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martes, 3 de julio de 2012

Paraguay: el atardecer y la ignominia, por Ricardo Forster (para “Veintitrés” del 27-06-12)


A mí madre que es hija de la tierra paraguaya y que siempre nos habló con amor de sus atardeceres y de su pueblo.

El poeta Ricardo Molinari escribió que no hay atardeceres como los de la tierra paraguaya. Cuando cae el sol, en las horas del crepúsculo, se incendian sus llanuras multiplicando las infinitas tonalidades de los rojos y de los verdes ofreciéndole al admirado espectador una experiencia inolvidable. La tierra de Roa Bastos sabe de bellezas y de dolores, de historias fabulosas que se hunden en las mitologías guaraníes y de la permanencia, ominosa, de la violencia y el autoritarismo. Su historia, la de su pueblo, ha estado marcada por la cadencia de una lengua musical que ha logrado, con esfuerzo y astucia, proteger cultura y memoria allí donde la barbarie homicida buscó quebrar la bravura de una nación que supo enfrentarse a una guerra infamada por tres ejércitos que tuvieron que matar a casi el grueso de los hombres paraguayos para doblegar su espíritu indómito. Un país sometido por una dictadura brutal que dejó, en su interior y una vez recuperada la democracia, una bomba de tiempo que sigue estallando cada vez que su oligarquía lo necesita para perpetuar su poder. Un país maltratado por los usurpadores de la riqueza que, sin embargo, continúa exhibiendo en esos atardeceres deslumbrantes los mil colores de una naturaleza altiva, refugio de mil historias de resistencia de un pueblo memorioso.


El Paraguay es y ha sido una tierra de sueños y de injusticias. Una y otra vez muchos de sus hijos e hijas han tenido que emprender el camino doloroso del exilio, a veces político y otras, las más, económico. De a cientos de miles han ido a construir un futuro que se les escamotea en su tierra atravesando las fronteras de Argentina y Brasil. Su trabajo, su lengua musical y su cultura han enriquecido la vida de otros pueblos que no siempre han sabido ser generosos con aquellos que derraman su laboriosidad y su honestidad sin olvidar, ni un solo día, su propia tierra quemada por los fuegos de la injusticia.


Un pueblo que ha sabido preservar su lengua como si fuera un tesoro que las generaciones han sostenido como un modo, quizás, de endulzar las inclemencias y los rigores de una historia que se forjó bajo el signo de la ilusión y que recibió las peores descargas de la barbarie desplegada en nombre de la civilización (de esa metamorfosis paradójica supieron mucho Mitre y Sarmiento que no dudaron en acallar a sangre y fuego, con la complicidad del Brasil, la sed de autonomía de un pueblo que, encabezado por el mariscal Solano López, había construido un modelo avanzado en un continente de infinitas desventuras. Apenas la voz solitaria de Juan Bautista Alberdi se levantó para denunciar el “crimen de la guerra” que convirtió a una tierra bella y generosa en un páramo desolado por la barbarie de los hombres de frac y galera que se enfrentaron a combatientes descalzos que sostuvieron, con coraje legendario, una defensa heroica). Pueblo de errancias que nunca olvidó esos atardeceres incendiados por un sol prodigioso y que, sin renunciar a la esperanza y a la libertad, inventó mil y una revoluciones fallidas para abrirle paso a la justicia. Los paraguayos, que han sacado fuerza e ingenio de sus fracasos y derrotas, han esperado demasiado tiempo para que llegara el día en el que la democracia dejara de ser una cáscara vacía, un mero instrumento en manos de unos pocos, y se transformara en la apuesta por un país para todos.


Hace un poco más de tres años surgió una esperanza. En la figura y la palabra de Fernando Lugo, ex obispo formado en la tradición de la teología de la liberación, hombre atento a las necesidades y los padecimientos de los humildes, encarnó lo que parecía una utopía: disputarles el poder a los dueños de la tierra, a los herederos del dictador Stroessner, a los que transformaron al Paraguay en el paraíso de contrabandistas y narcotraficantes. Lugo vino a expresar a los movimientos sociales que, en nombre de los campesinos sin tierra, clamaban por una reforma agraria que pusiera fin a una terrible inequidad apuntalada por un ejército y una policía al servicio de las inconmensurables fortunas de unos pocos. Construyó, sin embargo, una alianza débil que le permitió llegar al gobierno pero que nunca le posibilitó alcanzar el poder suficiente como para desplegar esas reformas imprescindibles sin las cuales todo seguiría igual. No pudo, por carencia de fuerza política propia o por falta de decisión, imponerles a los grandes terratenientes un tributo sobre la fabulosa renta sojera que sigue desforestando la tierra guaraní y expulsando, día a día, a miles de campesinos que terminan ocupando los cinturones de pobreza de las ciudades o buscando el pan allende las fronteras.


