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jueves, 25 de octubre de 2012

El 7D y lo que está en disputa, por Ricardo Forster (para “INFOnews” del 19-10-12)



 
 La matriz despolitizadora ampliamente desparramada en escala planetaria por la forma neoliberal del capitalismo no sólo capturó el imaginario de amplios sectores medios de la sociedad sino que, también, caló muy hondo en las tradiciones provenientes del progresismo e, incluso, en quienes se referenciaban en las matrices de la izquierda y de lo nacional popular. Uno de los rasgos sobresalientes, sobre el que todavía no se ha escrito demasiado, es la mutación que se operó, en el interior de esos círculos, en relación directa con la idea de “democracia”. Asfixiados por una atmósfera de época que parecía traer sólo aires viciados por el “triunfo” neoliberal, incapaces de digerir el bocado en mal estado del derrumbe de las ideas igualitaristas y profundamente desconcertados por la implosión, desde el propio interior, de las experiencias mal llamadas socialistas, una amplia generación de intelectuales, de hombres y mujeres provenientes de militancias antiburguesas pasaron, casi de la noche a la mañana, de ser críticos de la democracia formal a convertirse en sus adoradores más fervorosos, contribuyendo a lo que el filósofo francés Jacques Rancière llamaba la “democracia vivida como medio ambiente”.
Una naturalización acrítica que hizo oídos sordos a la escisión, cada día más honda, entre los engranajes democrático-republicanos y la cuestión social. Las dos últimas décadas del siglo veinte fueron la etapa más desigual, en cuanto a la distribución de la riqueza, de la historia de América latina mientras, por esas paradojas extrañas, la mayoría de los países regresaba al Estado de derecho y abandonaba la noche dictatorial. Muchos de los otrora defensores del estatalismo, los viejos cultores de concepciones intervencionistas e igualitaristas, se pasaron, sin escrúpulos, al bando de los ideólogos del fin de la historia, de la economía global de mercado y del consensualismo liberal republicano. El peronismo, en su versión menemista, constituyó el ejemplo acabado de esa mutación que sería acompañada por una parte sustancial del progresismo que apenas si movilizó sus recursos críticos para cuestionar, no el dominio neoliberal, sino las falencias republicanas del gobierno encabezado por el otrora émulo de Facundo Quiroga. Los medios de comunicación hegemónicos acompañaron estos travestismos y multiplicaron su capacidad de incidencia al mismo tiempo que avanzaron en el control monopólico de viejos y nuevos medios vinculados a las decisivas transformaciones tecnológicas que caracterizaron el fin de siglo pasado. La nueva ley de servicios audiovisuales buscó romper con esa hegemonía antidemocrática. Pero el hueso sigue siendo duro de roer y los intereses que se defienden cuantiosos no sólo en su aspecto económico sino también en su dimensión político-cultural. Se trata de la disputa por el sentido común, la opinión pública y la producción de nuevas subjetividades.
Para muchos exponentes de esa generación, detrás de ellos quedaban el horror, la muerte y la derrota que fueron asociados al fracaso estrepitoso de una visión de la historia que ya no se correspondía con el mundo real afirmado, de un modo que asumía la perspectiva de la eternidad, en la estética de la sociedad de consumo y en la proliferación universal de una nueva forma de subjetividad autorreferencial y atravesada de lado a lado por la fascinación consumista. Junto con la emergencia del individuo hedonista (al menos como experiencia real de quienes quedaban dentro del sistema y como deseo insatisfecho de aquellos otros que eran excluidos de los llamados mercantiles al goce) se pulverizaron las prácticas anticapitalistas y se expulsaron por anacrónicas y vetustas las ideas que siguieran insistiendo con proyectos alternativos al de un modelo de gestión de la sociedad que se ofrecía como triunfante y definitivo. En todo caso, lo que quedaba para quienes no se resignaban a ser parte de la masa acrítica de consumistas alienados pero gozosos, era el distanciamiento crítico, la escritura testimonial y, claro, el más allá de la política. Nunca como en los noventa estuvieron más alejados los incontables de la historia, ampliamente marginados de la fiesta posmoderna, de los forjadores profesionales de ideas que, en su etapa anterior, habían contribuido con ahínco a reafirmar las virtudes míticas de aquellos mismos que, en el giro despiadado de la actualidad neoliberal, serían despojados incluso hasta de su memoria insurgente. La figura del intelectual, otrora imponente y desafiante, dilapidó sus herencias y sus virtudes al precio del acomodamiento académico o de la espectacularización mediática. Tiempo de ostracismo para aquellos otros que no se resignaban a convertirse en coreógrafos de la escenificación del fin de la historia.
