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jueves, 16 de julio de 2015

CUANDO EL GOBIERNO DEL PUEBLO DEGRADA EN "REPÚBLICA", por Adrián Corbella




LOS LÍMITES DE LA DEMOCRACIA EN EL SIGLO XXI

La democracia es el gobierno del  pueblo. En la Antigua Atenas, los ciudadanos se reunían a discutir los problemas de la comunidad y tomaban  decisiones,  es decir, votaban las leyes. Es lo que se llama democracia directa.

En nuestras comunidades  este procedimiento es imposible por cuestiones operativas. Nadie podría trabajar, nos pasaríamos el día analizando las posibles medidas a tomar. ¿Cómo se reunirían millones de personas a debatir y votar? ¿Cuándo? ¿Dónde, en que espacio físico?

Una democracia directa es imposible en una comunidad como la nuestra, de “apenas”  40 millones de habitantes. Es mucho más imposible para comunidades como la de China e India, que no sólo tienen más de 1000 millones de habitantes sino mayor extensión territorial.

La democracia, en cualquiera de sus formas, dejó de usarse durante siglos. Sobrevivió en su lugar la República (como Roma o Cartago, como Génova o Venecia) organismos políticos basados en el imperio de la ley y el voto, pero de minorías. Las Repúblicas (a secas) han sido siempre aristocráticas u oligárquicas y a veces simplemente plutocráticas. No es casualidad que los dirigentes políticos que se llenan la boca con el término "República" sean profundamente conservadores...

La idea de la democracia reaparece con el gran cataclismo político que sacudió a Europa y el mundo desde 1789, con la Revolución Francesa. Todas las democracias modernas, que abrevan en los principios políticos y jurídicos de esta Revolución, utilizan el sistema de “democracia indirecta”, es decir, elegimos representantes a los que autorizamos por un  período –generalmente 4 años- a decidir por nosotros.

Algunos países introducen como complemento formas semidirectas de democracia: Plebiscitos, referéndums y consultas populares, en las cuales al menos para algunos temas específicos de especial relevancia social, el ciudadano vota las leyes.  Hay democracias muy imperfectas, que desestimulan el voto al poner los comicios en días laborables, que no establecen la obligatoriedad del voto, y tienen complejos sistemas electorales con electores que permiten ganar al que tiene menos sufragios… es el caso de los Estados Unidos. Otros sistemas democráticos, realmente de avanzada, tiene mecanismos  de revocatoria de mandatos que permiten al ciudadano acortar el período que ha otorgado a un mandatario si este no ha cumplido con sus expectativas: es el caso de Venezuela.

Las democracias modernas tienen, en la mayoría de los casos, muchas limitaciones que les dificultan ser realmente “el gobierno del pueblo”.

En primer lugar, vivimos en una cultura muy mediática, plagada de publicidad y marketing, donde los especialistas en la comunicación “venden” a los candidatos políticos como si fueran un “producto”, como un detergente, una toalla femenina o un celular En lugar de concentrarse en sus propuestas y programas de gobierno, los candidatos cuidan su ropa y su peinado, sus gestos y sonrisa, y repiten con insistencia conceptos y lemas que generalmente son vacíos o poco relevantes.  Se escuchan con insistencia palabras como “la gente”, “vecinos”, “gestión”, “cambio”, “vivir bien”, “república”… Conceptos que no se precisan y terminan siendo receptáculos vacíos que cada oyente rellena como quiere o puede.  El receptor carga en esos conceptos vacíos sus propias expectativas, y lo hace de forma unilateral, sin que esas expectativas reflejen la intención del emisor. Estas campañas llegan al absurdo cuando se ponen como candidatos a figuran mediáticas que no dicen nada ni saben nada, que son absolutamente incapaces de ejercer la función para las que se postulan, pero que corren con la ventaja de ser conocidos y queridos por “la gente”  por su accionar previo en el ámbito del deporte, el espectáculo, el periodismo, o el empresario.

Aquí juegan un rol central los grupos mediáticos concentrados, que inventan candidatos, los alimentan mientras les sirven, y cuando no evolucionan como ellos quieren los fulminan con rayos divinos –pérdida del “paraguas mediático”- y los condenan al ostracismo de la pantallas.

Cuando estas corporaciones económicas logran imponer sus candidatos tienen gobiernos que los defiienden  y representan… no al pueblo que los votó sino a las corporaciones  que les dieron vida. Gobiernos a los que las corporaciones protegen mientras les son funcionales, para luego descartarlos y reemplazarlos por otro cantante, futbolista, actor, humorista, dirigente deportivo o árbitro de fútbol.  Otra cara nueva, con otra sonrisa, que servirá por un tiempo, hasta ser descartado  como un sachet de leche vacío.

Por otro lado, cuando a uno de estos grupos poderosos se les escapa la tortuga y resulta elegido quien intenta representar realmente a sus votantes y procura gobernar para ellos, la reacción es feroz, y desnuda la realidad del sistema de poder. El gobierno que se escapa del libreto y amenaza los intereses de quienes tienen verdaderamente el poder –o sea que es democrático-  enfrenta un acoso desde varios frentes. Los viejos golpes de Estado, con militares de vistosos uniformes, están demodé, pero los ataques llegan igual, por otros medios.

