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domingo, 24 de febrero de 2013

EL BOLÍVAR, por Alfredo Zaiat (para “Página 12” del 23-02-13)




Por Alfredo Zaiat


La cuestión económica está dominada con la idea de que algún tipo de colapso es inminente que, en general, no termina ocurriendo. Esto no significa que no haya tensiones, dificultades ni errores de gestión porque, como se sabe, el paraíso no existe. El aspecto relevante en ese escenario de permanentes desafíos económicos es detectar qué tipo de política se implementa en cada momento para abordar los inevitables problemas que se van presentando. En la economía intervienen sujetos sociales con intereses contrapuestos, lo que deriva en una dinámica con elevadas cuotas de incertidumbre, aunque haya profetas que prometan minimizarlas mientras se dedican a exacerbarlas en el marco de una intensa disputa político-mediática. Para alimentar el estado de ansiedad económica, la mayoría de los pronósticos de las usinas tradicionales ha sido pesimista en los últimos años. Esa inspiración negativa ha tenido diferentes fuentes, de acuerdo con las circunstancias. No ha ignorado ninguna estación, comenzando por la crisis externa, el conflicto con el campo, el peligro de la caída del precio de la soja, la debacle energética, el supuesto atraso cambiario, el amenazador desborde inflacionario, la devaluación del real o el estancamiento de Brasil, el incremento de los subsidios en servicios públicos, la emisión monetaria, la cuestión fiscal, hasta el fantasma del Rodrigazo. La última adquisición ha sido la devaluación de la moneda venezolana como espejo de lo que le espera a la argentina. Cada una de esas amenazas luego se fue diluyendo o relativizando a fuerza del recorrido de las principales variables macroeconómicas. Los vaticinios estuvieron más cerca de los deseos de los divulgadores de lo que fue el desarrollo efectivo de la economía. Ahora es el turno de las advertencias a partir del fuerte ajuste cambiario en Venezuela, lo que exige precisar las características de esa economía y las diferencias y los parecidos con la Argentina.
El 8 de febrero pasado, el gobierno venezolano anunció una serie de medidas financieras, entre las que se destacó la modificación de la paridad cambiaria del bolívar con el dólar, al subir de 4,30 a 6,30 bolívares por unidad, es decir que se produjo una devaluación del 31,7 por ciento (la variación nominal fue de 45,5 por ciento; vale observar un error generalizado: una moneda no puede devaluarse un ciento por ciento, puesto que implicaría que deja de ser). El gobierno bolivariano estableció el régimen de control de cambio en 2003. Desde entonces ha mantenido una política cambiaria de paridad fija y la ha modificado en tres oportunidades, incluyendo la última. La anterior fue en febrero de 2010, cuando la subió de 2,15 a 4,30, una devaluación del 50 por ciento.
n Primera diferencia: Venezuela sigue con una paridad fija, incluso luego de la última devaluación, mientras que Argentina implementa desde hace diez años una política de tipo de cambio administrado de constantes pequeñas devaluaciones, aliviando en parte las tensiones cambiarias, sumando presión inflacionaria.
En el mercado ilegal, la cotización se ubicaba en 18 bolívares por dólar, brecha del 300 por ciento respecto de la oficial, diferencia que no se redujo luego del ajuste cambiario. Prueba que el precio de la divisa en el circuito informal está ligado al movimiento de excedentes de la actividad no registrada y a su fuga al exterior más que a la relación con otras variables de la economía. En el caso venezolano, la brecha también está vinculada con la debilidad en el control sobre las importaciones. Las maniobras de sobrefacturación de grandes firmas que recibían los dólares por parte del gobierno alimentaban el mercado paralelo. Para obturar esa operación que les reportaba abultadas ganancias a esas empresas se anunciaron dos medidas, además de la devaluación: una de ellas es implementar un control de seguimiento de la ruta de los dólares asignados a cada importador para verificar el ingreso de la cantidad de productos declarados, y la otra es que divisas a la cotización oficial sólo serán giradas para importaciones de bienes necesarios para satisfacer demandas sociales.
