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viernes, 29 de marzo de 2013

UN GRITO SILENCIOSO, por Hugo Presman (para “hugopresman.blogspot.com.ar” del 25-03-13)




Sanción de la ley para trabajadoras de casas particulares     



Limpian las casas. Cuidan a los hijos de sus empleadores. Cocinan. Meten sus manos en el inodoro para que brille, planchan la ropa, riegan las plantas. Se las denomina empleadas domésticas, siervas, sirvientas, mucamas, shikse, muchachas. Tienen  un régimen especial, lejos de los derechos de los trabajadores amparados por la ley de contrato de trabajo. Son alrededor de un millón que tiene un grito silencioso atragantado. Vienen de las villas, de las pensiones precarias con alquileres desmedidos, de las provincias, del conurbano. Cabecitas negras, inmigrantes paraguayas, bolivianas o peruanas. Las que se emplean con cama adentro en exclusividad y las que por hora distribuyen sus energías y sus esfuerzos a varios empleadores. María Elena Walsh las describió con precisión a las primeras, en su poema La Juana: “Cuando una es de tierra adentro/también es de cielo afuera./Si viene pa’ Buenos Aires/un calabozo la espera/y pregunta dónde está/el cielo de la ciudá./ Señora dueña de casa/perdone el atrevimiento:/al pájaro en jaula de oro/le madura el sentimiento /de ponerse a curiosear/la tierra y también el mar./ Sé que ustedes pensarán/qué pretenciosa es la Juana,/cuando tiene techo y pan/también quiere la ventana./Soy como soy,/miro un poquito y después me voy.”
Cuando son muy jovencitas aceptan o sortean con dificultad los acosos sexuales de los adolescentes de la casa.


Las denominan principalmente empleadas domésticas. Fue una de ellas, Casimira Rodríguez Romero quien llegó a Ministra de Justicia de Bolivia en el gobierno de Evo Morales, la que se rebeló contra esa expresión peyorativa afirmando que “domésticos son los animales”. Si se desarrolla el contenido de la acepción, se puede comprender en toda su dimensión la humillación que contiene. La empleada es un animal que necesita ser “domesticado” es decir civilizado. Es el viejo axioma de civilización y barbarie: la empleadora representa a la civilización que a través de determinadas pautas culturales realiza un trabajo de domesticación que transforma a la cabecita negra en un ser parcialmente civilizado.  Por supuesto que se pueden encontrar casos en donde a la empleada del hogar se la trata y se la respeta como una trabajadora. Pero no es precisamente el caso de aquellas empleadoras que le colocan un uniforme y la envían a hacer las compras para que todos perciban que esa mujer es una empleada “doméstica”, un animal en proceso de domesticación.
La licenciada en filosofía Esther Díaz en su libro “Las grietas del control. Vida, vigilancia y caos”, donde analiza los guetos urbanos creados por las políticas neoliberales escribió: “La escena es paradisíaca. Sus protagonistas parecen ángeles solazándose entre el verdor y las flores. Revolotean las mariposas. Gorjean los pájaros. El espejo de agua de la piscina destella en una tarde que se arrastra entre mansiones y arboledas. “Juguemos a las visitas”, propone una nena dispuesta a repartir los roles, “seremos hombres, mujeres y mucamas”, indica. La madre, recostada en la reposera, levanta la vista del catálogo que está hojeando y aclara que “mucamas” entra en la categoría “mujeres”, es decir hombres y mujeres es suficiente. Pero esto no se condice con el imaginario de los pequeños niños-country. Finalmente juegan a ser hombres, mujeres y mucamas. Una aclaración lingüística no puede revertir años y años de prácticas sociales. Las diferencias entre los habitantes del barrio y quienes vienen de afuera para servirlos son tan marcadas que las mucamas, en el imaginario infantil, han perdido su condición de mujeres; son simplemente mucamas”.     
El poema de María Elena Walsh concluye: “Yo vivo en un cuadradito /de oscuridad recortada,/con un corazón de vidrio/por donde no se ve nada./Présteme el televisor/que se ve más y mejor.
Por esa ventana ajena/es propio lo que una mira./Está abierto al mundo entero/aunque sea de mentira,/y mi único balcón/es ver la televisión.”