Los grupos mediáticos (del propio país y a coro sus repetidoras en el exterior) acusan al gobierno de autoritario, y cuando el gobierno los señala como operadores de campañas políticas desestabilizadoras, lo acusan de vulnerar la libertad de prensa. Lo vinculan a cuanta dictadura ha existido en el mundo, de cualquier signo político y en cualquier geografía. Llueven acusaciones cruzadas y contradictorias: nazis y estalinistas, fascistas y marxistas, o corruptos… todo es igual.

Si se trata de figuras vinculadas a estos gobiernos, la Justicia puede investigar la compra hace 20 años de una auto usado, o alguna desprolijidad en el balance de una PYME. Es la misma justicia que no logra dilucidar evasiones fiscales y operaciones de lavado por miles de millones de dólares sobre las que hay, literalmente, toneladas de pruebas.

Los grupos económicos conspiran, financian candidatos que les son funcionales, estimulan corridas cambiarias y bancarias, lanzan rumores y versiones de todo tipo, no invierten y demoran hasta lo imposible las exportaciones –es conocido el fenómeno de los silosbolsa en el agro-.

Si el gobierno intenta desmonopolizar a los medios, éstos acuden a una solicita –y cooptada-justicia que los cobija. Si intenta democratizar a una justicia corporativa y aristocratizante que protege a los más poderosos, esta se protege a sí misma, siendo juez y parte, actuando como un virus informático, y recurre al apoyo solicito de los medios. Si el gobierno intenta controlar las millonarias evasiones e incumplimiento de las leyes de los grupos corporativos, le caen encima, en equipo, la justicia y el poder mediático. Entonces se convence a los sectores medios de que medidas destinadas a evitar que las grandes corporaciones multinacionales saquen del país miles de millones de dólares son peligrosas porque le dificultan a él guardar diez mil dólares bajo la almohada. Lo convencen de que intentar que las multinacionales paguen los impuestos tiene el oculto propósito de perseguir a don Pepe que tiene un almacén en Villa Lugano.

Un poder judicial que cree que su principal tarea es transformarse en gendarme del accionar de los otros dos poderes, los únicos integrados por elección popular directa, analiza la realidad desde el pequeño visor de un casco que lo aísla de ella, que sólo le permite ver una pequeña fracción de la misma. Ese jurista vive encapsulado en un mundo muy anterior a la globalización y la revolución tecnológica, ya que defiende al más fuerte contra el más débil, cuando la función primigenia de la ley es justamente la opuesta. Defender al más débil. El fuerte se protege solo.

El poder mediático y el poder judicial se delinearon en otros tiempos, cuando el hombre común temía al todopoderoso Estado y necesitaba una protección contra sus abusos. Hoy la realidad ha cambiado, las relaciones de poder han cambiado. El propio poder estatal es cada vez más débil por la transnacionalización típica de los procesos neoliberales, que hacen que un juez comunal de New York pueda amenazar la existencia de un país independiente, o declararlo “en desacato”. Juez comunal que falla en favor de una empresa multinacional con sede en un paraíso fiscal, y cuyas actividades son ilegales en la mitad del planeta (incluyendo el Estado de Nueva York) e inmorales en la otra mitad. El Estado, antes soberano, supremo, tiene encima suyo a poderes económicos, financieros y mediáticos  concentrados–muchas veces asociados en un único monstruo-  de alcance universal, con  pocos o ningún control justamente por no corresponder a una realidad territorialmente nacional. El ciudadano común es un microbio frente a esos poderes, está inerme. Esos poderes corporativos incluyen al poder mediático, ya no como un órgano de control sino como una amenaza, como un mecanismo de dominación concreto.  Las “bases mediáticas” como las llama el intelectual mexicano Fernando Buen Abad  son equivalentes  a las bases militares de otros tiempos. De allí surgen las consignas que llaman a la rebelión antiestatal a sectores económicamente poderosos que comienzan el proceso del Golpe Blando, sean los cacerolos o los sojeros argentinos, la guarimba venezolana o los terratenientes del Oriente boliviano.

Si la democracia es el gobierno del pueblo, el poder estatal, en sus tres ramas (legislativo, ejecutivo y judicial) debe proteger a la población de poderes económicos concentrados que conforman estructuras planetarias ubicadas por encima de las leyes y los estados. La división de poderes es importante, y debe preservarse,  pero el objetivo central de los tres poderes debería ser preservar al ciudadano de organizaciones  que se encuentran fuera del Estado pero que actúan dentro de él y pretenden controlarlo, de organizaciones que ven toda regulación como un acto autoritario, de organizaciones que más de una vez se sientan en ambos lados del mostrador.

La concentración de poder es mala, y produce abusos. En este mundo transnacionalizado, la mayor y más incontrolada concentración de poder se encuentra, claramente, en el ámbito de estos gigantes económicos privados.

En estas condiciones, no podemos llamar “Democracia”, no podemos decir que gobierna el pueblo, y ni siquiera podemos llamar "República", a un sistema con un Estado cuyo poder político no brega por someter a estos godzillas corporativos de la economía al Imperio de la Ley.



Adrián Corbella,  15 de julio de 2015

    

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