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viernes, 21 de diciembre de 2012

Kirchnerismo y jacobinismo: la saga maldita, por Ricardo Forster (para “INFOnews” del 21-12-12)






 “Hay que tomar en serio el ‘vamos por todo’. No es un relato, es una explícita declaración de intenciones. No es un subterfugio narrativo para engañar a partidarios ni a enemigos. Es algo que la Presidenta y sus leales desean y creen que puede obtenerse. Ir por todo implica no dejar nada a nadie: a los enemigos ni justicia. Así se cierra el círculo vicioso de la virtud jacobina en su versión criolla”.
Beatriz Sarlo, “Teoría y práctica cristinista del ‘vamos por todo’”, en La Nación, 16/12/12

Cierto discurso que se reclama como progresista y republicano busca, a la hora de analizar el kirchnerismo, establecer una genealogía –no carente de significación política y como parte de una estrategia de horadación sistemática de sus perspectivas centrales– que lo convierta en heredero directo de una alquimia que va de los jacobinos franceses a la teoría del jurista alemán Carl Schmitt que trazó la línea maestra de la diferenciación amigo-enemigo como núcleo, así lo sostenía el compañero de ruta del nacionalsocialismo en los años turbulentos de la Alemania de entreguerras, de una política antiliberal y posilustrada. Una saga que arranca con Robespierre, Marat y Saint-Just y se encuentra, para sorpresa de quienes no imaginaron esas filiaciones entre los orígenes de la izquierda y la construcción filosófico-política de una de las derechas más radicales que se desplegaron en la primera mitad del siglo XX, con un claro giro contrarrevolucionario después de haber pasado por la etapa bolchevique. Sin pudor, esos intérpretes se subieron al tren de la derecha neoliberal que, puesto en marcha hacia finales de los años setenta –cuando se iniciaba el proyecto arrasador del tándem Thatcher-Reagan– comenzó el trabajo de desmantelamiento de las tradiciones democrático-populares convirtiéndolas en el punto de partida de los totalitarismos modernos. Muchos antiguos izquierdistas se acomodaron sin inconvenientes en el interior de ese giro conservador de la historia despachando, sin complejos, sus vocaciones igualitaristas y emancipadoras como restos arqueológicos de otra época del mundo.
La deducción es evidente y salta a la vista: el kirchnerismo representa, hoy y entre nosotros, la actualización –quizá tragicómica dirían estos intérpretes– de esa perturbadora saga que ha tendido a homologar tradiciones revolucionarias con tradiciones de derecha y fascistas en esas lecturas arrasadoras y cargadas de prejuicios de la complejidad de la historia, alimentados, esos prejuicios y esas simplificaciones, por el giro neoliberal del antiguo progresismo, que establece una línea de continuidad entre el jacobinismo y los totalitarismos del siglo que ha quedado a nuestras espaldas.
El kirchnerismo, bajo la forma de la parodia que se estructura, eso escriben las plumas principales que parecen recostarse en el progresismo pero se pronuncian desde la tribuna clásica de la derecha argentina, alrededor de la frase “vamos por todo”, seguiría expandiendo las últimas descargas espasmódicas de un ontologismo político asumido como exigencia de lo absoluto. Expresado bajo otra nomenclatura no menos perturbadora la podríamos presentar, a esta filiación histórica, siguiendo una línea temporal: revolución francesa (origen del terror estatal y de la “virtud incorruptible”), revolución rusa (ampliación de los alcances de la dictadura revolucionaria hasta convertirla en una maquinaria represiva sin fisuras) y contrarrevolución nazi (forma radical del totalitarismo cuyo germen ya se encontraba en el comité de salud pública jacobino y en todas las ideologías que fueron deudoras de esa matriz forjada desde una reducción de la política a “ética de la convicción”, esto es, a un decisionismo de lo absoluto e innegociable enfrentado al consensualismo democrático-republicano del liberalismo). Como heredero de esta perturbadora saga, el cristinismo, versión radicalizada del kirchnerismo, estaría llevando a la democracia argentina hacia su colapso autoritario. La mesa está puesta: contra ese “peligro jacobino” hay que defender a la república de sus envilecedores que están dispuestos, una vez más, a negarles toda justicia a los enemigos. ¿Reconoce el lector la estrategia que lleva en su interior ese argumento –utilizado por las derechas continentales– de “rescate de la democracia” de sus destructores internos que se expresan en el neopopulismo?
