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sábado, 16 de noviembre de 2019

EL HOMBRE DE AL LADO, `por Martín Schapiro (para "Panama Revista")


por Martin Schapiro
@MartinSchapiro_

La primera agresión no vino de Jair Bolsonaro sino de Paulo Guedes, el Ministro de Economía que nombró con plenos poderes para impulsar reformas económicas radicales, en un país acostumbrado a que los cambios sean graduales. Uno donde las instituciones suelen oficiar, antes que nada, de moderadores enfocados en el mantenimiento del status quo. Guedes, graduado de la Escuela de Chicago, fue tajante y hasta grosero al responder a una periodista de La Nación, el mismo día de la elección de Bolsonaro, que Argentina “no era prioridad” para la administración próxima a asumir. Mientras, se anunciaba que Bolsonaro habría de arrancar sus viajes al exterior visitando Chile, Israel y los Estados Unidos, rompiendo la que era ya una tradición de visitas inaugurales recíprocas entre los mandatarios brasileños y argentinos. Ni siquiera la realización del G-20 en Buenos Aires, con presencia de todos los líderes mundiales relevantes para su país, y a muy poco de ser electo persuadió al brasileño de modificar su agenda. Un desprecio, se puede inferir, calculado.

En un país normal, Jair Bolsonaro no sería presidente. En un Brasil normal, tampoco. El proceso de destitución contra Dilma Rousseff dejó al desnudo a un sector de la clase política brasileña que había pasado bajo el radar de los observadores externos. El “bajo clero” legislativo. Diputados obsesionados por sus cargos, sin ideas ni ideología, encausados y acusados por diversos delitos. Pastores evangelistas, figuras de los medios, muchos (de verdad muchos) ex integrantes de las fuerzas de seguridad, y hacendados decididos a enrolarse detrás de cualquiera con el objeto de pagar la menor cantidad de impuestos y eludir regulaciones. Integrantes de varios partidos a lo largo de su trayectoria y en verdad, de ninguno, crecieron a la sombra de un liderazgo ejecutivo que mantuvo siempre proyección global. Itamar Franco, FHC, Lula y Dilma, pero también la mayoría de sus rivales derrotados venían del pelotón de dirigentes intelectualmente sólidos y de larga trayectoria. Bolsonaro es, en cambio, un representante acabado de ese “bajo clero”. Ex-militar, diputado hace veinte años, no alcanzan los dedos de una mano para contar las siglas a las que representó en la Cámara. Su presencia fue continua como representante de un discurso de derecha marginal, nostálgico de la dictadura militar cuya superación institucional había constituido un hilo de continuidad entre los gobiernos de FHC y los posteriores, del PT. Más allá del discurso, sus vínculos territoriales en el estado de Río de Janeiro fueron las milicias. Los temibles grupos parapoliciales que, con la excusa de enfrentar al narcotráfico, manejan la actividad económica ilegal en varias favelas fluminenses.


Con este perfil, Jair Bolsonaro no era la primera opción de las élites para gobernar el país. A la luz de su gobierno, las razones son evidentes. Su actuación en política externa, su política ambiental, las relaciones con los asesinos de Marielle Franco o sus declaraciones sobre otros poderes. En cada una, por sí misma, hay motivos que ponen en duda su aptitud para ejercer la presidencia y, en muchas de ellas, hay hasta causales graves de destitución. La apuesta de última instancia fue por el no retorno del Partido de los Trabajadores. Derrotado el anodino Alckmin, que con todo el tiempo televisivo y apoyo partidario posibles no arañó el 5% de los votos, se resignaron a Bolsonaro en pos del objetivo de continuar con el proceso que lleva andando desde el inicio del juicio político y que supuso abrir mano de muchas de las certezas que Brasil había construido, incluso, desde antes de la vuelta de la democracia. A gusto o a disgusto con su presencia, Bolsonaro logró, respaldado por los votos, dar curso a la reforma del sistema jubilatorio que Michel Temer no pudo llevar al recinto y, esta misma semana, el ministro Guedes presentó la propuesta de reducción del sector público más ambiciosa desde la aprobación de la Constitución del ’88. Mientras pueda alimentar esa agenda, Bolsonaro será tan criticado como tolerado.