Una de las consecuencias más significativas y difíciles de remover de la hegemonía neoliberal sobre la vida de nuestras sociedades fue la pérdida de espesor a la hora de intentar pensar críticamente el estado de las cosas diluyendo lo que, durante gran parte de la experiencia moderna, había sido el complejo entramado entre mundo de ideas, experiencia social y actuación política. En el giro del capitalismo de la segunda mitad del siglo veinte hacia lo que el pensador francés Guy Debord denominó “la sociedad del espectáculo”, lo que se expandió de manera inconmensurable fue, precisamente, el poder de los lenguajes comunicacionales que fueron ocupando con sistemático empeño cada rincón de la trama cultural incidiendo, como nunca antes, en la construcción de las nuevas formas de subjetividad bajo la premisa, nunca explicitada, de darle sustento discursivo y relato legitimador al sistema económico dominante.
Es por eso que resulta indispensable abordar con espíritu crítico y sin falsos neutralismos la problemática, absolutamente central, de los medios de comunicación entendiendo, a ese abordaje, como momento decisivo de lo que, por no encontrar otra denominación más fértil y compleja, se ha denominado “la batalla cultural”. Para Nicolás Casullo, sobre todo, será en las nuevas formas de la estetización de la política, que se volvieron hegemónicas en la escena de los años ’90, y en el dominio mayúsculo de los lenguajes mediáticos sobre la vida cotidiana, donde hay que ir a buscar el núcleo central de los nuevos dispositivos de control y dominación que calaron tan hondo en nuestras sociedades. Quebrar esa hegemonía, abrir una brecha en ese dispositivo es, qué duda cabe, uno de los puntos centrales de la “batalla cultural”. Quizá por eso “Clarín” no sea sino el nombre rutilante y perverso de esa hegemonía, su núcleo duro, el hueso más difícil de roer y el que con mayor astucia logró calar hondo en el imaginario argentino del último medio siglo. El 7D será un día importante pero no cambiará radicalmente aquello que sigue estando en juego. Abrirá, eso esperamos, una fisura en el lenguaje de la dominación que ha sabido encontrar en los medios de comunicación y en la industria cultural instrumentos fundamentales para seguir perpetuando su concepción del mundo y de la vida.
“Cuando se habla de lo mediático entonces –como nueva construcción ‘partidaria’ en tanto derecha política– (escribió poco antes de su muerte Nicolás Casullo tratando de desentrañar el funcionamiento ideológico del poder corporativo en la encrucijada de nuestra época y saliendo a discutirle a ciertas interpretaciones “progresistas” defensoras de la amplitud, la cuasi neutralidad y la polisemia constructiva de los medios) no se hace referencia a una idea de sigla (al modo como en otra estación de la historia se designaba a los actores políticos y en particular a las derechas clásicas). Tampoco a un programa, a dirigentes, activistas, estructuras orgánicas con secretarios generales, vocales, votaciones internas y candidatos estructurando un medio de masas (nada de eso se corresponde, dirá Casullo, con el nuevo espíritu de época dominado por la corporación mediática capaz de desplazar a las formas tradicionales de intervención política y articuladora de la agenda hegemónica desde la perspectiva de los sectores dominantes). Se significa, en realidad, cómo la edad del mercado neoliberal en tanto proyecto reformulador del capitalismo, hace tres décadas al menos y en forma enfática e indisimulada decidió asumir y protagonizar la revolución cultural conservadora”. Esto es algo que algunos intelectuales que se ofrecen como portadores de la virtud republicano-democrática enfrentada al autoritarismo populista no quieren ver, desviando la crítica, indispensable, a la máquina mediática y responsabilizando, de manera descarada, al gobierno kirchnerista por “ideologizar” un campo en el que debería reinar la diversidad y la pluralidad. Mientras argumentan de esta manera no tienen ningún inconveniente en convertirse en plumas centrales de esos grandes medios que destilan ideología neoliberal.
