedosa peculiaridad de la ideología neofascista-neoliberal) se imponía por sobre cualquier discurso racional/argumentación rigurosa. La fórmula vacía (aunque incansablemente repetida) reemplazaba al dato, al indicador, al cotejo empírico. El hedonismo de los ricos devenía siniestro, la desinhibición sustituía a la cautela, las prácticas fascistas descreían de las máscaras democráticas, el cinismo adquiría el rostro de la posverdad. En el marco de esta confusión organizada y administrada fue posible que esta derecha conservadora, violenta y antidemocrática pudiera enarbolar estandartes que históricamente habían inspirado las luchas populares: libertad, cambio, república, democracia.
8. De odios y violencias: cada vez que debe ceder el poder político a gobiernos populares (han sido muy poco frecuentes estos casos a lo largo de nuestra historia), la derecha comienza a preparar su campaña de desestabilización. Durante los gobiernos kirchneristas, las reacciones de violencia, agresividad y descalificación del “enemigo” alcanzaron niveles asombrosos que superaron con creces a las registradas durante el primer peronismo. Apenas sintieron amenazados sus privilegios, los dueños del capital concentrado lograron que todos los dispositivos mediáticos se alinearan para constituir un monstruo temible; un demonio espantoso al que era posible aludir con la sola mención de una letra. Así, consiguieron que las políticas distributivas e inclusivas y la ampliación de derechos en beneficio de los sectores más vulnerables fueran percibidas como un ataque contra “los que progresan gracias a su esfuerzo individual”, contra quienes “no le deben nada a nadie”, contra los que “hicieron méritos suficientes como para alcanzar su posición”, etc., etc. Una vez instalada esta grieta mediática (absolutamente incompatible con los motivos de la conflictividad social), la tarea consistía en disparar contra el chivo expiatorio amenazante, corrupto y autoritario, hasta ponerlo fuera de combate. Las estrategias fueron muy diversas: agitar temores, instigar un rechazo ciego y visceral, incitar a la violencia y al escrache de funcionarios y legisladores, agredir, insultar, provocar, difamar hasta a los más tibios simpatizantes K, e incluso a los neutrales. Al mismo tiempo, lograban crear el clima propicio para manipular los casos de inseguridad callejera y, así, vomitar su persistente reclamo: “meter bala”, pena de muerte, linchamientos y reducción de la edad de imputabilidad. Claro que este cóctel explosivo no podía privarse de la cuota indispensable (en toda derecha) de racismo y odio de clase, dirigida, especialmente contra populistas, mapuches o planeros.
9. La indignación perpetua: otra de las tantas estratagemas de la derecha para debilitar o derrocar a los gobiernos populares consiste en la activación permanente de la indignación. Poco importa si dicho objetivo se logra a partir de una noticia falsa, de la tergiversación de un acontecimiento o de la exaltación hiperbólica de algún atributo capaz de generar malestar. De lo que se trata es de instaurar la sensación de que todo está mal, de que no vale la pena respetar las normativas vigentes, de que cualquier esfuerzo es inútil, de que el gobierno protege a los vagos y a los chorros. Nos basta con sintonizar (prácticamente) cualquier canal de noticias para advertir dicha obstinada producción de malestar: las vacunas no sirven, los hisopados están adulterados, nos tienen encerrados para que no salgamos a protestar, no me permiten ser libre, no nos dejan comprar dólares, somos Venezuela, nos apartamos del mundo, no tenemos crédito, etc., etc. También las “corridas cambiarias” (promovidas por un puñado de especuladores) y sus maliciosas “lecturas” mediáticas contribuyen con dicha escena apocalíptica de crisis, confusión e inminente estallido. Las pantallas se tiñen de rojo, suenan las alarmas, el ruido es ensordecedor, el fastidio no tardará en devenir violencia. En absoluta sintonía con estas operaciones de desgaste, la única propuesta de campaña de esta derecha ultraderechizada es la exhibición de un cartel que dice: ¡Basta!
