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jueves, 9 de enero de 2020

Hace ruido el silencio, como antes del tsunami, por Juan Chaneton (para "El Comunista" del 04-01-20)





La reflexión conduce, una y otra vez, pertinaz, a la comprobación de que la salud que comienza a exhibir la democracia en la región y en el mundo, es una salud precaria. Silence like a cancer grows, en silencio como un cáncer que crece, decían Simon y Garfunkel en la mañana de nuestros días. Está enferma, la democracia.

Por Juan Chaneton*

*jchaneton022@gmail.com

Y no se trata sólo de Bolsonaro. Éste es epifenómeno, no causa. Hay un disparador que opera antes y a más profundidad que Bolsonaro. Se trata de una crisis de la democracia liberal que va más allá de actores históricamente circunstanciales.

Esa crisis del formato institucional demoliberal que se exhibe en el escenario global hoy, no es la primera. Ha habido otras. Pero ésta podría ser la última que tal paradigma ideológico pudiera soportar sin daño final, medido éste en legitimidad política y en vigencia y calidad de sus valores morales.

Pues, al fin y al cabo, la ideología liberal es la madre de la democracia de partidos; y con la democracia de partidos vienen experimentando, hace ya varias décadas, los pueblos de este continente. Un nuevo fracaso podría marcar el comienzo de otra etapa en América Latina. Apelar a expedientes como Áñez o Bolsonaro para sostener una formalidad republicana que, no obstante, tiene que apelar a un discurso violento y a prácticas ilegales resulta un camino a todas luces inviable en el largo plazo, pues exhibe un quiebre manifiesto en aquel discurso, que dice creer en el  garantismo y en el así llamado Estado de derecho.

Si el tam-tam guerrero de aquel «que se vayan todos» comenzara a generalizarse como retorno inquietante y como santo y seña de una calle obstinada en reescribir, en un nuevo manifiesto de época, las razones de su recidiva violenta, la hora de los autoritarismos habrá sonado nuevamente.

Pero éstos  -los autoritarismos-  admiten, entre otras, una clasificación posible: son de derecha o son de izquierda, para decirlo de un modo esquemático. Los primeros  -ya conocidos en la región bajo la forma de las dictaduras militares-  podrían volver trasmutados en híbridos fascistoides del tipo Bolivia. En tanto los segundos se fundarían en experiencias previas cívico-militares de tipo chavista que, por caso en la Argentina, han cobrado inesperada vigencia discursiva a través del general Milani.

Como digresión, no podemos dejar de señalar que Hebe de Bonafini ha apoyado con fervor al general Milani, y que esa misma Hebe es la que, en la última Marcha de la Resistencia, dijo que estas fuerzas armadas no son las de antes, y que si hay que elegir entre perseguir represores o darle de comer a un niño con hambre, las Madres ya han optado por esto último, y que hay que cortarla ya con los juicios a militares porque la etapa política, en una Argentina que navega en un océano de neoliberalismo mundial, ha cambiado.

Tensiones en el marco global

De modo entonces que, entre una derecha que aspira a recomponer su masa crítica detrás de Horacio Rodríguez Larreta   -por un lado-   y la tácita propuesta de una construcción nueva, con base en unas fuerzas armadas antineoliberales, con conducción política civil y fuertemente enraizada, esa nueva construcción, en los conglomerados fabriles del conurbano bonaerense, riberas de Paraná y complejo industrial Córdoba  -por el otro lado-  se mueve y palpita  -como el nido de cóndores, pero sin su porte majestuoso-  un gobierno de Alberto Fernández que ha venido a intentar la difícil tarea de refundar un remedo de Estado de bienestar, una suerte de Estado distribuidor a destiempo, equidistando tanto de Estados Unidos como de Europa y renegociando con la potencia hegemónica los términos de una autonomía nacional para la cual no parece haber mucho margen si lo que se procura es, precisamente, una armónica renegociación y no una intempestiva y orgullosa declaración de independencia. Veamos por qué esto es así.

El punto en cuestión, formulado como la hipótesis del teorema, se enuncia de este modo: la contradicción principal que atraviesa el campo agonal de la política en América Latina tensiona, en un extremo, a unos Estados Unidos que vienen siendo contestados, en el nivel global, por los actores estatales afiliados al «multilateralismo», mientras que, en el otro extremo, emergen  las formaciones nacional-soberanistas que, aun cuando mutan constantemente y su luminiscencia se ha vuelto intermitente, siguen albergando, en acto o en potencia, la aptitud de enajenarle a aquellos Estados Unidos, su base de sustentación territorial indispensable para resistir con éxito a aquel multilateralismo.

