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lunes, 25 de marzo de 2013

LAS PALABRAS Y LOS HECHOS, por Roberto Caballero (para “Tiempo Argentino” del 24-03-13)



Otro 24 de marzo, el documento de Bergoglio y el ataque devaluacionista.


El nuevo aniversario del golpe del '76 permite reflexionar sobre la evolución de ciertas palabras en estos 37 años. "Desaparecido" fue un eufemismo criminal acuñado por el Estado terrorista para evitar decir que tenían a alguien "torturado", "vejado", "secuestrado", "picaneado", "asesinado" o "arrojado vivo al mar". Dentro del contexto de horror industrial luego conocido, esa palabra sencilla, "desaparecido", que el diccionario manda a describir inocentemente como ausencia o extravío, asumió una carga de significado que resume todas las prácticas aberrantes contra semejantes cometidas en aquella Argentina genocida, etapa que hasta no hace mucho era definida como "Proceso", en abreviatura complaciente con el militar "Proceso de Reorganización Nacional", que ahora podemos llamar, sin vueltas, "dictadura cívico-militar-clerical" en un triunfo del lenguaje de la verdad, la vida y la democracia por sobre la herencia retórica oscurantista de la represión ilegal, que debería llenarnos de orgullo como sociedad. Decir las cosas como realmente ocurrieron es una manera de sacarse el miedo inoculado por los genocidas.
El decreto presidencial 1199/12, que dispuso "el relevamiento y reparación material de los legajos de los empleados de la Administración Pública Nacional desaparecidos y asesinados", es otro paso en esta política reparadora de llamar a las cosas por su nombre. En adelante, allí donde los registros oficiales hablaban de "baja", "cesantía", "suspensión", "renuncia forzada" o "despido", podrá leerse "desaparición forzada o asesinato como consecuencia del accionar del terrorismo de Estado". Es una medida que reconcilia a las palabras con la verdad de los hechos. Porque las palabras, además de su sentido individual, tienen una dimensión social e histórica. Pasaron casi cuatro décadas para que haya justicia con estas víctimas, y también para que las palabras utilizadas en la operación de ocultamiento de su tragedia ("cesantía", "suspensión", "despido", "renuncia"), queden definitivamente liberadas. En este caso, de la mentira.

EL DOCUMENTO. 



