Imagen: Bernardino Avila
31 de marzo de 2018
Ni idea
El Banco Central no tiene idea de cómo bajar la inflación. Es el objetivo prioritario que se fijó la política económica desde un comienzo. Lo más fácil, según Mauricio Macri, y la demostración de la incapacidad de un gobierno para gobernar. Alfonso Prat Gay y Nicolás Dujovne como ministros de Hacienda y Federico Sturzenegger como presidente del Banco Central no pudieron darle el gusto. Después de 28 meses de intentar bajar la inflación solo pueden exhibir un relato inconsistente de logros que no existen. Decir que la inflación está bajando con los resultados a la vista es como si Sampaoli dijera el próximo partido de la selección que la tendencia es positiva en caso de una derrota 4 a 0. “Estamos bajando las goleadas”, sería el concepto. En marzo del año pasado el Indice de Precios al Consumidor arrojó 2,4 por ciento. Este mes el número andará por ahí, según reconoció esta semana el propio BCRA al explicar que no pudo reducir la tasa de interés de referencia porque los precios se mueven a una velocidad mayor a la prevista. Es decir, doce meses después del 2,4 por ciento de marzo de 2017, la política de “desinflación” expone para marzo de 2018 una proyección de alza del IPC del 2,4 por ciento. Como se advierte, la mejora es invisible. En febrero último el Indec también había relevado 2,4 por ciento de inflación, en tanto que en enero fue del 1,8 por ciento y en diciembre, del 3,1. Para abril las proyecciones de consultores privados se ubican otra vez entre 2 y 2,5 puntos, a partir de los incrementos de tarifas de colectivos, trenes, gas por redes, garrafas, peajes y probablemente combustibles, incluido el GNC. Para mayo está pautado un aumento en la tarifa del agua del 26 al 68 por ciento, mientras que el 19 de abril se ratificará en audiencia pública el ajuste del subte de 7,50 a 11 pesos, el 46,6 por ciento. En junio se completará el tarifazo del transporte con nuevas dosis para colectivos, trenes y subtes. Los precios mayoristas, que generan presión sobre los productos que después llegan a las góndolas, vienen de subir 4,8 por ciento en febrero y 4,6 por ciento en enero. Las canastas de pobreza e indigencia, en el mismo período, se dispararon 5,2 por ciento, más que el 4,2 del IPC nacional. Como se dijo, el Banco Central no tiene idea de cómo bajar la inflación.
De los últimos doce meses, en ninguno el IPC logró quedar por debajo del 1 por ciento, que era el objetivo que se había trazado la autoridad monetaria para marzo de 2017. En cuatro de ellos la inflación osciló entre 2,4 y 3,1 por ciento, en cuatro se ubicó entre 1,5 y 1,9 por ciento y solo en cuatro fue de entre 1,2 y 1,4 por ciento. El acumulado del último año alcanza a 25,4 por ciento. Es decir, un nivel mayor al 23,8 por ciento que exhibía el IPC de la Ciudad de Buenos Aires en octubre de 2015 -en doce meses-, antes de que Prat Gay anticipara la devaluación de inicios del mandato de Macri, que en teoría no provocaría impactos negativos porque los precios ya estaban fijados al valor del dólar blue. Fue el primer error, de muchos que vendrían, o una mentira disfrazada. Lo cierto es que dos años y medio después de semejante desacierto, la inflación de Cambiemos sigue por arriba de los registros heredados de la etapa kirchnerista. Si el IPC de 2016 hubiera dado menos que aquel 23,8 por ciento y el de 2017 hubiera alcanzado la meta oficial de un máximo de 17 por ciento, el Gobierno podría sacar pecho y afirmar que, como había prometido, tenía una política eficiente para combatir la suba de precios. Como nada de eso sucedió, si no que por el contrario las marchas y contramarchas del Banco Central y el Ministerio de Hacienda dieron como resultado un fracaso estrepitoso en esa lucha, lo apropiado es advertir que reina el desconcierto y que es imprescindible corregir el rumbo lo antes posible.
Que Macri, Dujovne y Sturzenegger sigan negando la realidad no es un buen indicio. Sería menos preocupante si solo fuera una estrategia política para buscar influir en las expectativas o disimular lo que es, que no consiguen perforar el piso heredado cuando ya consumieron el 60 por ciento del mandato. Pero esa tozudez denuncia que el problema de fondo es más grave: no hay registro del desmanejo para controlar la variable que identificaron como mayor puntal del ordenamiento de la política económica. Los osados tomadores de créditos UVA, que ajustan por inflación, figuran entre quienes padecen las consecuencias de tantos traspiés, como reveló esta semana el diario La Nación con el ejemplo de un crédito por un millón de pesos a 20 años otorgado hace dos, que en la actualidad se indexó hasta 1,5 millón de pesos, mientras las cuotas no paran de subir y ya alcanzaron las de un crédito tradicional. Seguramente no estarán ni Macri ni Sturzenegger cuando la sociedad argentina deba salir al rescate de quienes compraron los espejitos de colores del plan de desinflación.