“Irónicamente –sostiene Casullo–, por lo tanto, este cuadro de situación que expone la actualidad, este proceso de conservadorismo evidente de amplias capas de la sociedad sentado básicamente en el dispendio interpretativo de los ‘partidos mediáticos’, obliga a reintroducir hoy como respuesta crítica intelectual, temáticas que los vientos de época que soplaron (desde los ’80) en el progresismo conservador y de la izquierda escéptica dieron como arcaicos. O anacrónicos. O plausibles de no volver a ser tratados: la cuestión de las ideologías como velo al conocimiento de lo real social. El tema del sojuzgamiento de las conciencias como medular lucha social. El dilema de la manipulación informativa. La problemática de las industrias de dominación cultural sobre las sociedades medias y populares. El conflicto de la construcción de las hegemonías y clases y bloques de clases en términos de mentalidades e imaginarios sociales. El análisis clave de cómo resolver en América latina la vertebral contradicción entre democracias populares y medios de masas privados monopólicos”. Casullo, con elocuente contundencia, aborda sin eufemismos el centro del litigio y lo hace poniendo en discusión el proceso de neutralización que la cultura del neoliberalismo desencadenó sobre las interpretaciones que, siendo herederas de una matriz igualitarista, resignaron la dimensión crítica para plegarse a la apología de la “nueva democracia comunicacional” forjada y legitimada por esos mismos medios hegemónicos. La mutación de la crítica ideológica a los dispositivos massmediáticos propios de los años ’60 y ’70 en mirada complaciente y en aceptación pasiva de la instrumentalización que de esas tecnologías audiovisuales haría el neoliberalismo a partir de los ’80 y ’90, constituye el núcleo de la resignación de esos intelectuales que, provenientes de tradiciones populares y de izquierda, se convirtieron en cultores del “progresismo reaccionario” y en defensores a ultranza del formalismo institucionalista, eufemismo que esconde su plegamiento al espíritu dominante de la nueva derecha “políticamente correcta”.
“Ponerles nuevas explicaciones a las cosas. Adueñarse de una opinión pública donde ya no habrá político, líder, institución que pueda lidiar con esas nomenclaturas virtuales que bautizan”, es decir, que desplazan las antiguas denominaciones, que vacían los lenguajes de antaño y que corroen hasta la médula la relación entre política y transformación social de la realidad para ofrecerse, ahora sí, como la usina de un nuevo génesis, como el punto de partida de una arquitectura societal que ya no responde a las formas dogmáticas de un pasado definitivamente abandonado al entrar en la época del mercado global y sus promesas. “Explícitamente –continúa implacable Casullo en su crítica al encubrimiento ideológico gestado por la propia lógica de la corporación mediática–, con ese nombre y apellido: revolución conservadora, en cuanto a lo que se proponía: llevar al mundo, a la democracia, a las interpretaciones, a los actores, a las demandas, a los progresismos, a las izquierdas en crisis, a los expertos e intelectuales, al Estado y a las prospectivas, hacia una derecha cultural estratégica –ideológica, simbolizadora, representacional, narracional– para una nueva edad política civilizatoria. Una contienda cultural”. Me detengo, una vez más, en esta cuestión central: el litigio por el relato no es apenas un problema de los intelectuales o un divertimento de las políticas culturales del Gobierno sino que es, por el contrario, el eje de la disputa política de nuestro tiempo, el punto neurálgico sobre el que se da la “contienda” por darle forma a una ofensiva contrahegemónica que logre interrumpir la persistente hegemonía del establishment neoliberal. Hay un camino que, después de algunas bifurcaciones, acaba conduciendo del progresismo a la derecha bajo la excusa de la defensa de los ideales republicanos amenazados por el autoritarismo populista.
La derecha, metamorfoseada ahora en medios de comunicación concentrados, siempre ha sabido cuál era y sigue siendo el centro del conflicto. Se trata de la ideología, de las interpretaciones enfrentadas, de los relatos en pugna y, claro, de la política. Uno de los rasgos más potentes de lo que se abrió en el país a partir de mayo de 2003, pero que se explicitó rotundamente a partir del conflicto con las corporaciones agromediáticas en el 2008, fue, precisamente, el corrimiento del velo de supuesta objetividad con el que siempre se vistieron los medios concentrados. El retorno del conflicto político hizo saltar en mil pedazos el sutil dispositivo de enmascaramiento a través del cual el modelo neoliberal fue desplegándose, hegemónico, sobre la vida social. Lo que se desnudó, bajo el impacto de una repolitización emergente, fue precisamente la complicidad estructural de los grandes medios de comunicación con lo que Nicolás Casullo denominaba “la revolución conservadora”. La derecha, la actual, la que supo comprender el nuevo escenario cultural, social, tecnológico, político y económico, encontró en esas empresas mediáticas a su mejor jugador, aquel que había logrado convertir su representación del mundo en sentido común. Deshacer esa trama, tarea ardua y quizás interminable, es parte sustantiva de la “batalla cultural” si es que se quiere avanzar en un proyecto de emancipación popular.