En otro registro, podemos formular un concepto semejante: la amenaza para el capitalismo en formato comunista de los años ’60 y ’70 del siglo pasado, ha mutado hacia procesos nacional-soberanistas que procuran  -atendiendo a su mercado político interno-   integrar, incluir y distribuir en sintonía con (y buscando apoyo en) los actores externos que propugnan el rediseño del escenario global en términos multilaterales y opuestos a un crepuscular hegemonismo estadounidense. Esto es lo que todavía no hace Alberto. Es lo que hace Maduro y lo que hacía Evo Morales.

Una clave, las políticas de seguridad

Una consecuencia de las numerosas que surgen de lo anterior, es que las dos áreas de importancia estratégica para cualquier gestión de gobierno que se intente en Latinoamérica, son la Economía y la Seguridad. En el caso argentino, esas áreas tienen sendas conducciones en Martín Guzmán y Sabrina Frederic.

La relevancia de lo económico es evidente y está vinculada a la legitimidad del gobierno, es decir, a su necesidad de masificar  un consenso social que le resultará indispensable a la hora de pasar por caja para cobrar los réditos políticos que le habilitarían la reelección. Por el contrario, el peso específico de las políticas de seguridad interior no siempre es advertido, aun cuando esas políticas están íntima y absolutamente vinculadas a la geopolítica y a la geoestrategia nacionales e inciden, de manera fundamental, en el buen o mal futuro de la gestión de Alberto Fernández.

En efecto, es en esta área de la gestión donde el país define sus políticas referidas a narcotráfico y terrorismo, dos puntos de agenda donde Estados Unidos no negocia sino que impone. ¿Por qué decimos que impone? Porque ambos  -narcotráfico y terrorismo-  constituyen la imputación que legitima la descalificación, en la región, de gobiernos no afectos. ¿Por qué Estados Unidos haría tal cosa? Porque necesita vitalmente de una América Latina homogénea, disciplinada y encuadrada jugando, en el orden global, en el propio cuadrante ideológico del imperio contra sus enemigos geoestratégicos, que son los que impulsan el orden mundial multipolar.

Argentina no tiene estatura estratégica para oponerse, en este terreno, a Estados Unidos. El de «estatura estratégica» es un concepto siempre en uso en las academias de inteligencia de occidente. La estatura estratégica de ese actor estatal llamado Argentina se define diciendo que es la cantidad de influencia que Argentina puede ejercer en una situación internacional en la cual Estados Unidos tiene un gran interés estratégico.

Va de suyo que, con toda evidencia, Argentina no está en condiciones de enfrentar al hegemón mundial en este punto de la agenda de seguridad … salvo que tome las decisiones políticas que le permitirían aumentar su estatura estratégica hasta el punto de, por lo menos, neutralizar la estatura estratégica de los Estados Unidos en estos puntos de la referida agenda (la definición del concepto expuesto aquí está en línea con Sherman Kent: «Inteligencia estratégica»; Pleamar, Bs. As., 5º. ed., 1994, p. 57).

En nuestro último trabajo titulado «El as en la manga», decíamos que Sabrina Frederic iba a ser blanco temprano de la crítica de la derecha. Lo decíamos de este modo: » … Van a tratar de deslegitimar tempranamente a Sabina Frederic. Su ideología y la concepción nacional y soberana que tiene de los problemas y las soluciones vinculados a la defensa nacional y a la seguridad interior, la han puesto ya en el ojo de la tormenta. Dijo algo inadmisible: esa agenda es de la OTAN, no es la nuestra. Perfecto. Pero, por eso mismo, por perfecto y soberano, el juicio ya ha sido leído en clave «discurso del enemigo» por el enemigo de nuestro discurso soberano …» (https://www.alainet.org/es/articulo/203857; http://www.vaconfirma.com.ar/?articulos_seccion_719/id_10484/el-as-en-la-manga; https://elcomunista.net/2019/12/10/el-as-en-la-manga/).