10. Somos Derechos y Humanos: la derecha (en cualesquiera de sus expresiones) nunca se arrepintió ni se autocriticó por su activa participación en tiempos del genocidio planificado; incluso, continúa reivindicando lo actuado ante un “enemigo” que, por entonces, era considerado subversivo mientras que hoy se lo suele sindicar, directamente, como montonero (con el objeto, no solo de justificar el terror de Estado, sino también de trazar una línea de continuidad entre aquella juventud guerrillera de raíces peronistas y el kirchnerismo). Dicha reivindicación, sin embargo, no suele tornarse explícita mediante consignas taxativas, “claras y distintas” (salvo en algunos casos en que se afirma que “los militares se quedaron cortos”, o que “debieron haberlos matado a todos”), sino a través de una diversidad de expresiones tendientes o bien a criticar el accionar guerrillero, o bien a denostar a las organizaciones de DD.HH: “queremos una memoria completa”, “no fueron treinta mil”, “el número lo arreglaron en una mesa de negociación”, “a los familiares, lo único que les interesaba era cobrar un subsidio del Estado”, “el curro de los derechos humanos”, “son madres de guerrilleros”, “defienden el comunismo con financiamiento estatal”. Recordemos que durante el gobierno de Macri, no solo volvieron a repetirse muchas de estas fórmulas (en boca del propio expresidente y de varios de sus funcionarios), sino que también se intentó consagrar la impunidad de los asesinos (mediante el 2 x 1), se demoraron los juicios por crímenes de lesa humanidad, se habilitaron los desfiles militares con motivo de las celebraciones patrias, se inició una persecución judicial contra Hebe de Bonafini y se le negó financiamiento a las actividades sociales y culturales que venían desarrollando las organizaciones humanitarias.
Un simple recorrido por los portales de noticias, por los laberintos cloacales de las redes sociales o por los discursos y expresiones del arco opositor, resultará suficiente para comprobar la veracidad de cada una de las anteriores afirmaciones. Será muy sencillo advertir, con absoluta claridad, que la derecha les exige a los gobiernos de turno y nos propone, con excesiva vehemencia, a las víctimas de sus requerimientos, opciones como las que siguen: entregarnos a la voracidad de los mercados; anular las indemnizaciones por despido; liberar el dólar y las tarifas; acordar con el FMI “a como dé lugar”; rebajar aportes patronales; eliminar retenciones a las exportaciones; achicar el gasto público; defender a los formadores de precios y a los propietarios de grandes fortunas; estigmatizar a los que viven de la ayuda social; demonizar a políticos y sindicalistas; cultivar el odio; estimular las conductas masoquistas y sacrificiales; incentivar la hostilidad y la violencia hacia los más desamparados; amenazar con el caos; propiciar el uso de armas de fuego; alentar el asesinato por la espalda; defender incondicionalmente a la mafia judicial; negar el genocidio; desprestigiar a la ciencia y a la política; promover una burbuja emotiva y cognitiva resistente a cualquier embate de la crítica, la reflexión y la rigurosidad; indignarse, encender alarmas, hacer ruido, confundir, convencer de que nada vale la pena y de que solo los fuertes podrán guiarnos para salir del laberinto.
Frente a tamaña virulencia contra quienes habitan la base de la pirámide social, y en virtud de este colosal poderío sustentado en los dispositivos mediáticos, financieros, judiciales e institucionales (además de sus inquebrantables relaciones con la embajada norteamericana), las vías para resistir los embates de esta derecha neofascista resultan cada vez más acotadas. Cualquier alternativa que favorezca la dispersión en nombre de una pretendida pureza política no hace más que hundirnos en la impotencia. Cualquier exceso de pulcritud ideológica que solo integre a los militantes inmaculados (a las “almas bellas”) se torna imperdonable. Si lejos de intentar conectar/articular/com-poner las diferencias nos limitamos a celebrar su diseminación, habremos contribuido a una derrota segura. Si esta derecha criminal recupera el poder político, podría sentirse tentada a cumplir con su explícita promesa genocida (una Argentina sin kirchneristas/peronistas/populistas/zurdos). Aún estamos a tiempo de evitarlo.
Avellaneda,10 de diciembre de 2021-
* Sociólogo, docente e investigador (UBA, UNDAV) – claudioveliz65@gmail.com
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