Lo más curioso es que todo eso pasó en las últimas dos semanas en una espiral que ubica a las redes sociales en el centro del debate público y donde se solapan varias discusiones. Por lo pronto, la más general y que lleva ya varios años, refiere a la responsabilidad de las plataformas por el contenido vertido allí. Dicho más simple: ¿tiene, por ejemplo, Facebook (META), la misma responsabilidad por el posteo de sus usuarios que la que tendría el director de Clarín por las notas publicadas en su diario? La respuesta intuitiva sería que no, pero desde hace mucho tiempo sabemos que las plataformas tampoco son meros canales neutrales de información, a punto tal que todas cuentan con criterios de regulación y edición.
Sin embargo, como suele ocurrir, los conflictos se dan en las zonas grises. Dicho de otra manera, todos vamos a acordar que las plataformas deberían tener criterios rigurosos para impedir el fomento de información asociada a, supongamos, pornografía infantil, trata de personas, etc. De hecho, la policía francesa adjudicó la detención de Durov a una investigación por la cual se acusa a Telegram de no haber hecho lo suficiente para bloquear e impedir la circulación de información asociada a este tipo de delitos.
Sin embargo, claro está, hay otros casos donde la intromisión de los gobiernos parece tener motivaciones políticas y se posa sobre noticias u opiniones que, en todo caso, son controvertidas y hasta equivocadas, pero de ninguna manera censurables. Hablando de las últimas declaraciones de Zuckerberg, estar en contra del confinamiento al que los gobiernos sometieron a los ciudadanos, no es una fake news ni fomenta el odio. Quizás sea un error y, en lo personal, creo que los que encontraban oscuras conspiraciones detrás de ello, estaban equivocados. Sin embargo, también creo que estaban en lo cierto quienes observaron que muchos gobiernos se aprovecharon del hecho objetivo de la pandemia, sea para aplicar sistemas de vigilancia, sea simplemente, porque el encierro les significaba rédito político frente a una sociedad asustada.
Asimismo, por ejemplo, ¿decir que hay solo dos sexos es lenguaje de odio? ¿Por qué? Quizás esa afirmación sea falsa, quizás ofenda a determinados usuarios, quizás haya más sexos, quizás deberíamos hablar de géneros, quizás la biología no cumpla ningún rol en la determinación de la identidad de las personas, pero ¿afirmarlo implica odiar a alguien o a un grupo de personas?
En la misma línea, hay información que pertenece, sin dudas, a la categoría de noticia falsa, al menos así lo entendemos los que consideramos que hay una realidad externa y que los enunciados deben confrontarse con ésta. Pero hay situaciones más problemáticas donde, en todo caso, nuevamente, puede haber sesgo, intencionalidad, intereses o hasta una retórica particular con el fin de persuadir… pero llamar a eso estrictamente “fake news” es complejo. Si volvemos al caso de la pandemia, es falso que la vacuna mate y ha sido vergonzosa la cantidad de información que han hecho circular los denominados “antivacunas”, entre ellas, la inolvidable teoría conspirativa de la introducción de un microchip subcutáneo para controlarnos. Sin embargo, no es falso que, en algunos casos muy puntuales, la vacuna tuvo efectos secundarios que, eventualmente, pudieron ocasionar la muerte de quienes fueron inoculados. Lo aceptaron las propias compañías farmacéuticas. No es una fake news. Es de mucha mala fe hacer foco solo en esos casos; es de mala fe también englobar a todas las vacunas allí; es de una profunda irresponsabilidad no cesar en propagar esa información sin tomar en cuenta la abrumadora evidencia de que, en la mayoría de los casos, la vacuna funcionó bien. Pero hablar de una noticia falsa que habría que censurar es problemático.
Es que esta dificultad objetiva es permeable a las intencionalidades políticas en un contexto muy particular en el que, más allá de ser siempre un terreno en disputa, las redes parecen ser el canal donde las expresiones de derecha tienen un espacio, especialmente si lo comparamos con el modo en que estos puntos de vista han sido relegados a un segundo plano por la hegemonía cultural progresista de los canales institucionales y los medios tradicionales. Porque, digámoslo, el conflicto en Brasil con X, que ha llevado a la demencial idea de quitarle la posibilidad a millones de brasileños de expresarse a través de un canal masivo, es un conflicto ideológico que se explica por la prédica libertaria de Elon Musk. Pero, sobre todo, expone la vehemencia y la tozudez con que las miradas progresistas intentan dar cuenta del fenómeno del auge de las derechas en el mundo. Por ello no hay que sorprenderse que la problemática del odio y las noticias falsas aparezcan cada vez que el progresismo pierde o está cerca de perder una elección.
Es que, herederos de las “vanguardias iluminadas” y, por tanto, con un doble discurso respecto a su presunta extracción popular, el progresismo no puede concebir que haya razones para votar alternativas a sus propuestas. Trump, el Brexit, Bolsonaro, Milei y cualquier buena elección de la ultraderecha en el mundo se explicaría así por la manipulación de una masa ignorante guiada por la pantalla del Smartphone, esa que ocupa ahora el lugar que antes ocupaba la TV para “dominar a las masas”. Así, la noticia falsa y el odio siempre son ajenos, siempre son la razón que explica el voto del que no me vota a mí. No llegar a las mismas conclusiones que yo solo puede ser producto del engaño al que son sometidas personalidades débiles, fácilmente manipulables por el odio y la mentira. Nosotros estamos en la Verdad. Si perdemos no es por estar equivocados. La autocrítica llega como mucho a un “no hemos comunicado bien”, como si el problema fuera de forma y no de contenido.
Para concluir, entonces, digamos que “lenguaje de odio” y “fake news”, las dos grandes estrellas de las cuales se sirven gobiernos, instituciones y algunas plataformas para legitimar intentos de regulación, resultan claros solo en los casos extremos, pero acaban siendo categorías demasiado laxas, abiertas a la discrecionalidad del editor de turno, sea la propia plataforma, sean los gobiernos.
Por ello, es necesario decir que las plataformas son, en buena medida, responsables de parte del nivel de toxicidad que invade el debate público en tanto promotores conscientes, y con intereses económicos detrás, de la polarización. De modo que inocentes no son y algo hay que hacer.
Pero la alternativa a la desregulación total, no puede ser nunca, bajo ningún concepto, una regulación sesgada.
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