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sábado, 9 de octubre de 2010

CONFLICTO ENTRE PODERES. UN EMPATE QUE RESOLVERÁN LAS URNAS, por Alberto Dearriba (para "Tiempo Argentino" del 09-10-10)

Arriba : Los poderes en conflicto. [La imagen es responsabilidad exclusiva de "Mirando hacia adentro"].


Publicado el 9 de Octubre de 2010


Periodista.


Sólo la movilización popular por el cambio puede contrapesar la acción conservadora de la oposición parlamentaria y del Poder Judicial promovida por el establishment.

Una tarde de 1984, los cronistas destacados en el Senado interrogaban al presidente de la Comisión de Acuerdos, Vicente Leonidas Saadi, sobre probables ascensos a oficiales de las tres armas acusados de haber actuado en la represión ilegal. El senador catamarqueño respondía con evasivas sobre si el cuerpo avalaría las promociones propuestas por Poder Ejecutivo, o las rechazaría. Al concluir la reunión en su despacho –con sonrisa de Viejo Vizcacha– Saadi lanzó una frase que vale hoy: "Ustedes siempre me preguntan por los militares represores y nunca por los jueces a los que les damos acuerdos. Como hombres informados, deberían tener en cuenta que un oficial pasa a retiro por la sola decisión del jefe del arma, en tanto los magistrados de la justicia serán jueces de la democracia de por vida.” Veintisiete años después de remendado tras la dictadura, el Poder Judicial parece responder más al país neoliberal, que a la Argentina emergente tras el estallido de comienzos de siglo. Pese a la promoción kirchnerista de una Corte Suprema de Justicia integrada por figuras prestigiosas, el Poder Judicial aparece hoy en su conjunto como una garantía para el establishment y una vanguardia del conservadurismo.
En el Legislativo tampoco hubo una revolución. Desde la reinstauración de la democracia, el Parlamento registró avances y retrocesos. En todo caso, la emergencia de un Ejecutivo reformista desató una virulenta reacción conservadora. Desde 1983, nunca hubo tampoco tal nivel de enfrentamiento entre el Legislativo y el Ejecutivo. Pero lo que ocurre en el Congreso tiene que ver con mayorías circunstanciales que se modifican con el voto popular, en tanto las trabas de la justicia parecería que perdurarán “de por vida”, como decía Don Vicente. El proyecto de recalificación periódica de los jueces, que el diputado Alejandro Rossi debió mandar al cajón de los recuerdos por la reacción corporativa, apuntaba precisamente a un cambio de aire en los vetustos estrados judiciales.
Inesperadas medidas cautelares impiden hoy al gobierno perseguir a grandes evasores fiscales, frenar el aumento del precio de la nafta producido por una compañía multinacional, garantizar que todas las empresas mediáticas inicien un proceso de desconcentración oligopólica y hasta ordenar el dial del televisor.
El gobierno aparece impotente ante el festival de cautelares que banalizó una herramienta procesal restrictiva y la convirtió en un instrumento judicial cotidiano. Por naturaleza propia, estas medidas no van al fondo de la cuestión, pero los magistrados no son tan inocentes como para omitir que el tiempo es a veces un elemento decisivo. Los jueces se refugian en una sospechosa asepsia procesal. La Corte apenas les pide que sean prudentes con los tiempos y los promotores de las cautelares se parecen a esos boxeadores que están recibiendo un duro castigo y miran de reojo el reloj, a la espera del gong salvador que, en este caso, creen que sonará en octubre de 2011.
Pero más allá de esa garantía republicana de inamovilidad que huele a derecho corporativo los jueces son sumamente sensibles al entorno político-institucional: los mismos que durante la dictadura no aceptaban un habeas corpus metieron presos después a un millar de militares. Claro que para ello fue necesario que el gobierno convirtiera a los Derechos Humanos en política de Estado, que exigiera celeridad en los morosos procesos y que se movilizara buena parte de la sociedad en demanda de justicia.
Abandonados por el establishment y con una pesada condena social a cuestas, los militares están siendo juzgados a regañadientes por algunos magistrados que también juegan aquí con los tiempos judiciales como factor decisivo, ya que no pocos represores murieron sin conocer sentencia o terminan presos en sus casas por la avanzada edad.