“Sin lo hecho por Moro, no sería presidente”. Un intento de defensa terminó siendo una confesión. Lava Jato abrió el camino para Bolsonaro porque dejó a Lula fuera de juego, sí, pero por sobre todo por su centralidad en el desmantelamiento de los cimientos de los desarrollismos brasileños. Desde el proyecto lulista de internacionalizar a grandes empresas brasileñas, con Odebrecht, que llegó a competir en toda la región con firmas norteamericanas y chinas como mayor emblema, hasta Petrobras, la joya de la corona del gobierno militar, una empresa estatal de avanzada en mucha áreas, como la exploración petrolífera en aguas profundas. El cambio de Brasil supone la pérdida de centralidad de estos actores. Moro fue un protagonista central para que aquello fuera electoralmente sustentable, y que muchos, quizá una mayoría de los brasileños, consideraran a la hora de votar, que gran parte de su patrimonio colectivo merecía ser liquidado.


Moro es todavía la figura más popular del gobierno y conserva altos niveles de apoyo entre la población en general, aunque está lejos de su mejor momento, cuando la Operación Lava Jato cosechaba unanimidades, y los cuestionamientos, tímidos, a media voz, apenas apuntaban algunos “excesos”. Hoy es una figura divisiva, manchada en su reputación por las ilegalidades puestas al descubierto por el portal The Intercept. Ilegalidades que, curiosamente, habían estado siempre ocultas por el brillo de la luz del día. Las revelaciones simplemente obligaron a voltear la mirada. Junto a Guedes, Moro era garante ante el establishment de que Bolsonaro no se les iría de las manos. Conocidas sus máculas, “Lula preso” dejó de ser un paso más, si bien el mayor, de la investigación que venía a dar vuelta Brasil para siempre. Hoy se convirtió en bandera. Si, para la alicaída izquierda brasileña, Lula representa, con su libertad al menos temporalmente recuperada, una esperanza de volver a discutir con posibilidades el rumbo político del país, para el gobierno, la idea de la bestia negra cuyo regreso acecha a las clases dominantes en caso de que decidieran retirarle el apoyo es también un aire renovado.

Guedes, graduado de la Escuela de Chicago en sus tiempos más precámbricos, es admirador del relato más simplista y esquemático sobre el modelo chileno, que lo vincula con la mera desregulación pinochetista. Privatizar el sistema jubilatorio, y activos públicos estratégicos como la plataforma petrolera, abrir el comercio. Continuidad y profundización del modelo del “Puente al futuro” de Temer, y un olvido llamativo. Mientras la industrialización por sustitución de importaciones fracasó inapelablemente en Chile durante las décadas de su vigencia, Brasil fue el segundo país que más creció en el mundo entero de la mano de aquel proceso. De Guedes a Moro, sin embargo, la convicción hoy gobernante parece ser que nada hay allí que merezca ser salvado.

Se repitió hasta el hartazgo que entre Brasil y Argentina hay demasiados intereses  entrelazados como para que sea posible pensar en conflictos serios entre los dos países. Es cierto que Argentina es el principal mercado para los productos industriales brasileños, pero también es cierto que, en la etapa actual, son el agronegocio y el sector financiero quienes parecen llevar el impulso en la definición de los intereses de la burguesía de nuestro gran país del norte. El vínculo comercial, que seguro será importante, no es lo que nos va a salvar. Quizás sea en sectores ajenos a las prioridades progresistas habituales donde haya que buscar fortalecer la complementariedad e interdependencia. En el ámbito militar, la zona de paz entre los dos países es un logro construido pacientemente construido por la democracia que difícilmente nadie quiera siquiera poner en cuestión, y sus consecuencias en el ámbito nuclear son ejemplares a nivel mundial.


Los canales subterráneos en distintos estamentos estatales estables serán claves para preservar la relación. El núcleo de apoyo a Bolsonaro es el tercio más radicalizado de los electores, y cada vez que debió elegir, Bolsonaro priorizó hasta ahora, ante cada disyuntiva, sostener el apoyo de ese sector. La generación de fantasmas en el exterior resulta una herramienta útil para fortalecer a las bases políticas domésticas, tal como muestra Trump en sus batallas con China y la frontera mexicana. Si, como dice el politólogo Oliver Stuenkel, para el trumpismo bolsonarista, China no puede ser una amenaza concreta, por resultar lejana para los brasileños y por su relevancia como destino de las exportaciones extractivas del país, y Venezuela se ha vuelto un cuco débil y repetido, una Argentina percibida como barrera a la apertura del Mercosur, y gobernada por un espacio cercano al Partido de los Trabajadores es un némesis ideal a la hora escoger enfrentamientos. Aún si Alberto Fernández nunca hubiera dicho “Lula Libre”, serán tiempos difíciles en la relación con el grandote del vecindario.

Publicado en:
http://www.panamarevista.com/el-hombre-de-al-lado/

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