El paso del Peronismo por el
Gobierno de la República Argentina en sus dos ciclos de desarrollo y
continuidad, con todos sus matices y contextos diferenciales (1946-1955 y
2003-2015) ha provocado esencialmente dos hechos. Uno de alto valor práctico:
aquello que Aldo Ferrer llamó “vivir con lo nuestro” y que generaba inmediatas
consecuencias en materia de soberanía, independencia respecto de las decisiones
económicas, y redistribución de la riqueza. El otro es de valor simbólico: la
dignidad de las personas y del pueblo como entidad e identidad.
Me refiero a lo simbólico como
metonimia, donde lo visible es una parte, no el todo. Pero que tiene la
contundencia del hecho y del dicho a la vez. Va desde lo gestual a lo
legislativo, desde lo icónico hasta la intervención directa de las
Instituciones del Estado. El slogan “Perón cumple, Evita dignifica” nace en
este plano, la consideración de Lula sobre la tumba de Néstor, “Ha devuelto la
autoestima a los argentinos”, también.
Ahora, el término adecuado para
estos procesos simbólicos es uno que se señala en los diccionarios como
obsoleto: deshumillar. El procesador
de texto lo subraya en zigzagueante rojo. En otra época hubiese significado dejar o abandonar el estado de
humillación, afrenta, agravio, ultraje,
menosprecio, desprecio, vergüenza, ofensa o la causa que puede lastimar la
dignidad y la honra de la persona.
Los
Gobiernos de Juan Perón, de Néstor Kirchner y de Cristina Kirchner desplegaron
un largo proceso de deshumillación. Y es justamente eso lo que incomoda y se
combate desde los formadores de opinión pública, que construyen otra metonimia.
Falsa y ultrajante. Si hay un corrupto, todo es corrupto, hasta el mismísimo
proceso de deshumillación. Metonimia unidireccional y corrosiva. Pero ramplona
y desbaratable.
En las ciudades españolas de la
Alta Edad Media existía el humilladero:
un sitio elevado fuera de las murallas de los burgos (en Ávila y el Segovia
pueden verse aún) donde se destinaba con fines de flagelación y escarnio
público a las mujeres impuras o infieles. Se las veía desde casi todos los
puntos de la ciudad. Se exponía su corrupción o su comportamiento inmoral para
que no fueran imitadas.
Llegaban a todos y todas como si
estuvieran en TN o en América TV. Se las señalaba. Allí pretenden destinar a
Cristina, a Hebe, a Milagro, en lo alto de las redes sociales y televisivas.
Señaladas por los nuevos dueños de la moral. Se me ocurre esta imagen para
designar a la Argentina de la cruzada mediático judicial de hoy. Un
humilladero.
Pero estos tiempos no se limitan
a cierto medido sacrificio de la dirigencia política en las hogueras de los
rivales de turno, sino a una humillación de conjunto, que va desde la militancia
juvenil a la clase trabajadora y desde la dignidad del símbolo (celebración del
9 de Julio, por ejemplo) a lo identitario como pueblo constructor de su propio
relato, en el que quiere inscribirse y de repente le es negado, falseado,
despreciado.
¿Acaso no humilla Mauricio Macri al conjunto de los trabajadores
cuando les echa culpa de poner palos en la rueda? Justo el marido de quien
tiene empleados esclavos en talleres clandestinos de costura. No humilla cuando
con tono de Gerente de Recursos Humanos habla de ausentismo quien se tomó ya
tres licencias y dos vacaciones en ocho meses de trabajo como presidente.
Humillante la suspensión de un trabajo, la caída al vacío de la
desocupación porque no “hiciste demasiado mérito”, despreciable volver a ser un
número en una estadística, un lánguido número en un Excel dirigido al Fondo
Monetario internacional.
Humilla pagar a los buitres más
de lo que pidieron. Agravia pagarles las costas del juicio. Avergüenza que
hagan sentir culpable a los ciudadanos por ser subsidiados, sencillamente
porque “no lo merecían”. Agravia pedir que no andemos en “patas” como si todos
los argentinos tuviéramos loza radiante.
Humilla dejar sin empleo digno
al 5% de la población en seis meses. Ultraja ver a los productores de leche y
manzanas regalar su producción. Afrenta las dos horas de cola para conseguir
tres manzanas o dos peras. Ofende que los pibes vuelvan a pedirle al maestro un
plato de comida en lugar de una netbook.
Humilla que se le pida disculpas
a los empresarios españoles que nos saquearon (Iberia, Telefónica, Santander,
Repsol) o que se le llame “querido” al único invitado especial del
Bicentenario, al Rey cazador de Elefantes. Menosprecia la historia sugerir que
quienes declararon la Independencia se hubieran sentido angustiados por lo que
acometían. Hasta donde yo sé hubo angustia en muchos patriotas porque se
demoraba tal declaración.
Humilla que se use a los
jubilados de mulas para pasar el blanqueo de dinero sacado del país. Humilla
que nos digan que no merecíamos un teléfono o una heladera nueva. Que el asado
y el vacío ya no deben ser nuestra dieta dominguera de empleado medio. Que los
santiagueños no tienen suficiente currículum o que la militancia es grasa que
somete a un colesterol malo los flujos del desangre hacia las empresas
concentradas de la economía.
Es una afrenta que un presidente
argentino declare que no le importa cuántos desaparecidos hubo y que ya no
debería importarnos. Toda una humillación para los organismos de DDHH, para
Justicia argentina, para uno de los mayores aportes que hizo el pueblo
argentino a toda la humanidad en la última década.
El humilladero fue una creación
inquisitorial. Para que funcione es necesaria la delación, la desacreditación,
la violación de una ley santa, la aprobación pública del castigo: Esto haría de
Luis Majul o Eduardo Feinmann los frailes que rocían las conciencias con el
rumor de lo reprochable, la ley la dictan los CEOS, los economistas de la ortodoxia
neoliberal y los dueños de la tierra… “tú, pobre hombre, no debes pagar menos
de lo que te corresponde por mandato divino… el subsidio es pecado, por tu
pecado natural de no tener lo que nosotros sí tenemos”; y unos cuantos
Bonadíos-Torquemadas.
Si Evita nos había acostumbrado
a reconocer que donde hay una necesidad hay un derecho, Macri pretende que nos
convenzamos que nada necesitamos; que
lo que suponemos necesario para nuestras humildes vidas fue
una falsedad del discurso de los gobiernos populares (o populistas, se’gual,
diría Minguito).
Ricardo
Krakobsky
NOTA DEL EDITOR:
Publicado con autorización del autor.
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