n Segunda diferencia: recién con las últimas medidas, Venezuela intenta instrumentar un régimen de administración del comercio exterior más efectivo, en especial sobre las importaciones, mientras que Argentina en comparación tiene una mejor estructura de fiscalización, lo que no significa que no sean indispensables mayores controles en la Aduana.
La economía venezolana tiene una industria muy poco desarrollada y, por lo tanto, fuertemente dependiente de las importaciones, destacándose el rubro alimentos, muy sensible para el presupuesto de los hogares, en especial para los de medios y bajos ingresos. A la vez exhibe un marcado carácter rentístico determinado por la producción petrolera. En un informe sobre la devaluación venezolana publicado en el sitio web sinpermiso, el economista Rolando Astarita señala que, de acuerdo con datos de la compañía estatal Pdvsa, de 1999 a 2012 el Estado tuvo un ingreso de 383.233 millones de dólares provenientes del petróleo. “Este ingreso no dio lugar a un proceso de industrialización sostenida, ni al desarrollo de sectores productivos de alto valor agregado”, observa, pero a la vez señala que una parte importante de esos recursos fue destinada a mejorar la calidad de vida de la población más humilde, sobresaliendo el plan de viviendas. Mark Weisbrot y Jake Johnston, del Center for Economic and Policy Research, de Washington, detallan en el documento “¿Es sostenible la recuperación económica de Venezuela?” que el programa del gobierno para la construcción de viviendas en 2011 alcanzó las 147 mil viviendas, siendo el sector público responsable de las dos terceras partes del total, mientras que el sector privado, el tercio restante. El año pasado, la cantidad de viviendas construidas fue de 200 mil.
n Tercera diferencia: Venezuela es monoexportador, concentrado en el petróleo, generando una renta extraordinaria, con una muy débil industria local y dependiente de la importación, fundamentalmente de alimentos. Argentina tiene una estructura de comercio exterior diversificada, aunque con importante peso del complejo oleaginoso (soja), que evitó la reprimarización de sus exportaciones en la primera década del nuevo siglo, a contramano de la mayoría de los países de la región, según la Cepal (por ejemplo, en Venezuela, el 96 por ciento de los ingresos por exportaciones del año pasado provinieron de la petrolera Pdvsa y sus asociadas). Además posee una industria local más compleja y tiene garantizada su soberanía alimentaria al no requerir importaciones para cubrir los bienes de la canasta básica de los hogares.
La breve descripción del caso venezolano y sus diferencias con el argentino revela que la devaluación del bolívar respondió a particularidades de esa economía, que el año pasado creció 5,5 por ciento y en el anterior se había expandido el 4 por ciento, con un superávit de cuenta corriente del 4,5 por ciento del Producto, detallan Weisbrot y Johnston.
Las dos economías registran similitudes en transitar el actual ciclo político con aumentos de precios bastante por encima del promedio regional y fuga de capitales (de febrero de 2003 a fines de 2012 sumó 144.900 millones de dólares, de acuerdo con el Banco Central de Venezuela), con conflictos específicos en cada país, pero que reflejan en ambos la resistencia de las tradicionales elites empresarias.
El intento de mostrar la fuerte devaluación venezolana como destino inevitable de la economía argentina se basa en consolidar en el sentido común que las presiones del “mercado” inexorablemente terminarán por imponerse frente a cualquier regulación de Estado, ya sea en la plaza cambiaria o en el control de precios. La prédica incansable afirma que la única economía sana y posible es la que se sustenta en la absoluta libertad de mercado. Para escapar de ese jaque, cantado diariamente con el tema precios y el dólar ilegal, la gestión económica se enfrenta al desafío de ser eficiente en los hechos cotidianos, respondiendo a las demandas de las mayorías. De ese modo podrá minimizar el daño simbólico del discurso conservador que descalifica permanentemente la imprescindible intervención del Estado en la economía.


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