Pero las últimas resonantes medidas cautelares protegen a poderosos intereses económicos que cuentan con prensa adicta y representación política en el Parlamento. Los magistrados perciben el empate del establishment con la política y actúan en consecuencia. Nunca le fallaron tantas veces en contra a un Ejecutivo, pero nunca tampoco se intentaron tantos cambios audaces desde la reinstauración de la democracia. No es casual que las medidas cautelares defiendan en forma irrestricta la piedra basal del capitalismo, contra decisiones del gobierno que relativizan ese interés en favor de los derechos del conjunto. Los jueces advierten que las posiciones reformistas del gobierno han sido puestas en tela de juicio y se animan a cuestionarlas. Al igual que los otros dos poderes, hacen política.
Como las próximas elecciones se realizarán seguramente en medio de una campaña electoral reñida, que no anticipará claramente al vencedor, es difícil que la animosidad que muestran los magistrados judiciales hacia el Ejecutivo se modifique antes de conocerse el resultado electoral. Cristina Fernández deberá seguir intentando entonces la proeza de promover innovaciones en un país con un Poder Judicial conservador y un Poder Legislativo parcialmente adverso.
“El Estado está atado de pies y manos” y “la Argentina está en manos de las corporaciones”, se animó una vez más a admitir la presidenta de la Nación, en dramáticas confesiones. No hay recuerdo de que otro presidente constitucional haya expresado tan conmovedoramente sus imposibilidades.
Para colmo, la sociedad es bombardeada permanentemente por “noticias” de los grandes medios sobre la perversidad del Poder Ejecutivo. Destacan las amenazas de represalias del FMI hacia la Argentina por negarse a ser monitoreada, sin siquiera recordar a su público que provienen precisamente de quienes con su recetas devastadoras llevaron al país al descalabro económico, institucional y social de 2001.
Al superministro de la dictadura, José Alfredo Martínez de Hoz, le pasaba exactamente al revés que a Amado Boudou. Cada vez que viajaba al exterior para participar de los foros financieros internacionales, volvía cargado de elogios de los que estaban haciendo pingües negocios con la política neoliberal que se aplicaba en la Argentina. Pero quienes padecían el ajuste no pensaban igual: “Si a este lo tratan tan bien afuera, es porque nos va a ir muy mal adentro”, desconfiaban.
Frente a la correlación de fuerzas que define hoy el escenario político nacional –más allá de puteadas y excesos– resuena una vez más la exhortación de Hebe de Bonafini: “La calle es nuestra.” Sólo la movilización popular por el cambio puede contrapesar la acción conservadora de la oposición parlamentaria y del Poder Judicial promovida por el establishment. La disputa que sostienen los tres poderes sólo se resolverá políticamente en las urnas, al margen de chicanas leguleyas y de sancochados parlamentarios como el del Grupo A, que –a dos meses del final del período– aún no logró sancionar una ley. El desempate se producirá en las urnas del año que viene. Las corporaciones tratan de ganar tiempo para que un eventual cambio de gobierno las salve una vez más. Uno de los grupos más concentrados de la Argentina parece haber zafado de la obligatoriedad de deshacerse de sus bienes al menos por un año. Atenazado, al gobierno no le queda otro camino que jugar su resto en favor de quienes pueden darle el respaldo necesario: los más necesitados. Con apoyo popular reforzado por nuevas medidas a favor de una mejor redistribución de la riqueza, el kirchnerismo tendrá más presiones conservadoras, pero a la vez garantizará la gobernabilidad desde abajo.
La meta cercana es ahora diciembre, cuando el Congreso entrará en receso. Al reanudarse la actividad legislativa, la oposición perderá homogeneidad porque comenzarán los codazos de la campaña electoral. El gobierno de Cristina Fernández ingresará entonces en la recta final, al cabo de la cual se resolverá si ganaron los que quieren un país para pocos o los que –aunque con errores– siguen creyendo que es posible diseñar una sociedad más justa.

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