Miradas al Sur. Año 7. Edición número 311. Domingo 04 de Mayo de 2014
Dicho esto, el 3 de mayo se celebró el día de la libertad de prensa. Es justo: hay que defender a muerte la libertad de que la prensa diga lo que quiera decir. Pero también hay que defender la libertad de saber qué quiere decir la prensa –a quién representa y a quién se dirige– cuando lo dice.
El 3 de mayo de 1991, en Windhoek, capital de Namibia, se declaró –en el Seminario para la promoción de una prensa africana independiente y pluralista organizado por las Naciones Unidas y la Unesco– que “el establecimiento, mantenimiento y fortalecimiento de una prensa independiente, pluralista y libre son indispensables para el desarrollo y mantenimiento de la democracia en un país, así como para el desarrollo económico”. Cabe aclarar –habida cuenta de los despropósitos que se llevan a cabo sobre las palabras en la prensa clásica nacional– qué significaba en esa declaración cada uno de los términos usados. “Por prensa independiente debe entenderse una sobre la cual los poderes públicos no ejerzan dominio político o económico, ni control sobre los materiales y la infraestructura necesarios para la producción y difusión de diarios, revistas y otras publicaciones”, decían. “Por prensa pluralista debe entenderse la supresión de los monopolios de toda clase y la existencia del mayor número posible de diarios, revistas y otras publicaciones que reflejen la más amplia gama posible de opiniones dentro de la comunidad”, decían. “La libertad de información es una contribución fundamental a la realización de las aspiraciones de la humanidad”, decían.
Transcurrieron, desde aquella declaración hasta el sábado pasado, apenas 23 años. Y, leyendo los diarios, escuchando las radios y viendo televisión se comprueba que algo raro pasó con las palabras dichas en esa ciudad africana: como ironías del destino, el nombre Windhoek deriva del afrikaans Wind-Hoek: “esquina del viento”.
Por eso todavía es necesario (o, mejor dicho, perentorio) recurrir a frases que vuelven una y otra vez sobre el problema de la prensa. Sobre todo, la que sin hesitar se proclama independiente. Es una buena oportunidad esta cercanía con el 3 de mayo para recordar al escritor y economista español José Luis Sampedro, para quien sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión se constituye un sinsentido: “La clave de la libertad es la libertad de pensamiento. Se habla mucho de la libertad de expresión. Hay que reivindicar la libertad de expresión, por ejemplo en la prensa, pero si lo que usted expresa en la prensa es un pensamiento que no es propio, que ha adquirido sin convicción y sin pensarlo, entonces no es usted libre por mucho que le dejen expresarse”. También se torna sustancialmente útil recordar al lingüista y filósofo norteamericano Noam Chomsky, para quien no creer en la libertad de expresión para la gente que se desprecia remite a no creer en la libertad de expresión bajo ningún concepto. Aunque, activista político al fin, sentencia: “El propósito de los medios masivos de comunicación no es tanto informar y reportar lo que sucede, sino más bien dar forma a la opinión pública de acuerdo a las agendas del poder corporativo dominante”. ¿Cómo no hacerle un lugar al presidente ecuatoriano Rafael Correa?: “Desde que se inventó la imprenta, la libertad de prensa es la voluntad del dueño de la imprenta. Sabemos muy bien que, cuando les conviene, son prensa libre e independiente. Yo doy la vida por la libertad de expresión, pero algo muy distinto es sostener la creencia de que cualquier empresa de medios de comunicación con fines de lucro está sobre el bien y el mal”. Y, aprovechando la cercanía del 25 de Mayo, amén del nacimiento de la patria, efeméride de la muerte de Arturo Jauretche (mucho más teniendo en cuenta que se cumplen 40 años, con todo lo que indican las cifras redondas para la prensa, tanto vernácula como forastera), no está de más recurrir a una de sus frases con las que pisaba fuerte: “No existe la libertad de prensa, tan sólo es una máscara de la libertad de empresa”.