Buscó mejorar un poco la vida y los derechos de los más humildes y se puso en consonancia con el despertar sudamericano. Nunca logró, de todos modos, atemperar el odio rabioso que los ricos y sus medios de comunicación expresaron con inusitada violencia retórica que, como en otros tramos de su historia, también se convirtió en violencia sobre los cuerpos y en excusa, infame, para retomar las riendas del poder. Fernando Lugo fue una excepcionalidad que buscó darle forma y contenido a una democracia condicionada y manipulada por los poderosos que, finalmente, decidieron simplemente expulsarlo del gobierno echando mano a las argucias legales y a la nueva modalidad de golpe de Estado que se inició con el laboratorio hondureño: se trata de horadar y deslegitimar a los gobiernos populares utilizando los recursos institucionales (el Parlamento, el poder judicial, los medios de comunicación, las policías –como en Ecuador y ahora en Bolivia–). El argumento, no por repetido es menos perverso: los “virtuosos republicanos” de la derecha anuncian que la democracia está en peligro en manos de gobiernos populistas, demagógicos y autoritarios y reclaman su derecho a “salvar” a la República y a sus instituciones de quienes las corrompen. No otro fue el argumento utilizado para destituir, en una parodia de juicio político que marcó el récord de velocidad, a Fernando Lugo y, con él, a los tibios intentos por modificar un poco la terrible desigualdad e injusticia que atraviesa al Paraguay.


Una modalidad que entre nosotros asumió el mecanismo del intento destituyente y que se corresponde con una etapa en la que la forma tradicional del golpe de Estado, aquella encabezada por fuerzas militares y apadrinada por las embajadas estadounidenses, ha sido reemplazada por la utilización de diversos instrumentos: golpes económicos (el recuerdo del final apresurado del gobierno de Raúl Alfonsín me ahorra de más comentarios); sistemática proliferación de dispositivos mediáticos tendientes a desacreditar cualquier iniciativa de los gobiernos populares y a transformar el relato de la vida cotidiana en un viaje brutal al peor de los infiernos; acusaciones permanentes de corrupción y de autoritarismo a la par que se reclama el regreso al orden republicano avasallado por el populismo; provocaciones emanadas de las fuerzas policiales que, como se ha señalado, constituyen hoy un instrumento conspirativo de primer orden; activa participación, en ciertos casos, de ONGs que en nombre de la sustentabilidad ambiental, la protección de la naturaleza y el derecho de los pueblos originarios tienden a horadar experiencias gubernamentales que son acusadas de ir contra las propias fuerzas sociales que les dieron nacimiento (los casos de Bolivia y Ecuador están allí para no subestimar esta forma novedosa de acción desestabilizadora que se entrelaza, en muchos casos, con causas justas y que no deben ser descuidadas por los gobiernos).


Distintos rostros para impulsar la conspiración de las derechas continentales contra procesos políticos que han enriquecido la democracia reintroduciendo la participación popular y abriendo, como hacía décadas que no sucedía, la esperanza de transformaciones profundas en el mapa de la injusticia y la desigualdad sudamericana. Es como reacción a esta novedosa irrupción de los incontables de la historia que han sabido apoyar nuevas experiencias democráticas que surgen esos distintos rostros de la conspiración. Rostros, insisto, que se atrincheran en una retórica seudo republicana y en una supuesta gesta en pro de la salvación de las instituciones amenazadas por la llegada aluvional de las multitudes y de sus liderazgos demagógicos y autoritarios. Se trata, en definitiva, de atacar a los procesos democrático populares desde el interior de la misma democracia aprovechando los resquicios legales o, simplemente, apropiándose de algunas instituciones significativas (por ejemplo el Senado en Paraguay, el poder judicial en Honduras o el travestismo de legisladores como lo experimentamos en la Argentina durante la famosa votación en la que el vicepresidente de la Nación acabó desempatando a favor de la corporación agromediática). La perversión de las derechas se disfraza de institucionalismo republicano y en abanderada de la democracia amenazada.


Pero el golpe de Estado contra Lugo y contra la verdadera democracia paraguaya es parte de la estrategia de la derecha continental por impedir la continuidad de un tiempo histórico caracterizado por el avance, en muchos de nuestros países, de proyectos popular democráticos. De ahí que haya sido fundamental la reacción de la Unasur al desconocer la farsa del Senado paraguayo. Por eso resulta inadmisible que, mientras se intenta mutilar el derecho de los pueblos a darse sus propios gobiernos, entre nosotros algunos dirigentes sindicales de envergadura utilicen una retórica que no se diferencia de la que emana de los medios concentrados de comunicación y de las escuálidas cacerolas que siguen alucinando con su “insurrección de Barrio Norte”. Cuando se cruzan ciertas fronteras invisibles, cuando se elige criticar a un gobierno popular desde los estudios televisivos del establishment corporativo, cuando se lanza una medida de fuerza en ausencia de la Presidenta y se lo hace con un nivel de beligerancia incongruente con las conquistas de estos años y cuando, tomando en cuenta las amenazas ciertas del golpismo en países hermanos, se convoca a una movilización antigubernamental en Plaza de Mayo, se termina por confluir con aquellos mismos sectores económico políticos que pusieron en marcha, décadas atrás, el revanchismo social contra los trabajadores. Es cierto que una huelga y una movilización no son equiparables a un golpe de Estado, no lo deben ser, pero la retórica de ciertos dirigentes sindicales ayuda a confundir un poco más las cosas y a distanciarse del sentimiento de ese mismo pueblo trabajador que, pocos meses atrás, respaldó aluvionalmente a Cristina. Por todo esto y por el legado de una historia irredenta, en esa tierra de atardeceres únicos también se juega el destino de la democracia sudamericana.

Publicado en :

http://veintitres.infonews.com/nota-4965-internacionales-Paraguay-el-atardecer--y-la-ignominia.html

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