Sabrina Frederic es la ministra de seguridad de Argentina, no de Estados Unidos, por lo tanto, los puntos de la agenda de seguridad argentina se confeccionan en la Argentina. Corolario: que Hezbollah sea terrorista, es un problema de la OTAN, no nuestro. Y eso no es todo, también hay que investigar si a Nisman lo mataron o se suicidó. No hace falta más. Sabrina Frederic, que fue la que dijo todo eso, es la anomalía a remover. Y la derecha, a través de su prensa, ya está instalando que «la ministra de Seguridad le causa problemas al presidente Fernández». Es lo más suave que están diciendo.

Hay que saber que Hezbollah y Nisman dan cuerpo a un ítem (el terrorismo) en el cual no puede haber diferencias con Estados Unidos porque Estados Unidos no va a tolerar diferencias ahí. Derrocar al mejor gobierno de toda la historia de Bolivia y asesinar a mansalva -jactándose luego de ello-  a un dirigente político y militar de Irán deberían servir de muestra para tomar decisiones: jugaremos en el tablero global a full con Estados Unidos; en contra de los Estados Unidos; o intentaremos probar suerte con la «doctrina Solá». Hay que darse cuenta de que, en el mismo instante en que formulamos ese programa, ya acabamos de tomar la peor de las decisiones.

Porque en  este contexto deberá gestionar Felipe Solá la política exterior argentina. No parece auspicioso su debut  cuando dice que Argentina no sacará a Hezbollah de la lista de actores «terroristas» elaborada por Washington, con el argumento de que » … no vamos a hacer nada que nos traiga problemas…», que esa vendría a ser la doctrina a la que aludimos en el párrafo anterior https://www.clarin.com/politica/argentina-mantendra-hezbollah-lista-grupos-terroristas_0_zE0gSXuI.html.

Había (hay) otras opciones para Argentina. La ONU tiene una lista de personas y ONG terroristas. En ella no figura Hezbollah. Y es la ONU, con quien la Argentina está, jurídicamente,  más obligada que con Estados Unidos. Mal camino. Es un camino que no nos traerá problemas con Estados Unidos. Menem razonó del mismo modo. Y no le trajo problemas con Estados Unidos…

En el capítulo regional, Bolivia

En América Latina, el «nacionalismo» trumpeano acaba de celebrar un éxito: el derrocamiento de Evo Morales y la satisfactoria comprobación de que un muñeco patético llamado Áñez  -india hasta la médula de sus huesos-  está dispuesta a renegar de su ascendencia indígena con tal de merecer el tratamiento de bufón preferido de la corte, para lo cual no ha trepidado en repetir   -paso a paso y cada vez que el apuntador se lo soplaba-  el guión escrito en Washington. Sin vergüenza alguna, «Jeaninne» Áñez viene cumpliendo.

Áñez hace bien su trabajo: dice lo que le soplan. No hay que llamarse a engaño. EE.UU. no ha hecho lo que hizo en Bolivia para luego, y sólo porque perdió una elección, devolverle el poder a Morales. Morales y García Linera, por la vía electoral, la tendrán difícil para volver  al gobierno. Esto es de una evidencia similar a la evidencia del sol  -que se oculta por el lado de occidente a la hora en que corre una sombra doliente sobre la pampa argentina- y de la luna  -que siempre nos sorprende-. Guiño, acá, para los versados en literatura argentina, por caso, en las novelas de Borges, permítaseme el chascarrillo amigable.

Ese proceso boliviano cayó por sus carencias propias, que no eran en absoluto las que le señalaban unas oposiciones de parentesco ideológico cercano o lejano con trotskismos y maoísmos solidificados como yerto yeso en estatua de yeso.

Tampoco eran, esas carencias, las que señalaban unos autoinstituidos  voceros de la Pachamama que, desde una inversión de interés y de deseo, le criticaban a Morales y a García Linera un desdén por  la salud de la madre tierra, pues habían ido, esos gobernantes, en pos de opciones «desarrollistas» que violaban y lastimaban a la naturaleza.

De este modo, estos críticos del modelo masista (del MAS, partido de Evo), instauraban a la madre naturaleza como objeto de adoración panteísta, o poco menos, a lo Giordano Bruno. Acusaban al gobierno derrocado por el imperio y la derecha fascista boliviana, de desplegar su gestión más acá  -o dentro de-  un sedicente paradigma cultural del capitalismo.

Con ello, los detractores indios de esa «emergencia» (Nietzsche, ahí) benéfica y salvífica que fue el Estado Plurinacional de Bolivia, desembocaban en una suerte de supremacismo indio inasible e irreal, por metafísico, y eso era, precisamente, invertir la dirección del interés y del deseo: en una dirección  -de ida-  el interés y el deseo dominante era la supremacía del blanco; en dirección contraria  -de vuelta y como reacción-,  el interés y el deseo era, ahora, la supremacía del indio.