El “relato” del kirchnerismo (forjado, eso dicen, en la supuesta influencia que sobre Cristina Fernández han tenido y siguen teniendo Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, cultores contemporáneos de la categoría schmittiana de “amigo-enemigo”) no sería otra cosa que la última estación de la vieja maquinaria, algo herrumbrada, del “giro totalitario” de los populismos actuales. La historia de la modernidad guardó, como excrecencia política, la metamorfosis de los proyectos revolucionarios en máquinas de terror totalitario. Lo que no dicen, estos progresistas liberal-conservadores, es que la consecuencia última que se extrae de esta genealogía es que la propia democracia, bajo su matriz popular, lleva en su interior ese germen destructivo que desde siempre habitó en la tradición revolucionaria. Si fuesen consecuentes, como lo viene siendo la derecha europea contemporánea, estarían cada vez más dispuestos a desprenderse de la tradición democrática en nombre de la pureza republicana y liberal. Todavía, para antiguos militantes de izquierda, resulta difícil dar el último paso hacia el sinceramiento político. Sus críticas al experimento popular-democrático kirchnerista apuntan, ya casi sin disimulos, a la restauración bajo la máscara de una república recuperada de su envilecimiento populista.
La consecuencia política directa de este posicionamiento la podemos encontrar reflejada en el espanto que sienten algunos intelectuales autoafirmados como progresistas y/o socialdemócratas frente a la “desprolijidad populista” del kirchnerismo que ha reinstalado la lógica de la beligerancia y la confrontación entremezclando de manera escandalosa lo que debe ser prolijamente separado para que la dinamita no explote. Maestros retóricos del consensualismo no expresan otra cosa que el pánico bienpensante ante el retorno, inesperado, del litigio por la igualdad, un litigio que, en cada época, adquiere sus propios rasgos. Negada como una anomalía salvaje de la historia la etapa de la revolución, se abrió el camino, desde la lógica del poder hegemónico, para ir desmontando de a poco los contenidos igualitaristas de la tradición democrática y para reintroducir el ideal republicano prolijamente despojado de cualquier herencia plebeya y, ahora, focalizado en la cuestión de las elites y de una suerte de mitificación ahistórica de las “instituciones” (allí está el cruce de frontera generado, a finales de los años ’70, por el libro del historiador François Furet –Pensar la Revolución Francesa– en el que no sólo se ponía en discusión los ideales “modernos” emanados del jacobinismo revolucionario, sino que se reducía la propia matriz de la revolución a terror, a punto de partida de los horrores desatados en la peripecia de una modernidad nacida de la Revolución Francesa con lo que la propia tradición democrática comenzaba a ser descripta, con astucia y sigilo, en juego con su otrora opuesto, el totalitarismo).
La crítica del papel de las multitudes sería una constante de esa línea liberal; una crítica que volvía a recoger la herencia del desprecio de las elites de finales del XIX hacia los desafíos que provenían de las masas plebeyas pero que también se vinculaba, más subterráneamente, a la matriz contrarrevolucionaria del conservadurismo de finales del siglo XVIII y principios del XIX (más de un progresista se sentiría algo perturbado al “descubrir” esta insospechada filiación). Redefinir la idea de “pueblo”, dándole otra significación histórica hasta desmontar pacientemente sus contenidos emancipatorios, sería otra de las inquietudes de los críticos neoliberales que terminaron de hacerse fuertes en el tránsito de la década del setenta a la del ochenta cuando la noche de los ideales revolucionarios parecía ocupar toda la escena del mundo. Constituye una tarea no menor reconstruir, bajo nuevas perspectivas, una tradición, la popular democrática, que también ha dejado sus males en su travesía por la historia; hacerlo implica, también, recuperar lo mejor de la idea republicana pero entramándola con aquella otra proveniente de las canteras del igualitarismo.
