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sábado, 22 de enero de 2011

LAS RAÍCES DEL "PROGRESISMO", por Germán Ibáñez (para "Señales Populares" de octubre de 2010)


Sorprenden muchas veces las posiciones políticas asumidas por cierto “progresismo” que terminan por coincidir con las de la derecha conservadora. Hemos asistido recientemente a la confesión, por parte de un notorio comunicador y periodista, de que lo tienen “harto con la dictadura”. Como los equívocos de ese progresismo vienen de lejos, conviene remontarse a sus raíces históricas. En nuestro país, la “ideología del progreso” fue instrumentada originalmente por aquellas fracciones de las elites que miraban hacia la Europa “civilizada” y ansiaban replicar en estas tierras ese “progreso”. Bernardino Rivadavia fue tal vez el arquetipo original de ese peculiar progresismo que proponía asemejarnos a los países civilizados a partir de la negación de lo propio.


El liberalismo cosmopolita y conservador asumió ese proyecto histórico de naturaleza neocolonial, y las banderas de la civilización y el progreso se confundieron con las del libre cambio, el colonialismo cultural, el racismo y la construcción de un Estado republicano pero antidemocrático. Bartolomé Mitre, que supo decir que el motor del progreso argentino era el capital británico, encarnó como pocos, en su rol de político e intelectual orgánico de la oligarquía, el modelo del progresista (no en vano, fue un apologista de Rivadavia).


Cuando se consolidó el Estado oligárquico en nuestro país, luego de un cruento ciclo de guerras civiles, el ideario de ese progresismo civilizador amplió su poder de irradiación. A través del control de las superestructuras (educación, medios de comunicación), el modelo de un país que “progresaba” de cara a las metrópoli, sin auténtica democracia, sin autodeterminación y sin justicia social, se tornó hegemónico. Por cierto, existieron resistencias y visiones contrapuestas. Antes habían sido las montoneras estigmatizadas como bárbaras (es decir, el “antiprogreso” en estado puro); en el plano intelectual la figura de un José Hernández o lo mejor de la obra de un Juan Bautista Alberdi; ahora las corrientes obreristas que impugnaban la injusticia social connatural al status quo oligárquico. Sin embargo, la flexibilidad envolvente y el poder de irradiación de la cosmovisión liberal “progresista” de la elite, demostraron su potencialidad hegemónica al penetrar también en el pensamiento de algunas corrientes contestatarias o impugnadoras de la oligarquía.


Al aceptar los presupuestos de partida del liberalismo oligárquico (en la visión del pasado nacional, en los valores deseables de la civilización y el progreso) esas visiones críticas terminaron cristalizando en una suerte de ala “izquierda” de la oligarquía. Fue la suerte corrida por el primer socialismo argentino, que adoptó la religión del progreso, y que señaló en uno de sus primeros documentos que “mitristas, roquistas, alemistas e yrigoyenistas son todo lo mismo”, condenándolos como simétricas manifestaciones de la política criolla. Pero al asumir el ideario del progreso tal cual lo concibió el liberalismo oligárquico, en la práctica coincidieron con los conservadores cada vez que alguna fuerza o movimiento político lo cuestionó en la práctica. Es el caso de los movimientos nacionales como el yrigoyenismo y el peronismo.


El progresismo nace así disociado de los movimientos nacionales que, con sus luces y sombras, fueron quienes más profundamente desafiaron la construcción política, económica y cultural del colonialismo, es decir, los frutos amargos de la ideología del progreso. Al asumir las tareas de la democratización del Estado, de la autodeterminación nacional y de la justicia social, los movimientos nacionales desempeñaron objetivamente el rol de una centroizquierda, en tanto el “progresismo” en su reacción frente a ellos quedó arrinconado (aún en sus variantes de izquierda) en una posición conservadora. Aquellos valores que marcaba un horizonte de mayor igualdad y libertad, esgrimidos entusiastamente por el progresismo de izquierda, debieron haber impulsado una convergencia con las fuerzas plebeyas del movimiento nacional. Sin embargo su matriz eurocéntrica no toleró las modalidades “desprolijas” del movimiento nacional, al que cuestionó muchas veces por sus “formas”: personalista, demagógico, manipulador. Aquí subyace la raíz de la curiosa teoría de que si el actual gobierno impulsa una firme política de derechos humanos, de juicio y castigo a los responsables del terrorismo de Estado, lo hace por “interés” y se “apropia” de las banderas de los Derechos Humanos. Es que ese progresismo, en las modalidades y manifestaciones superficiales del movimiento nacional “descubre” y abomina de la vieja barbarie. Es un progresismo que sigue siendo civilizador, como el ideario de los constructores del Estado oligárquico. Puede darse el lujo, eventualmente, de condenar verbalmente a la derecha conservadora, pero en los momentos críticos de las luchas políticas y sociales estará con los civilizadores contra la barbarie plebeya. Por el contrario, los movimientos nacionales hieren la sensibilidad, la estética y sobre todo los intereses de los grupos dominantes. Por eso, la batalla por la democratización de la comunicación audiovisual la encaró el actual gobierno nacional, en tanto los “progresistas” asumieron abierta o vergonzantemente la defensa del monopolio. Qué posición se asume frente a los intereses dominantes es la verdadera divisoria de aguas de la política de liberación nacional frente a los devaneos y equívocos del “progresismo”.

Publicado en :

http://www.spopulares.com.ar/pages/notas/2010-20/raices_progresismo.htm

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