Y los dos son errores, si es que no son algo peor. Yo no quiero  -ni lo haré nunca-  adorar a la Pachamama, con el mismo derecho con que un quechua o un aymara no quiere leer La Náusea. Mi cultura es occidental y comunista (no asustarse, aquí; no estoy invocando a los manes de Stalin; sólo estoy diciendo que el valor de los valores es la solidaridad), y a ella, a mi cultura, nada de lo humano le es ajeno. Invitémonos, más bien, unos a los otros, a la mezcla, al respeto, a la vida de cada uno vivida en colectivo sin por eso degradar o imponer nada al otro.

Nunca nadie, ni los cultores de la «revolución permanente» (cuyas intenciones y posición real en el campo agonal de la política siempre distan de ser  claras); ni otros críticos (con indiscutible buena fe), jamás le criticaron a Morales y a García Linera, ni al partido de gobierno, lo que, a todas luces, merecía la crítica, y que era, ni más ni menos, que esa revolución áspera y concreta no tenía el menor reaseguro de continuidad, ni tampoco se había concebido como necesario construir tal reaseguro como, por caso, esos reaseguros sí existían en otras latitudes. En Bolivia, todos bailaron alegres al son de cultrunes, trutrucas y zampoñas… hasta que la fiesta terminó.

América Latina no es Medio Oriente

Eso es lo concreto. Lo demás es erudición muy apta para ocupar  -en el tinglado multicolor con que el capital agasaja a quienes no le secan la raíz-  el lugar apacible que la burguesía siempre reserva a quienes, de un modo u otro, queriéndolo o sin querer, le sirven.

Esta democracia que empieza a toser sospechosa de iatrogenia ideológica, política y social, puede soportar nada y  cada vez menos, de ahí que sea verdad decir que ha entrado  -en América Latina, pero también en otros puntos del orbe-  en estado de fragilidad permanente arrastrando, ahora de un modo no visible antes, una debilidad radical.

La materialidad del proceso histórico en América Latina muestra que su ethos identitario no ha venido siendo lo apocalíptico sino lo «real maravilloso», entendida esta última expresión como lo heteróclito, lo inesperado y lo sorprendente devenido despliegue político y social.

No creemos en las posibilidades de llegar a ser de aquello que no es hoy ni ha sido nunca ayer. Bolivia prefigura y anticipa el inicio, a escala continental, de un «proceso de fascistización» (expresión de Poulantzaas), pero no el umbral de un dominó de «Estados fallidos», con caos perpetuo y reconfiguración de la cartografía continental en formato «medio oriente ampliado».

La muy respetable prognosis de un investigador serio y solvente como Thierry Meyssan, en ese sentido (adoptada como propia por algunos con más entusiasmo que reflexión) es inviable aquí. La doctrina elaborada por John Quincy Adams y conocida como «doctrina Monroe» era, además de un instrumento injerencista, la adopción de un programa diplomático para la relación de Estados Unidos con el sur del continente. El panfletarismo progre olvida esto. O no lo olvida, sino que lo ignora supinamente. Y desconocer la historia siempre tiene sus inconvenientes.

Ese Estados Unidos que ayer, en el siglo XIX, no quería la guerra cerca suyo como modo de dirimir sus apetencias con España, Inglaterra y Francia (EE.UU. compuso su actual unidad territorial robando y comprando, pero nunca haciendo la guerra cerca suyo), tampoco la quiere ni la necesita hoy. Se trata de una voluntad política forjada en dos siglos de política exterior. La democracia y los derechos humanos (programa en el que Washington dice creer) podrán coexistir con la injerencia y la guerra allí donde a Estados Unidos no lo ligan con las poblaciones y los gobiernos ningún vínculo de afectos proclamados, ni lo acucian obligaciones morales de ningún tipo.

No hay costo político, inmediato y grave,  para unos Estados Unidos que destruyen Libia e Irak o que promueven la guerra abierta con Irán. Por el contrario, el caos inducido al sur del río Bravo, deflagraría, en primer lugar, en formato caos político interno para los propios Estados Unidos, esto es, para su propia población que ya hace tiempo viene dando señales de inquietud y de disposición  a la movilización y a inclinarse por opciones electorales reñidas frontalmente con los deseos e intereses del poder real de ese país-potencia.

