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lunes, 22 de abril de 2013

LECCIONES BOLIVARIANAS SOBRE LA SUCESIÓN, por Dante Augusto Palma (para “INFOnews” del 18-04-13)



El triunfo de Nicolás Maduro en las elecciones presidenciales de Venezuela puede servir de ejemplar para realizar analogías e interpretaciones respecto del futuro de la Argentina más allá de que, por supuesto, ningún modelo y ninguna circunstancia puede replicarse de un país a otro.
Por un lado, aun cuando no le alcanzó para ganar, la estrategia de la oposición antichavista ha sido efectiva pues logró obtener casi 45% de los votos en la última elección frente a Chávez y más de 49% en la del domingo pasado. Esta “efectividad” electoral, claro está, nada dice acerca de lo que podría haber sucedido si Capriles llegaba al poder en el sentido de que, muchas veces, los melones se acomodan andando el carro, pero cuando uno lleva, además, naranjas, sandías, bananas y manzanas lo que puede suceder es que el carro vuelque. Está metáfora frutal es la que no comprende cierto sector del establishment argentino que, a toda costa, pide una unidad opositora cuyo único objetivo es vencer al kirchnerismo sin tomar en cuenta el día después de una hipotética llegada al poder. Similar exigencia de unidad es la que se pregona desde los organizadores del cacerolazo del 18 de abril, protesta que, esta vez, ha sido apoyada explícitamente por la dirigencia política opositora, aunque, cabe aclarar, el único inconveniente es que, entre la multitud que cacerolea contra las políticas oficiales, la única faz propositiva que aparece surge de un entretenimiento, por ahora, infructuoso: aquel que a falta de un Wally se conoce como “Buscando un Capriles”.
Pero por otro lado, y quizás esto sea más interesante, el triunfo de Maduro es un dato que se debe tener en cuenta para esa siempre interesante parte de la biblioteca que se ocupa de la problemática de los liderazgos carismáticos y su inocultable dificultad para delegar y, eventualmente ante determinadas circunstancias, lograr transferir el poder con similar apoyo de las masas. Dicho en otras palabras, y sin abundar en tecnicismos o referencias académicas, parece casi inherente a la condición de líder carismático la dificultad de transferir el poder a un sucesor. No sólo por la resistencia que el propio líder tendría sino porque en el hipotético caso de que una determinada circunstancia así lo obligue, ungir a un continuador no garantizaría el traspaso automático de los apoyos.
Con todo, en el caso de Venezuela, Maduro obtuvo un porcentaje cercano al de la última elección de Chávez aunque contó con la inmensa ayuda del recientemente fallecido líder bolivariano, quien, una vez consciente de la irreversibilidad de su enfermedad, tuvo la sensatez de dejar bien en claro a quién pretendía transferir el poder. El resto, con aciertos y errores, ya es parte de la propia historia política de Maduro no sólo de cara al electorado sino frente a las internas existentes al interior del chavismo.
Pero si pensamos en la historia de la Argentina, ha habido ejemplos para un lado y para el otro, si bien las circunstancias fueron muy distintas. Así, con Perón vivo y en el exilio, parecía más fácil que la orden de apoyar a Cámpora tuviera mejor recepción que el hecho consumado de tener que seguir a Isabel con Perón muerto. Esto muestra que en el juego de las variables no resultan indiferentes las cualidades de los sujetos ungidos y que, por más vínculo vertical o de obediencia existente, la determinación de un sucesor siempre supone una nueva conformación con incluidos y excluidos. Asimismo, está el caso sui generis de los Kirchner, esto es, un presidente que propone como candidata a una esposa que acabó demostrando con creces estar preparada para el cargo, algo que deben reconocer incluso sus más fervientes opositores. Pero por eso mismo, aun siendo muy distintos, los liderazgos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández fueron recibidos como una continuidad en una suerte de liderazgo carismático “monstruoso” de dos cabezas.
Ahora bien, siguiendo con nuestro país, uno de los focos de incertidumbre política más grande es la resolución de la problemática de la sucesión en el gobierno nacional. Dejando de lado la posibilidad remota de una eventual reforma constitucional que pudiera habilitar un nuevo mandato, la pregunta que se plantea es quién va a ser el candidato que el oficialismo propondrá para suceder a la Presidenta. Independientemente de los nombres que alocadamente se arrojan y que van desde Scioli hasta Boudou, Abal Medina, Alicia Kirchner, Máximo Kirchner, Urribarri, Capitanich o Parrilli, lo cierto es que, más allá de las cualidades de cada uno de los candidatos, no habría, en principio, nada que conceptualmente pudiera garantizar que la decisión sucesoria que adopte CFK será seguida a pie juntillas ni por los diferentes sectores que conforman el kirchnerismo ni por el electorado. Finalmente pareciera que la única decisión que no siempre es respetada por todos los seguidores es aquella por la que se designa un sucesor que, por el modo en que irrumpe en la arena política, carga en sus espaldas el peso de ser criticado haga lo que haga. Pues si sigue demasiado al líder que lo ungió lo acusarán de obsecuente, místico o títere y si se muestra con vuelo propio le dirán traidor y recordarán que con el líder anterior las cosas estaban mucho mejor.
Pero si bien todo esto es cierto, el caso venezolano se puede tomar como un ejemplo en el que un líder puede ungir a un sucesor y esto puede trasladarse a las urnas masivamente. Las razones para que esto suceda son múltiples y, como se dijo, incluye las circunstancias, las cualidades del elegido de cara al electorado y el rol que cumpla al interior del entramado de sectores que conforman el gobierno. Pero a esto hay que agregarle un elemento más que no es determinante pero que suele pasarse por alto en los análisis politológicos. Me refiero al nivel de penetración e internalización que un proyecto de gobierno alcanza en los diferentes estratos de la población como para poder hacerse inteligible independientemente de los nombres propios. Esto vale tanto para el socialismo del siglo XXI como para el proyecto nacional, popular y democrático de los Kirchner.
Como se puede observar, entonces, son demasiadas cosas a tener en cuenta, y un antecedente irrepetible, pero antecedente al fin, es que el gobierno de CFK no sólo pudo sobrellevar la muerte de su marido sino que en ese contexto fortaleció su poder hacia el interior depurando algunos acompañamientos, apostando a una renovación generacional y dando una vuelta de tuerca a una identidad política que sigue en proceso de transformación.
Para finalizar, qué sucederá cuando la Argentina se enfrente en 2015 a unas elecciones en las que ni Scioli, ni Macri, ni CFK cuentan con cláusulas que les permitan volver a ser elegidos es algo que no puede determinarse hoy. De no mediar ninguna reforma, buscarán depositar en un elegido su caudal de votos y garantizarse un lugar de privilegio en su propia fuerza, o puede que tomen el riesgo de que las disputas internas en cada uno de sus espacios se diriman en las internas abiertas y obligatorias. Todo puede pasar y nada garantiza la transferencia de poder de un candidato a otro; pero puede que las distintas variables confluyan, y un liderazgo fuerte como puede ser el de Chávez o CFK sea capaz de empoderar un “tapado”. En Venezuela, hasta hoy, y al menos electoralmente, funcionó.

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