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viernes, 24 de marzo de 2017

Genocidio argentino: entre el mito y el olvido, los docentes, por Juan Chaneton (para "Utpba.org" del 23-03-17)





(Por Juan Chaneton (*)).

-El año pasado y todos los años. Todos los años desde hace cuarenta y un años. The winners takes it all, decían los ABBA en aquellos años. Creían en angelitos los ABBA en aquellos tortuosos años y se habían puesto de moda justo cuando unos gritos se asordinaban en el entusiasmado rumor de otros gritos que celebraban un ensueño: que el ganador se lo lleva todo. Y estábamos ganando nada menos que un mundial, así, a secas, un mundial, y ni falta que hace decir un mundial de qué, un mundial es un mundial y ya se sabe de qué mundial se trata.

Dos años antes, un 24 de marzo de 1976, el país brindó su aplauso complaciente a unos militares que venían a poner fin a la “corrupción” peronista, esta vez encarnada en Isabel Perón y en su mayordomo devenido hombre fuerte de ese gobierno elegido por el pueblo, José López Rega, así se llamaba ese ministro y hombre fuerte. Si bien se mira, era otro aplauso o un nuevo aplauso, semejante al que recibió a Onganía cuando, en 1966, vino a poner fin ya no a la corrupción sino a la “incapacidad” y a la incuria presunta, dada por evidencia indiscutible, de un presidente al que los medios hegemónicos de entonces apodaban “tortuga”, sin reparar en el “decoro” y en la “majestad” de la investidura de la que hacían befa.

Y así las cosas, con la confundida aquiescencia de un pueblo al que le resulta imposible no confundirse cuando los medios de información son propiedad privada de empresarios que tienen interés en que en el país sea uno y no otro, un general mediocre -apoyado, entre otros, por Balbín- asumió la suma del poder público al tope de un organigrama castrense que incluía, en un pie de igualdad en cuanto a atribuciones y responsabilidades, a las tres fuerzas armadas.

Hubo de transcurrir mucho tiempo de ardoroso, difícil y fructífero trabajo de los organismos de derechos humanos hasta que la sociedad argentina supo que ese golpe no había sido sólo militar, sino que estos militares habían venido a instaurar un patrón de gestión y acumulación de la riqueza definido por y en favor de una clase empresaria, nacional y transnacional, a la que le resultaba imprescindible ahogar en sangre a una indomable lucha obrera y popular que ya estaba generando las condiciones para la gestación de centros de toma de decisiones de tipo político y social que, necesariamente, iban a funcionar al margen del Estado y de las conducciones sindicales burocráticas, y esto se llamaba y se llama aun hoy, poder popular.

Y este golpe así devenido cívico-militar contó con el apoyo activo de la iglesia católica en sus instancias no sólo de máxima jerarquía sino también de obispos y curas que, en conjunto, constituyeron una trama clerical que protegió con el silencio a los genocidas de uniforme, negó apoyo a familiares de desaparecidos/as que buscaban saber, e incluso denunció y entregó a los centros clandestinos de detención, tortura y asesinato a cientos de militantes populares, aun a algunos de sus propios cuadros, curas progresistas y comprometidos con las luchas populares o, simplemente, sacerdotes que querían proteger y ayudar a las víctimas.

Todo esto es sabido porque ha sido dicho pero a la memoria del crimen atroz siempre la acecha el mito o el olvido. Se mitifica el pasado cuando se alude a él en forma alegórica, es decir, sin llamar a las cosas por su nombre. Un ensayo de mitologización del pasado estaba contenido en las expresiones “gobierno de facto” o “proceso de reorganización nacional”. Ya se usan poco. Más bien hay consenso en torno del significante “dictadura” para que la sociedad argentina aluda, a través de sus “representantes” en el nivel del lenguaje, esto es, los medios masivos, al genocidio ocurrido en el período 1976-1983.

En cambio, una forma “moderna” de hacer mitología con el genocidio es negarle su forma multifacética, escondiendo la abigarrada variedad de abominaciones cometidas por los criminales de uniforme de aquella época, llámense éstos videlas, galtieris o bignones.

Incurren en este disfraz de la realidad -sustituyéndola por el mito- los que absuelven a Galtieri del crimen de Malvinas fragmentando el tiempo en espacios estancos, como si los muertos en aquel sur del mundo -que nos pertenece por derecho- no fueran parte inescindible del genocidio iniciado en 1976.

Nuestros hermanos enterrados allá en tumbas sin nombre tienen un nombre pero ese nombre no se puede inscribir en esas tumbas porque un hiato infame separa cuerpos y nombres y esto nadie, hasta hoy, ha podido subsanarlo. No es que no sean NN. Son NN de cuerpo presente, a diferencia de nuestros otros hermanos, los desaparecidos, que son NN cuya ausencia incluye, también, al cuerpo. Aquéllos dejarán, algún día, de ser NN. Éstos, nunca. Y el que fue a aquella guerra -cada uno de ellos- habrá estado convencido, tal vez -y esto no será posible comprobarlo nunca-, que cuando fue llamado a filas lo fue para “defender a la patria”. Otros, en cambio, habrán sabido siempre que los estaban usando como carne de cañón y nada podían hacer para impedirlo.