El efecto contagio de la guerra y el caos sería difícil de manejar sin echar a un lado las máscaras que encubren los designios de los actores. El conflicto social, que ya ha ingresado a la sociedad estadounidense de la mano de Donald Trump y sus reformas heterodoxas, tenderá a agravarse con el transcurso del tiempo y debido a la lucha fraccional al interior de las élites gobernantes, de modo tal que la caída de la gran familia centro y sudamericana en la inestabilidad y la violencia no dejaría de afectar gravemente a los propios Estados Unidos.

A ello se suma, es claro, que invertir el movimiento de la rueda de la historia mediante políticas de roll back en Cuba, Venezuela o Nicaragua irrogaría, para la potencia imperial, costos de todo tipo no metabolizables por un sistema al límite de sus posibilidades de reproducirse como tal.

Cada vez más la democracia en América Latina será más frágil. Y esto debe verse, dialécticamente, como lo peor y lo mejor que le puede pasar al pueblo latinoamericano. Lo peor, porque la «forma fascismo» la deberán soportar los pueblos. Lo mejor, porque sería un signo de debilidad integral del imperio y las derechas que le sirven.

El «campo» no es la patria

Las víctimas de la democracia han ido en aumento desde 1983 en la Argentina. Esas víctimas no han comido, no se han educado y no se han curado. La pregunta es, entonces, un poco la extrapolación de otra pregunta que se hacía la psicología social de los años ’60 y ’70 del siglo pasado: las víctimas de la democracia, ¿entablarán una lucha política contra la estructura social que siempre las nombra como víctimas a socorrer y nunca como sujetos del poder político? Aquellos ilustres (Pichon, Rodrigué, Bleger, Caparrós, Grimson) hablaban del loco y de sus posiblidades de enfrentar con éxito al manicomio, lo cual implicaba la decisión de los tabulados como locos de disponerse a contar con un discurso propio, negándose a que otros (la institución-cárcel) hablara por ellos. Hoy, los locos y el manicomio han cambiado un poco, pero no tanto. La representación, en el marco demoliberal burgués, es una estafa. Es la raíz de la estafa. Los «representantes» ocupan, en la sociedad, el muelle lugar del privilegio. No se bañan con agua fría, como sí lo tiene que hacer buena parte de los «representados». Y esto ocurre desde hace un siglo. Parece bastante.

La solución a la crisis económica argentina es política. Es tomar o no tomar las decisiones geopolíticas y geoestratégicas que ubiquen a la Argentina en el campo de la multilateralidad. De otro modo, nunca contaremos con una IED (Inversión Extranjera Directa) medible, como porcentaje del PBI, en unos números que deberían ser del orden del 24 o el 25 %. Una Argentina como Canadá o Australia, a Estados Unidos habrá de imponérsele, nunca reclamársele, pues su interés no es el nuestro. Frederic tiene razón.

El kirchnerismo  -el kirchnerismo y sus límites- ha sido un actor sustantivo del contencioso político y social que se libra en la Argentina desde principios del siglo actual. Y esta condición de interlocutor obligado y de actor inevitable en cualquier construcción frentista que pueda alumbrar en el corto plazo, obliga, a quienes se sienten en disposición y capacidad de abordar las nuevas construcciones, a navegar la política apoyando y construyendo, simultáneamente, pues sólo el éxito del gobierno de Alberto Fernández abrirá las compuertas de la conjunción frentista. Y sólo en el marco de su éxito podrán echar raíces las nuevas construcciones.

Su fracaso, por el contrario, nos arrastrará a todos pues habrá llegado la hora de la opción fascistoide, la hora de controlar el desborde social con la fascistización del aparato del Estado y de la sociedad. La opción de conjurar ese desborde por la vía electoral (Rodríguez Larreta) también es  un instrumento en la caja de herramientas del neoliberalismo. En ambos casos, sólo el éxito del gobierno de Alberto Fernández favorece al campo popular. Es demasiado pronto para ponerse a gritar verdades antisistémicas.

El problema económico argentino no es de déficit fiscal sino de patrón productivo. Es la industrialización lo que está pendiente. Y hay que facturarle los problemas a quienes causaron los problemas. Es de indispensable lectura, para entender la coyuntura, la nota que acaba de brindarnos Pedro Peretti (Página 12, 30/12/2019, nota «Todos contra Axel Kicillof»).