La Iglesia Católica dice que Jesús es el Verbo. Sus dogmas están sostenidos en dos libros fundamentales: la Biblia y el Nuevo Testamento. El valor que los teólogos dan a las palabras como organizadoras del mundo es divino. Cuando la Iglesia elabora un documento, habla una tradición de casi 2000 años que alimenta su fe, es decir, le encuentra sentido a una sumatoria de creencias, con palabras ordinarias que describen sucesos extraordinarios. No es casual, entonces, que Jorge Bergoglio, ahora Papa Francisco, haya llevado a su encuentro con Cristina Kirchner, además de una virginal rosa blanca, el "Documento de Aparecida", producido durante la "V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe", llevada a cabo en Brasil, en mayo de 2007. No fue un souvenir más. Se trata de un texto redactado en su totalidad por Bergoglio, y avalado por todos los obispos de la región. Es, podría aventurarse, la bitácora espiritual e ideológica de la Iglesia continental, que ahora llegó a Roma de la mano de Francisco. Leerlo es adentrarse en la cabeza del nuevo Pontífice, nada menos. Buena parte del material transcurre por crípticos asuntos teológicos, pero hay pasajes que sorprenden por su anclaje terrenal. Como en los fallos de la Corte Suprema, hay párrafos para todos los gustos. Algunos que entusiasman, incluso, a la izquierda católica, como la que se referencia con el teólogo brasileño Leonardo Boff, padre de la Teología de la Liberación. Y otros que escandalizarían a los que suponen que el nuevo papado es la punta de la restauración populista conservadora, que amenaza la experiencia de los gobiernos progresistas que vive América Latina.
Cristina destacó que durante el encuentro que mantuvo en el Vaticano, Bergoglio le habló de "la Patria Grande". Algunos creerán que fue una concesión, pero en realidad surge del documento, que promueve que "la fe evangélica, como base de comunión, se proyecte en formas de integración justa en los cuadros respectivos de una nacionalidad, de una gran patria latinoamericana (…) La IV Conferencia de Santo Domingo volvía a proponer 'el permanente rejuvenecimiento del ideal de nuestros próceres sobre la Patria Grande'. La V Conferencia de Aparecida expresa su firme voluntad de proseguir ese compromiso. No hay, por cierto, otra región que cuente con tantos factores de unidad como América Latina, pero se trata de una unidad desgarrada (…) Es nuestra Patria Grande pero lo será realmente 'grande' cuando lo sea para todos, con mayor justicia."
También la economía preocupó a los prelados: "Trabajar para el bien común global es promover una justa regulación de la economía, finanzas y comercio mundial." Hasta hay un párrafo kirchnerista: "Es urgente proseguir en el desendeudamiento externo para favorecer las inversiones en desarrollo y gasto social, prever regulaciones globales para prevenir y controlar los movimientos especulativos de capitales, para la promoción de un comercio justo y la disminución de las barreras proteccionistas de los poderosos, para asegurar precios adecuados de las materias primas que producen países empobrecidos." Sobre los tratados de libre comercio, como el ALCA, la Iglesia dejó asentada su opinión: "Hay que examinar atentamente los Tratados intergubernamentales y otras negociaciones respecto del libre comercio. La Iglesia del país latinoamericano implicado, a la luz de un balance de todos los factores que están en juego, tiene que encontrar los caminos más eficaces para alertar a los responsables políticos y a la opinión pública acerca de las eventuales consecuencias negativas que pueden afectar a los sectores más desprotegidos y vulnerables de la población." Y continúa: "Una globalización sin solidaridad afecta negativamente a los sectores más pobres. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y opresión, sino de algo nuevo: la exclusión social. (…) Las instituciones financieras y las empresas transnacionales se fortalecen al punto de subordinar las economías locales, sobre todo, debilitando a los Estados, que aparecen cada vez más impotentes para llevar adelante proyectos de desarrollo al servicio de sus pueblos (…) La globalización ha vuelto frecuente la celebración de Tratados de Libre Comercio entre países con economías asimétricas, que no siempre benefician a los países más pobres (…) Aunque se ha progresado muchísimo en el control de la inflación y en la estabilidad macroeconómica de los países de la región, muchos gobiernos se encuentran severamente limitados para el financiamiento de sus presupuestos públicos por los elevados servicios de la deuda externa (…) La actual concentración de la renta y riqueza se da principalmente por los mecanismo del sistema financiero. La libertad concedida a las inversiones financieras favorecen el capital especulativo (…) La globalización comporta el riesgo de los grandes monopolios y de convertir el lucro en valor supremo."
Boff dijo que si algo quedaba del Concilio Vaticano II en la catolicidad vigente, había que rastrearlo en este documento, escrito por Francisco cuando todavía no era Papa: "Hoy queremos ratificar y potenciar la opción del amor preferencial por los pobres hecha en las conferencias anteriores (…) Asumiendo con nueva fuerza esta opción por los pobres, ponemos de manifiesto que todo proceso evangelizador implica la promoción humana y la auténtica liberación 'sin la cual no es posible un orden justo en la sociedad'.".
Son palabras potentes las del documento. Que Francisco se lo haya entregado a la presidenta como "agenda de diálogo futuro" parece auspicioso. En lo referido a cuestiones económicas y sociales, hay mucho material para la coincidencia. Por ejemplo, hay un reconocimiento expreso a las políticas llevadas adelante por los gobiernos de la región: "Después de una época de debilitamiento de los Estados por la aplicación de ajustes estructurales de la economía, recomendados por organismos financieros internacionales, se aprecia actualmente un esfuerzo de los Estados por definir y aplicar políticas públicas en los campos de la salud, educación, seguridad alimentaria, previsión social, acceso a la tierra y a la vivienda, promoción eficaz de la economía para la creación de empleos y leyes que favorecen las organizaciones solidarias." Y un párrafo merece ser destacado, porque la Iglesia oficial habitualmente no se expresa de este modo: "Es positiva la globalización de la justicia, en el campo de los derechos humanos y de los crímenes contra la humanidad." Eso lo escribió Bergoglio en 2007. Genera esperanza, claro. Pero no hablamos de Camilo Torres. Porque otro pasaje dice así: "Constatamos un cierto proceso democrático que se demuestra en diversos procesos electorales. Sin embargo, vemos con preocupación el acelerado avance de diversas formas de regresión autoritaria por vía democrática que en ciertas ocasiones derivan en regímenes de corte neopopulista. Esto indica que no basta una democracia puramente formal, fundada en la limpieza de los procesos electorales, sino que es necesaria una democracia participativa y basada en la promoción y respeto de los derechos humanos. Una democracia sin valores, como los mencionados, se vuelve fácilmente una dictadura y termina traicionando al pueblo."
Palabras. Muchas palabras. Algunas preciosas. Otras, no tanto. Qué ocultan o revelan. El velo sobre su verdadero significado se correrá cuando hablen los hechos.