Pero no tienen nombre en su tumba y fueron a defender a la patria pero lo que defendieron fue otra cosa. Una guerra por la soberanía nacional y por la defensa del sagrado suelo que nos vio nacer no deber ser confundida  -adrede o de buena fe, lo mismo es- con una maniobra irresponsable, aventurera y criminal mediante la cual un dictador inmundo y borracho envió a la muerte a miles de hijos de este suelo que hoy son hermanos nuestros para siempre. Un jefe militar que defiende a su Nación no puede nunca ser un hombre que ha pisoteado la dignidad humana del propio pueblo al que dice defender, porque las tropas que comanda un jefe militar son ese mismo pueblo que, en la paz, es obrero y estudiante, y en la guerra, soldado de la patria.

Fueron enviados al infierno sin ningún escrúpulo; y lo fueron no para defender la patria recién invadida por el enemigo inglés ante el cual los oficiales se rindieron pronto, sino para huir hacia adelante y resolver un problema interno de la Argentina que no era otro que darle aire político a una dictadura genocida que perdía legitimidad todos los días y cuyo tiempo se había acabado. Esto lo dijimos una semana después del 2 de abril de 1982, no es información que damos ahora, con el diario del lunes en la mano. Quien lo dude, que reclame la prueba.
Así son las cosas y muchos mitologizan e ideologizan el pasado cuando lo que quieren, en realidad, es que a aquellos muertos no se los “contamine” con los desaparecidos. Se trata de otra forma del mito: negar que la guerra de Malvinas fue la continuidad del genocidio por otros medios.

En cuanto al olvido, tiene muchas caras. Es primo hermano del negacionismo.  El gobierno de Macri empezó a esculpir la escultura del olvido antes de asumir. Fue cuando el ahora devenido presidente dijo que nuestra lucha era un “curro”. Hace poco, un ex carapintada y funcionario del macrismo aseveró, epigramáticamente, que “no es lo mismo ocho mil verdades que veintidós mil mentiras” y se acaba de echar hierro y cemento sobre el símbolo perenne de una lucha que nos honra y que no tiene fin: la de las Madres en la Plaza cuando el genocidio estaba en su apogeo. El secretario de derechos humanos de la Nación, Claudio Avruj, trabaja duro y parejo en la labor que le han encomendado: dejar sin medios materiales los espacios de Memoria, Verdad y Justicia. Y el patético ministro Garavano hace lo suyo: instruye a los jueces adictos al gobierno para matar de lentitud los procesos abiertos por las políticas antiimpunidad que inició Néstor Kirchner.

“Cuando tapan los pañuelos es porque tienen miedo. Los tapan porque no quieren ir a la cárcel, porque ellos también fueron grandes responsables de las torturas y las muertes”. Con la contundencia de la simpleza y de la verdad incontaminada de hipocresía, lo dijo Hebe hace poco.

“Ellos”, aquí, alude con claridad meridiana, al gobierno de Macri. Sus procederes son amenazantes. Pero , seguramente, “ellos” no saben que los pueblos procesan sus experiencias y, por remotas que éstas sean, sedimentan en su conciencia y, lejos de perderse, mutan en activo ideológico y político para las luchas del futuro, como si un secreto se transmitiera de generación en generación, de generación en generación que se dicen, una a otra, la lucha sigue, es así como hay que librarla, no cometamos esos errores que ya cometimos ayer y, sobre todo, tengamos, hoy, los aciertos que no tuvimos en el pasado y veamos, hoy, lo que no pudimos ver en el pasado.  Aquel pueblo era otro pueblo, pero el pueblo siempre es el mismo pueblo y  ahora están amenazando al pueblo que tumbó a dictaduras militares bárbaras y sin freno y que disponían de la suma del poder sin cortapisa alguna jurídica o moral.

Pero, ¿es así? Sí. Es así. Ahí está la calle ganada por los divinos docentes que fueron coimeados para desertar y no lo hicieron, recibieron sus pequeños sueldos con seis mil (¡seis mil!) pesos menos… y no desertaron. Son un ejemplo que honra las mejores y más combativas luchas que libró el proletariado argentino en combate perpetuo contra el capital. Sólo falta que ese otro gran protagonista del sistema educativo argentino -el movimiento estudiantil- sea convocado a la lucha. El contacto de los estudiantes con los obreros supo hacer milagros en la Argentina y en Latinoamérica. Si hoy esa colusión fuera la de la Escuela con la Universidad… otro gallo cantaría.

Pero, en todo caso, son ellos, los docentes, los que están rindiendo el mejor homenaje a nuestros desaparecidos. Están luchando, que es eso lo que hay que hacer.

(*) Periodista, escritor y abogado.


Publicado en:
http://www.utpba.org/2017/03/23/genocidio-argentino-entre-el-mito-y-el-olvido-los-docentes/

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