Y hay algo más estructural que las felonías que denuncia Peretti. El Estado hiperdimensionado al que siempre se refieren dueños y patrones y políticos que sirven su programa ideológico, es el fruto regio de la apropiación de la tierra en clave latifundista. Ese Estado elefante creció porque era un Estado que crecía en un país en el  que la tierra y el comercio eran monopolio inexpugnable de una clase social. Esto lo padeció hasta el mismo Julio A. Roca, pero lo cierto es que, después y de modo paradigmático, al radicalismo y al peronismo no le quedó más opción que conferirle al Estado, además de sus competencias naturales, la función de dador de empleo. Era la más fácil y la menos conflictiva. La otra hubiera sido el enfrentamiento temprano con la oligarquía vacuna, pero eso no estaba en la naturaleza de las cosas. De modo que, en la hipertrofia del Estado, el sayo le cabe, antes que a nadie, a la oligarquía de este país, a la voracidad de la oligarquía de este país, y sólo después al radicalismo y al peronismo. La cuestión del Estado, en la Argentina, es la cuestión de la propiedad de los medios de producción, en primer lugar, de la tierra.

Apoyar a Alberto, apoyar la democracia

El último día del año 2015 culminaba una etapa, una módica etapa en la historia política de los argentinos. Debimos recluirnos, a partir de ese día y durante cuatro años, en resignada actitud de recogimiento. Si no era un duelo, se le parecía bastante.

Como quiera que nada es, sólo, quietud y espera, no bordamos nuestro duelo con la filigrana del lamento, ni entonamos endechas de aflicción, ni fueron, los nuestros, trabajos de  amor perdidos. Antes bien, hicimos de tripas corazón y, mal que mal, resistimos y se la hicimos díficil a un gobierno que  -mediando sus torpezas pero, sobre todo, la ahistoricidad de su causa-  nos alivió bastante la tarea de mandarlo al rincón de los perdidosos, por decirlo suavemente.

Durante cuatro años habíamos velado por la reaparición del discurso; y éste, en efecto, hoy, ha reaparecido, pero tan cambiado que no resulta fácil reconocer en él cuanto de benéfico mostró en el pasado.

Tal vez sea otro discurso y no el mismo. O tal vez sea el mismo disimulado bajo otra apariencia para no mostrarse uno y único frente a los que velan por su disolución, por la disolución del discurso esperanzador.

Todo indica que la parturienta está pujando. Deberá parir el niño que, como todo niño, irá de lo pequeño a lo grande. De lo pequeño a lo grande … Los conurbanos pujan.

Está ocurriendo también que a los movimientos sociales se los instala en el lugar de la legitimidad y, en última instancia, en el lugar de la democracia, sólo si representan al hambre y la carencia, como si esas masas del conurbano pudieran aspirar, sólo, a la satisfacción de la animalidad humana, pero nunca a gobernar, nunca al poder.

Pero lo popular, lo obrero, lo proletario no existen como concepto más que vinculados inescindiblemente al poder. De lo popular como turba mansa de peregrinos desharrapados y necesitados sólo habla la religión. La política, en el otro extremo, los nombra como poder y cuando nombra al poder.

Apoyar a Alberto, apoyar la continuidad democrática en la Argentina sin dejar de luchar por el salario, por el trabajo, por la calidad de vida es el «programa de transición» que se nos impone.  Es un desafío dialéctico: apoyar y jugarse a fondo por lo que hay que superar; superar aquello de lo que formamos parte y apoyamos. Nadie dijo que era fácil.

Argentina está en América Latina y este es un continente que el imperio no entregará de buen grado. Si tiene que hacer del continente todo, una Bolivia, lo hará. Los meses que se avecinan no serán especialmente pacíficos, ni en Argentina ni en América Latina.  Chile vive… Defender la vigencia de unas instituciones que, de creación propia de «ellos», ha pasado a ser un activo político de «nosotros», de eso se trata.

Si no pueden prevalecer en el marco de la democracia, ello estará indicando su debilidad política. Si prevalece el pueblo, los sonidos de un silencio que pugna por ser grito serán, por fin, canto gregoriano, canto proletario, canto de villa, de callampa, de favela …

Que «la democracia» no nos haga olvidar de ellos … de nosotros.

Publicado en:
https://elcomunista.net/2020/01/04/hace-ruido-el-silencio-como-antes-del-tsunami/

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