“La ultrainformación como forma de vida naturalizada, el noticiero enervante, el documentalismo periodístico de impacto, las ‘espontáneas’ transmisiones de exteriores con camiones móviles donde la ‘realidad se muestra por sí sola’, el permanente diálogo con ‘la gente’, las nuevas formas de la realidad-ficción que imperan en los acontecimientos convertidos constantemente en temas fuertes, el pasaje de una lógica trágica de la literatura al universo informativo, la construcción diaria de la víctima, del terror, del desastre, de la amenaza, del límite, del chivo expiatorio, de la muerte, del ‘mal’ –escribe con agudeza Casullo–, gestan un mercado actuante –a través de sus empresas mediáticas tan privadas como monopólicas– desde una lógica e interés político cultural y político ideológico. Esto expone una permanente construcción política de la realidad de alcances globales, o nacionales. Construcción en cada casa, en cada hogar, en cada mirada, en cada escucha, frente a la cual la política a secas, la clásica […] tiene escasas o casi nulas posibilidades de hacerle frente adecuadamente en tanto actores de un conflicto […]. Esta construcción, que codifica en cada sujeto (con gran poder de generación y regeneración de sentidos) la mirada sobre lo social, es el auténtico fondo de escena donde se constituye una sociedad de derecha, desde expresas funcionalidades argumentativas. Y que no implica ya enunciaciones políticas explícitas ‘de derecha’ a la manera tradicional de un previsible posicionamiento programático clásico”. Casullo escribió estas profundas reflexiones sobre la máquina mediática a principios del 2008, en pleno estallido del conflicto con las patronales agrarias y cuando todos los dispositivos de los grandes medios de comunicación se pusieron, una vez más, al servicio de la lógica destituyente; y lo hizo destacando, entre otras cosas, la “política” que se construye en el “más allá de la política”, la sofisticada elaboración de un universo de sentido capaz de incidir sobre la escena de lo real como si aquello que es discurso y construcción, manipulación y montaje, no fuera otra cosa que la expresión inmediata, “objetiva” y “verídica” de esa misma realidad apropiada por la potencia representacional de la nueva lengua totalitaria de la época que, eso sí, se ofrece a sí misma como la quintaesencia de la democracia y de la más plena libertad.
Lo más difícil de remover, incluso ahora cuando asistimos a una inquietante crisis del neoliberalismo a nivel global, no es su estructura económica, el despliegue sistemático de transformaciones institucional-jurídicas para habilitar el viaje de ida del capitalismo especulativo financiero, sino su espectacular “triunfo” cultural, es decir, ese momento en el que el sentido común se pliega en aceptación acrítica de lo que constituye una nueva manera de ver y de estar en el mundo. Nunca está de más destacar que el giro neoliberal del capitalismo fue posible a través de la alquimia de transformaciones estructurales y de una inédita ofensiva mediático-cultural destinada a producir otra subjetividad.
Existe una relación directa entre democracias despellejadas, exhaustas, formales e insustanciales y la ampliación del papel “regulador” de los imaginarios sociales por parte de la industria de la dominación cultural que tiene a los grandes medios de comunicación como centros neurálgicos de ese proceso de vaciamiento político. Fuera de toda ingenuidad, más allá de toda aparente autorreferencialidad técnico-discursiva que supuestamente los coloca en un andarivel posideológico, los medios de comunicación hegemónicos constituyen la columna vertebral de la nueva derecha contemporánea. En ellos, en su enorme capacidad para crear opinión pública y sentido común, en su avasallante poder tecnológico que multiplica hasta la náusea su “relato” de la realidad, se refugia y busca recomponer su modelo, la “revolución conservadora” que supimos conocer y padecer en los años noventa. Penetrar en su andamiaje, deconstruir su retórica y su capacidad instrumental y manipuladora, disputarle palmo a palmo la representación de la realidad es, tal vez, el hueso más duro de roer y uno de los principales desafíos para una tradición que se quiere popular, igualitarista, latinoamericana y democrática.


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