LA HISTORIA Y LA LUCHA DE CLASES
Lo contó en reiteradas oportunidades Ernesto Sábato. La derrota del peronismo y el triunfo militar de la Revolución Libertadora, lo encontró en Salta. Los anfitriones abrieron botellas de champagne y celebraron con él entusiastamente el derrocamiento del “tirano”. Cuando Sábato se dirigió a la cocina en busca de más bebida, encontró a todas las empleadas llorando desconsoladamente. Una duda atravesó su alegría. Sábato debería haber recordado en esa oportunidad, pero no lo hizo, aquella notable frase de Cesare Pavese: “Hay momentos en la historia que los que saben escribir no tienen nada que decir y los que tienen algo que decir no saben escribir.” El intelectual y escritor intuía que estaba en el lugar equivocado como en otras ocasiones le pasaría. Las empleadas desde sus vísceras comprendían que su vida volvería a cambiar. Que ya no sería factible que muchas de ellas se convirtieran en obreras textiles suplantando la explotación individual y solitaria por otra en donde la explotación colectiva tenía límites, con delegados de fábrica que las defendían de los abusos y abogaban por sus derechos. Las que estaban ahí, como en millones de hogares percibían que otra vez la relación de fuerza se les volvía absolutamente desfavorable. Tres años antes se sintieron huérfanas cuando murió Evita, a la que no había que explicarle nada en materia de pobreza, de exclusión y de discriminación. La padeció desde que nació y nunca lo olvidó porque la llevaba marcada en su notable sensibilidad.
Justamente lo que le sucedió en su casa ese 26 de julio de 1952, lo narra el ensayista José Pablo Feinmann en su libro “Peronismo. Filosofía política de una persistencia argentina”: “En mi casa, que estaba en Belgrano R, en Echeverría y Estomba, en diagonal a la Iglesia San Patricio, y que fue para mí, niño de los “años privilegiados”, el hogar más cálido que jamás haya tenido, había una joven de nombre Rosario. Rosario era lo que se llamaba “la sirvienta”. Era muy buena. Era la cocinera.  Otra señora se encargaba de la limpieza. Bien, voy a esto: el 26 de julio de 1952 se muere Evita. Rosario estaba en la cocina. Dan la noticia por radio. Rosario se pone a llorar.  Yo estaba jugando a no sé qué juego de la época en el comedor. Creo que estaba armando un Mecano o asaltaba un fuerte con unos soldaditos. Mi madre andaba por ahí. De pronto, no sé por qué alternativa del juego, yo me largo a reír. Y se oye la voz de Rosario : “ Que no se ría. ¡Que no le falte el respeto a la señora!” Mi madre me pega un mamporro  durísimo y, en voz baja pero imperativa, dijo: “¡Callate! Salió corriendo hacia la cocina. Me acerqué, paré la oreja y escuché el diálogo. Rosario lloraba y a la vez decía: “Su hijo se está riendo señora. Evita se murió  y él se ríe. Se está burlando.” Mi madre, con miedo trataba de calmarla.: “Es un chico, Rosario. Está con sus juguetes. No sabe lo que pasa” La “patrona” tenía que darle explicaciones a la “sirvienta.” Eso era el nuevo país.”      

UN GRITO SILENCIOSO
Limpian las casas. Cuidan a los hijos de sus empleadores. Cocinan. Meten sus manos en el inodoro para que brille, planchan la ropa, riegan las plantas. Las denominan empleadas domésticas, siervas, sirvientas, mucamas, shikse (en las familias argentinas de origen judío, expresión descalificatoria en idish).
Arrastran un grito silencioso de muchas décadas. Pero ahora su grito es sonoro porque el Congreso de la Nación, después de dos años, aprobó con fuerza de ley el proyecto enviado oportunamente por la Presidenta de la Nación que rápidamente había sido aprobado por unanimidad en diputados y de la misma forma, a pesar de la dilación, ahora lo ha hecho la Cámara de Senadores.
Ahora tendrán todos los derechos que los “republicanos y demócratas” le escamotearon con sus “olvidos”.
Y la ley les da la dignidad que los prejuicios y el poder le arrebataron. Lentamente irá penetrando la denominación al lenguaje cotidiano. No son empleadas domésticas, ni sirvientas, ni siervas. Son empleadas de casas particulares o empleadas del hogar. Algún día, cuando esta batalla cultural haya triunfado, argentinos jóvenes preguntarán con estupor cómo fue posible que una trabajadora pudiera haber sido denominada como doméstica o sirvienta. Evita sostenía que donde hay una necesidad hay un derecho. Este tardó demasiado, pero otra mujer, Cristina Fernández lo ha impulsado. Parafraseando a Carlos Marx: “La liberación de las mujeres será obra de las mujeres mismas”.
El peronismo, en sus mejores versiones, como el kirchnerismo, hace muchas veces, posible lo necesario. Encuentren ahí los sociólogos desorientados, los adversarios impenitentes,  la explicación al misterio de su perdurabilidad.



24-03-2013   
Para publicar citar fuente. Hugo Presman. Todos los derechos reservados.   


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