Desprendida de la gramática del conflicto la vida política se apropió, como hoja de ruta de ese nuevo tiempo, de los lenguajes y de las prácticas del gerenciamiento empresarial llevando hasta su supuesta extenuación aquello que, en otra etapa de la historia, había sido lo propio de la politicidad: el litigio por la igualdad, la disputa por las condiciones materiales de la existencia y, junto con ello, la querella en el interior de la propia democracia por definir su núcleo hegemónico. Sin conflicto y sin antagonismos, lo político transmutó en pura fuerza de policía, es decir, en prácticas de control, orden y administración asociadas en el imaginario de la época a los ideales republicanos y a la calidad institucional. Prolijidad, armonía, consenso, competencia sana, sociedad del riesgo, posmodernidad, mercado global, iniciativa privada, se convirtieron, en las décadas finales del siglo XX, en las palabras-llave que abrían las puertas de un presente pletórico de esperanzas y sellador de cualquier posibilidad de retorno a los tiempos oscuros y sombríos en los que reinaba la política del conflicto.
Pensando desde otro registro (en un texto anclado en los inicios de los años noventa cuando la ola neoliberal se expandía por un mundo atónito y aparentemente sin defensas), el filósofo Jacques Rancière señalaba que la “democracia ha superado la época de sus fijaciones arcaicas en la que convertía la debilitada diferencia entre ricos y pobres en mortal asunto de honor, encontrándose hoy tanto más asegurada en cuanto perfectamente despolitizada, en tanto ya no es más percibida como objeto de una elección política sino vivida como medio ambiente, como el medio natural de la individualidad posmoderna, sin imponer ya las luchas y los sacrificios que se contradecían con los placeres de la época igualitaria”. Ese mecanismo de naturalización de la democracia (es un hallazgo la fórmula “vivida como medio ambiente”) se correspondió, y Rancière lo explicita con crudeza, con la más amplia despolitización de la sociedad allí donde dejó de funcionar el conflicto de origen para ser desplazado por la maquinaria consensualista y por un nuevo imaginario igualitario que dejó de girar alrededor del problema de la distribución de la riqueza para convertirse apenas en un reclamo por ser parte de la “igualdad para consumir” (una igualdad desarticulada de lo colectivo, que era lo propio de su forma inicial, para quedar asociada al gesto puramente individual del nuevo sujeto posmoderno).
Fuera del conflicto lo que quedó invisibilizado socialmente fueron los sujetos otrora portadores de las demandas igualitarias, es decir, todos aquellos que, con sus vidas sustraídas por la explotación, quedaban doblemente relegados: en sus derechos y en su existencia real. Quedó completada la tarea del desmontaje iniciada por Furet y los cultores de una asociación entre democracia radical y terror. Primero quedó desprestigiada la tradición de la revolución, después siguió el camino del ostracismo el sujeto colectivo portador, otrora, de esas rupturas revolucionarias de la continuidad y la repetición en la historia. La multitud popular (el pueblo en ciertos registros, la clase obrera y/o los campesinos en otros más vinculados a las izquierdas), no sólo quedaron expuestos como el núcleo indiferenciado de “la barbarie” sino que, en un giro más espectacular e impúdico, fueron despojados de su dinamismo, de su incidencia en los cambios de la historia e, incluso, de su memoria rebelde. El republicanismo liberal (incluyendo también a los nuevos exponentes de un progresismo “políticamente correcto” e institucionalista) se convirtió, durante un par de décadas, en el eje de una nueva “verdad histórica”, en la voz de orden para destituir los rasgos “totalitarios” presentes en la tradición de la democracia hasta dejarla exhausta de sí misma transformada, como ya se ha dicho, en un “pellejo vacío”. En estos últimos años, una ola reivindicadora de lo olvidado de la historia atraviesa Sudamérica reabriendo los expedientes de un debate no saldado en el que, bajo experiencias actuales y antiguas, reaparece, con fuerza, la multitud como garantía de una recuperación incipiente de la democracia igualitaria.
