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domingo, 16 de marzo de 2014

Paisajes y significados. La silobolsa, por Perra Intelectual (para "perraintelectual.com.ar" del 11-03-14)



“Pampa: Yo diviso tu anchura que ahonda las afueras,
yo me estoy desangrando en tus ponientes.” JLB. Al horizonte de un suburbio.


La pampa es un formidable escenario natural, una musa perpetua de los artistas argentinos y la viva imagen de la inmensidad autóctona. Los pocos elementos que se erigen sobre un eje vertical, se aprecian como brotados de la propia tierra. La madre naturaleza, el origen del barro que nos da vida, se llama pampa. La naturalidad con que vemos su geografía reside, al parecer, en su natural calidad de indomable océano que nunca se desborda.
Las parvas de Malharro y de Silva atisban, sin embargo, un engaño al ojo que deriva en un malentendido fundacional. Las parvas no son naturales, sino efecto de la mano del hombre: son cultura. Agricultura, para ser más específicos.
Miremos con más atención: ese paisaje rural dominado por verdes, azules y blancos -volveremos sobre los colores más adelante- está poblado de elementos no-naturales que se mimetizan con los autóctonos en la mente del observador: molinos, tanques australianos, tendidos eléctricos, rutas (cintas grises que transportan al observador sin que se percate de su existencia), silos, alambrados, simétricas plantaciones de cereales, y tantos más.
Sin embargo, ante la vista de la pampa que nos brinda un viaje por cualquiera de sus rutas, su grandiosidad se impone frente a cualquier otra consideración. Y es tan fuerte su presencia que los artistas que a ella se refieren, suelen atribuir la presencia de estos elementos no-naturales a la fecundidad de la tierra. Santos Vega pide: “…entiérrenme en campo verde, donde me pise el ganado”, remitiendo el pensamiento a vacas que crecen solas, como los arbustos que ornan el campo pampeano.
Borges nos advierte en forma velada sobre la no-naturalidad de algunos elementos: ”Yo sé que te desgarran surcos y callejones…”, pero será Atahualpa Yupanqui quien, con pocas y efectivas palabras, nos devuelva al terreno de la racionalidad. Donde los tradicionalistas ven naturaleza, Yupanqui observa y denuncia lucro y explotación: “Las vaquitas son ajenas”. Cada vaca tiene un precio y no nace de la entraña de la tierra sino del esfuerzo y sacrificio de quienes, al final del día, se quedan con las penas, mientras otros disfrutan de su producido: “Unos trabajan de trueno y es para otro la llovida”.
Ya lo sabemos.
Pero el molino, la parva y el silo no nos producen extrañeza. Están ahí desde la primera vez que salimos a la ruta 2. El silo es, a la vez, opaco y brillante: opaco en cuanto oculta su contenido, brillante en cuanto torre de metal que refulge al sol. El silo es parecido a la torre de un castillo de hojalata, como uno medieval, europeo, pero precario, sin la dureza y la altivez de la piedra. Pobre silo, qué princesa de latón dormirá en tu interior…
Ninguna pobreza y ninguna princesa: esos silos han contenido, desde el principio de la Patria, la riqueza del terrateniente y el hambre del peón. Han pagado, con su vientre lleno de tesoros, los viajes a Europa con la vaca atada. Han pagado el vaso de leche del pequeño viajero de apellido patricio, que volverá a estudiar a Francia ya hecho un joven, y que cantará bellísimos poemas a la pampa. Versos que serán de lectura obligatoria entre los niños argentinos, para que el hijo del inmigrante aprenda a amar a esta tierra fecunda que blablabla, y para que el niño argentino blablabla también.
Tantos años de cantinela no pasan sin dejar huella: todo parece natural en el campo argentino.
Hasta que irrumpe la silobolsa.
Magritte - La traicion de las imagenes¿Qué hace esa gran oruga blanca de plástico descansando cerca de la verde verdosidad de la patria argentina? Esa pincelada rigurosa, de bordes definidos y que se destaca del contexto, no es una presencia simpática, porque está llena de granos escamoteados a declaraciones. No nos irritan la extensión de las propiedades, el alambrado, el eufemismo de “hectárea” para lo que conocemos por “manzana”, el molino o el tanque australiano, pero sí la silobolsa, que en definitiva es una reformulación de la vieja torre de almacenamiento. La silobolsa emerge en la geografía de la pampa en el preciso momento en que su propia naturalidad está en cuestión. La silobolsa se burla de nosotros con su sola presencia: rompe con el contrato que el observador había establecido con la llanura, se independiza y como el cuadro de Magritte que retrata una pipa y lleva escrita la frase “Esto no es una pipa”, la silobolsa nos dice “Esto no es la naturaleza, esto es dinero”.
El paisaje pampeano se define por una sucesión de capas horizontales de colores fríos: tonos verdes, celestes y blancos que, a despecho de la teoría del color, no alcanzan para darle frialdad a la imagen. Tal vez el cerebro asocie lo que ve al significante “templado” con el que se designa el clima de la región. Si el paisaje verde, celeste y blanco fuera de pinos, cielo y nieve, funcionaría de manera diferente. Sin embargo, la silobolsa blanca aporta frío a la escena: no sólo no parece bañada con la cálida luz solar, sino que su material resulta exótico al contexto “campo”.
Fría y plástica, su desubicación nos revela su presencia y significado: no habla de patria, fecundidad o folklore, sino de dinero, de ajenidad y de exclusión. Cambia, por cercanía, el sentido que históricamente la tradición más rancia le otorgó al campo. No habla de la comida de todos sino de la riqueza de pocos.
En algunos años, la silobolsa convivirá dócilmente con el paisaje campestre. Habrá pinturas que la incluyan, su horizontalidad le permitirá mimetizarse con la llanura, el plástico no resultará intruso. Quizá algún Yupanqui futuro le señale a sus contemporáneos que los granos son ajenos.
Como las vaquitas y la llovida.

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