El stop and go de la política cambiaria es uno de los factores que generan inestabilidad en materia de precios. La disparada del dólar de 2016 fue un elemento determinante del record de inflación de ese año en más de dos décadas, con el 41 por ciento para la Ciudad de Buenos Aires. En 2017 el BCRA cambió de posición y adoptó la estrategia opuesta: se aferró al ancla del tipo de cambio para mitigar los aumentos, aunque habilitó saltos veloces del dólar en reiteradas oportunidades frente a maniobras especulativas del mercado que luego repercutieron en la inflación.
En el informe de Política Monetaria de enero de 2017, el Central consideró que había empezado a torcer el rumbo y pronosticó un escenario de relativa tranquilidad para alcanzar la meta del 17 por ciento que se había fijado como objetivo para los doce meses siguientes. “La inflación acumulada cayó desde un 25,1 por ciento en el primer semestre de 2016 a un 9,2 en el segundo. Esta evolución es consistente con la dinámica inflacionaria buscada por la autoridad monetaria”, se ilusionó en ese documento, que dejaba de lado un dato ineludible: el fallo de agosto de ese año de la Corte Suprema que anuló el tarifazo del gas del 500 por ciento, lo que determinó para septiembre un alza del IPC nacional de solo 0,2 por ciento. “Para este año (2017), el BCRA espera una recuperación del PIB (…) Este crecimiento no presenta desafíos en términos de presiones inflacionarias, en función de la subutilización de capacidad productiva instalada y las políticas orientadas a impulsar la productividad y la inversión”, agregó con suficiencia.
Un año después, sin embargo, Sturzenegger debió reconocer que las cosas no salieron como había previsto: la inflación de 2017 no quedó en la banda del 12 al 17 por ciento sino que finalizó en 24,8. En el informe de Política Monetaria de enero de este año, el Central tuvo que dar explicaciones: “La desinflación no fue tan rápida como la deseada por el BCRA. El primer factor que explica el desvío con respecto a la meta es una política monetaria que fue relajada entre octubre de 2016 y marzo de 2017, como respuesta a la menor inflación observada en la segunda mitad de 2016”. Después de dar esa interpretación a su error de diagnóstico, el Central asumió su imprevisión en otra materia, los tarifazos. “El segundo factor fue un aumento de precios regulados por encima de lo estimado por el BCRA”. Por último, cargó contra los salarios, al afirmar que “si bien los contratos nominales de mediano plazo en 2017 tuvieron en cuenta en mayor medida la expectativa de inflación futura, hubo cierta persistencia de la inflación pasada, por ejemplo, en los contratos laborales”.
Esta semana retomó el embate contra los salarios. Enfatizó que los aumentos de precios del verano, otra vez superiores a lo esperado por el organismo, tenderán a moderarse más adelante, entre otros motivos, porque las paritarias se están fijando en línea con la pauta oficial del 15 por ciento. Hasta Carlos Melconian avisa que esa meta del 15 por ciento “nació muerta”, lo mismo que los economistas de la city que arriesgan sus pronósticos en el Relevamiento de Expectativas del Banco Central (REM), quienes la semana que viene ya dirán que el IPC de 2018 estará por arriba del 20 por ciento. Esa diferencia entre los acuerdos paritarios y la inflación anticipa otro año de debilidad del consumo popular.
El Central también indicó en su comunicado del último martes que “la rápida depreciación del peso entre diciembre y febrero” elevó las presiones inflacionarias durante el verano, lo que llevó a recalibrar la meta de inflación del 10 por ciento al 15, aunque no por decisión de Sturzenegger sino de Macri y la Jefatura de Gabinete. La declamada independencia del BCRA cayó por su propio peso, igual que la ley de intangibilidad de los depósitos cuando no hubo más remedio. En este escenario, el Central anticipó que continuará liquidando reservas para que el dólar no se dispare más, para lo cual ya gastó más de 2000 millones de dólares el último mes. Sin embargo, Sturzenegger no explicó por qué no pudo evitar aquel deslizamiento cambiario desde diciembre y tampoco señaló cómo hará para frenar el próximo si se siguen acumulando presiones, por ejemplo, con los tarifazos. En un círculo vicioso, las empresas aumentan precios por la suba de costos, esa inflación atrasa el tipo de cambio y después se producen saltos del dólar que agregan más leña al fuego. Pero el Ejecutivo ya no quiere que el BCRA suba las tasas de interés, y el Central no tiene idea de cómo bajar la inflación.
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