Una ficción fundacional recorrió el cuerpo artificial de una sociedad capturada por los engranajes cada vez más potentes de la industria del espectáculo. Es ahí, en ese nuevo círculo virtuoso que une en un mismo recorrido la despolitización, la neutralidad valorativa, la proliferación posmoderna, el estallido monádico de individuos atrapados gozosamente en la red del hiperconsumo y la afirmación de un presente eterno, que se entramó, como una malla gruesa y aparentemente inexpugnable, el tiempo del fin de la historia y su correlato de una democracia medioambientalista despojada de cualquier cantera de la que pudieran extraerse nuevamente los conflictos de antaño. Una democracia capaz de expulsar de sí misma su condición histórica y su evidencia, también antigua, de ser escenario de una querella no resuelta.
La matriz despolitizadora ampliamente desparramada en escala planetaria por la forma neoliberal del capitalismo no sólo capturó el imaginario de amplios sectores medios de la sociedad sino que, también, caló muy hondo en las tradiciones provenientes del bienestarismo progresista e, incluso, en quienes se referenciaban en las matrices de la izquierda y de lo nacional popular. Uno de los rasgos sobresalientes, sobre el que todavía no se ha escrito demasiado, es la mutación que se operó, en el interior de esos círculos, en relación directa con la idea de “democracia”. Asfixiados por una atmósfera de época que parecía traer sólo aires viciados por el “triunfo” neoliberal, incapaces de digerir el bocado en mal estado del derrumbe de las ideas igualitarias y profundamente desconcertados por la implosión, desde el propio interior, de las experiencias mal llamadas socialistas, una amplia generación de intelectuales, de hombres y mujeres provenientes de militancias antiburguesas pasaron, casi de la noche a la mañana, de ser críticos de la democracia formal a convertirse en sus adoradores más fervorosos, contribuyendo a lo que Rancière llamaba la “democracia vivida como medio ambiente”.
Para muchos exponentes de esa generación detrás de ellos quedaban el horror, la muerte y la derrota que fueron asociados al fracaso estrepitoso de una concepción ideológica que ya no se correspondía con el mundo real afirmado, de un modo que asumía la perspectiva de la eternidad, en la estética de la sociedad de consumo y en la proliferación universal de una nueva forma de subjetividad autorreferencial y atravesada de lado a lado por la fascinación consumista. Junto con la emergencia del individuo hedonista (al menos como experiencia real de quienes quedaban dentro del sistema y como deseo insatisfecho de aquellos otros que eran excluidos de los llamados mercantiles al goce) se pulverizaron las prácticas anticapitalistas y se expulsaron por anacrónicas y vetustas las ideas que siguieran insistiendo con proyectos alternativos al de un modelo de gestión de la sociedad que se ofrecía como triunfante y definitivo. En todo caso, lo que quedaba para quienes no se resignaban a ser parte de la masa acrítica de consumistas alienados pero gozosos, era el distanciamiento crítico, la escritura testimonial y, claro, el más allá de la política. Nunca como en los noventa estuvieron más alejados los incontables de la historia, ampliamente marginados de la fiesta posmoderna, de los forjadores profesionales de ideas que, en su etapa anterior, habían contribuido con ahínco a reafirmar las virtudes míticas de aquellos mismos que, en el giro despiadado de la actualidad neoliberal, serían despojados incluso hasta de su memoria insurgente. La figura del intelectual, otrora imponente y desafiante, dilapidó sus herencias y sus virtudes al precio del acomodamiento académico o de la espectacularización mediática. Tiempo de ostracismo para aquellos otros que no se resignaban a convertirse en coreógrafos de la escenificación del fin de la historia. Fue en esa encrucijada en la que, bajo la forma de lo inesperado, surgió el kirchnerismo. A partir de esa irrupción nada volvió a ser igual y muchos de esos intelectuales progresistas terminaron por confluir con el liberal-conservadurismo. De ahí no se han movido.

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