EL DÓLAR.

 En los últimos 40 años, el dólar estuvo muy barato en dos oportunidades: con Videla y Martínez de Hoz; y con Menem y Cavallo. La primera época es conocida como la de la "plata dulce", y la segunda fue la década del ’90. En una, 30 mil argentinos eran secuestrados y desaparecidos, 500 chicos eran apropiados, las garantías constitucionales estaban suspendidas y los opositores eran arrojados al Río de la Plata desde los aviones. En la otra, desaparecían la industria y los puestos de trabajo, la pobreza aumentaba y la Argentina –según explicaba la Iglesia Católica en la mesa del Diálogo Argentino–, quedaba al borde de la disolución. Por lo tanto, la accesibilidad a la divisa estadounidense nunca fue síntoma de un país mejor, del mismo modo que su retaceo tampoco es la medida de su fracaso.
Ahora que los diarios Clarín y La Nación funcionan como arbolitos del dólar ilegal, se quiere convencer a la sociedad de que el dólar vale entre 8, 9 y hasta 10 pesos. Se presenta alegremente una brecha entre el oficial y el que cotiza en el mercado negro, de casi el 70%, como evidencia del atraso cambiario que el gobierno estaría ignorando. El primer dato a tener en cuenta frente a este ataque especulativo es que no hay productos que hayan incrementado su precio en idéntico porcentaje. En cualquier supermercado puede comprobarse. El valor del dólar blue, negro o celeste no se trasladó a los precios de los productos que consume el 90% de los argentinos, lo que demuestra que está superficialmente inflado. El grueso de las importaciones y exportaciones se siguen haciendo con el dólar oficial. El segundo dato valioso es que ese precio alocado que se pide por el billete de Washington mueve un mercado marginal de, como mucho, 36 millones de dólares, frente a un dólar oficial respaldado en 41 mil millones de la misma divisa estadounidense atesorados en las reservas del Banco Central. Su insignificancia llega a la tapa de los diarios hegemónicos por una única razón: generar las condiciones de devaluación del tipo de cambio que licúe el salario real de los trabajadores después de una década de recuperación sostenida en el aumento del empleo, la actividad económica y el consumo. Devaluar es ajustar, y la Argentina patronal busca eso.
Puede decirse –como se dice con cierta autosuficiencia desde el gobierno–, que el último embate cambiario es un intento débil por atacar las cifras globales de las finanzas oficiales, que lucen robustas pese a todo. Sin embargo, ignorar que impacta en el inconsciente colectivo de la sociedad, generando incertidumbre, sería una necia manera de enfrentar lo que hoy no es un problema grave, pero puede llegar a serlo si su efecto perdura en el tiempo. Por eso mismo, Cristina Kirchner convocó a su equipo económico a Olivos, el miércoles pasado.
Hoy se estudian dos alternativas para erradicar la expectativa devaluatoria. Una habla el lenguaje del mercado y la otra abreva en la misma filosofía económica que produjo el control de cambio. El primero grupo propone endeudarse internacionalmente en miles de millones de dólares para incrementar las reservas del Central, ir liberando el acceso a la divisa y hacer frente a la demanda, que sería mayúscula en los primeros meses post-control, para ir cediendo con el paso del tiempo.
El segundo grupo, reforzado en la idea de que el blue es un artificio, insiste en secar la plaza, obligar a los sojeros a que liquiden el poroto que guardan en silos bajo amenaza de recrear la Junta Nacional de Granos, acelerar la reforma del mercado bursátil para crear instrumentos de atesoramiento que emparden la inflación y actuar policialmente sobre los especuladores, que no son más que ocho cambistas por todos conocidos. A tres de ellos, al menos, quieren ver tras las rejas, como elemento disciplinante para el conjunto.
Por ahora, Cristina no decidió cuál de las propuestas sería la más viable. Quizá sorprenda en las próximas horas, como casi siempre, saliendo del laberinto por arriba.
 
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