Ahora bien: la libertad, lo que se dice libertad, históricamente, no parece un concepto demasiado cercano al concepto “prensa”. Ni aquí, ni allá ni en otras partes.
Cualquier afortunado que pase por la calle Ituzaingó, casi 25 de Mayo, plena Ciudad Vieja montevideana, puede preguntarle a Eduardo Galeano, sentado a la mesa que da a la ventana del Café Brasilero, sobre su impresión de la libertad de prensa –los menos afortunados, es decir los que no viajen, pueden consultar la edición de su libro Espejos, que en 2008 publicó la editorial Siglo XXI–. Galeano, entre anotación y anotación de su eterna y minúscula libretita, recitará, los ojos mirando de manera permanente el futuro y una eterna sonrisa tanguera en sus labios: “Napoleón fue definitivamente derrotado por los ingleses en la batalla de Waterloo, al sur de Bruselas. El mariscal Arthur Wellesley, duque de Wellington, se adjudicó la victoria, pero el vencedor fue el banquero Nathan Rothschild, que no disparó ni un tiro y estaba muy lejos de allí. Rothschild operó al mando de una minúscula tropa de palomas mensajeras. Las palomas, veloces y bien amaestradas, le llevaron la noticia a Londres. Él supo antes que nadie que Napoleón había sido derrotado, pero hizo correr la voz de que la victoria francesa había sido fulminante, y despistó al mercado desprendiéndose de todo lo que fuera británico, bonos, acciones, dinero. Y en un santiamén todos lo imitaron, porque él siempre sabía lo que hacía, y a precio de basura vendieron los valores de la nación que creían vencida. Y entonces Rothschild compró. Compró todo, a cambio de nada. Así Inglaterra triunfó en el campo de batalla y fue derrotada en la Bolsa de Valores. El banquero Rothschild multiplicó por veinte su fortuna y se convirtió en el hombre más rico del mundo. Algunos años después, a mediados del siglo XIX, nacieron las primeras agencias internacionales de prensa: Havas, que ahora se llama France Presse, Reuters, Associated Press. Todas usaban palomas mensajeras”.
Waterloo, Bélgica, 1815.
Claro que también se puede ir un poquito más atrás en el tiempo y venir un largo trecho más acá en la geografía. Para decirlo todo: Buenos Aires en octubre de 1779, es decir, Virreinato del Río de la Plata. Las noticias extranjeras –que, sin dudas, hacían discutir el devenir telúrico de la Gran Aldea– tardaban pero llegaban. Y, como llegaban –según consta en el buen ensayo Guerras mediáticas, de Fernando Ruiz (Sudamericana, 2014)–, el virrey Juan José de Vértiz y Salcedo no hesitó en emitir un bando informando (es decir, obligando) a los vecinos que se abstuvieran “de componer, escribir, trasladar, distribuir y expender semejantes papeles sediciosos e injuriosos, y de permitir su lectura en su presencia”. Un impresionante acto de censura periodística ocurrido 31 años antes de que Mariano Moreno fundara la Gazeta de Buenos Ayres, el primer periódico nacional que, aquel memorable 7 de junio de 1810, bramaba un editorial que hoy todavía sigue teniendo el mismo valor al hablar de libertad y de prensa: “¿Por qué se han de ocultar a las Provincias sus medidas relativas a solidar su unión, bajo nuevo sistema? ¿Por qué se les ha de tener ignorantes de las noticias prósperas o adversas que manifiesten el sucesivo estado de la Península?... Para el logro de tan justos deseos ha resuelto la Junta que salga a la luz un nuevo periódico semanal, con el título de la Gaceta de Buenos Ayres”. Una perfecta manera de decir lo que algunas pancartas, en varios países del mundo entero, señalan en el argot correspondiente frente a los desaguisados cotidianos de la prensa clásica: “La libertad de prensa termina donde empieza el cansancio de escuchar o leer pelotudeces”.
Publicado en:
http://sur.infonews.com/notas/la-prensa-y-sus-dilemas
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