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miércoles, 3 de diciembre de 2014

EL OBSTÁCULO, por Dante Augusto Palma (para "Veintitrés" del 25-04-13)


“Cuando se presenta ante la cultura científica, el espíritu jamás es más joven. Hasta es muy viejo pues tiene la edad de sus prejuicios”.
 Gastón Bachelard 

Imaginemos que el próximo domingo Jorge Lanata comienza su emisión televisiva de manera especial: algo desencajado, con ojeras, vestido informalmente y sin público en sus tribunas. En este contexto toma el micrófono, enciende un cigarrillo y afirma: “Hoy es el último programa de PPT. Lo he hablado con mi familia y con mi psicoanalista. Se trata de una situación que resulta insostenible y una carga que no puedo sobrellevar. He mentido para perjudicar al gobierno y favorecer los intereses de mi empleador. Fui utilizado voluntariamente como emblema de un grupo económico, al que siempre rechacé, para horadar al gobierno con falsas denuncias de corrupción como aquella que involucraba al actual vicepresidente Amado Boudou. Pero lo ocurrido en las últimas semanas con la denuncia que desde aquí realizamos y que incluye a Fariña, Elaskar, Rossi, Báez y Kirchner ha sido una burla a la opinión pública y una afrenta al periodismo que no me puedo permitir si quiero seguir llamándome periodista. Les pido disculpas a los boludos que eligieron creerme pero así son las cosas. Seis siete rocho se hará un festín pero esos boludos me importan un carajo. Chau. Fuck you”. Se oye desde el “detrás de cámara” un conjunto de tibios aplausos  provenientes de su círculo íntimo y de algunos de sus productores más fieles, y tras cinco segundos eternos en los que Lanata ya ha salido de cuadro, se corta la transmisión para que comience una película protagonizada por Emilio Disi.   

¿Es posible que esto suceda? Si bien todo puede pasar, lo dudo, pero el sentido de plantear este escenario inverosímil que generaría un escándalo mediático sin precedentes es intentar comprender cómo actuaría un televidente fiel del programa de Lanata, aquel que eventualmente puede ir a una marcha y gritar “Lanata tiene huevos”, “Aguante Lanata” o “Lanata presidente”. La pregunta sería, entonces, qué haría ese ciudadano que desprevenidamente se acomodaba para ver su programa y a su periodista favorito hasta que de repente es sorprendido con esta confesión. Si bien las posibilidades de acción son muchas, reduciré las opciones a dos extremos: ¿tras una profunda decepción internaliza las palabras de Lanata y comienza a poner en tela de juicio sus propias creencias hasta llegar, eventualmente, a considerar que, si bien la política de este gobierno no es de su agrado, de ahí no se sigue que se esté frente a una administración estructuralmente corrupta? ¿O más bien, preso de la ira, insultaría a su televisor al grito de “¡esta es una dictadura de corruptos! ¡Ahora los K también compraron a Lanata. Lo único que nos queda es Clarín y encima lo quieren hacer desaparecer!”  

Seguramente usted y yo coincidiremos en que aquellos hombres y mujeres que consideran creíble a Lanata le creerán todo salvo que su arrepentimiento hipotético se debe a  razones morales. En otras palabras, ese televidente medio de “Periodismo para todos” se inclinará por sostener que su periodista favorito no ha podido tolerar el irresistible poder de las presiones de las supuestas mafias kirchneristas, de lo cual se sigue una pregunta angustiante: ¿hay algo que pueda convencer a un anti kirchnerista furioso de que, eventualmente, pudiera ser que algunas de las denuncias de corrupción que se le hacen al gobierno son falsas? En otras palabras, ¿hay algún hecho que le pueda hacer cambiar de opinión o siempre encontrará el modo de poder adecuar la realidad al prejuicio “todos los kirchneristas son ladrones”?

El hablar de prejuicios nos lleva a una obra ya clásica, publicada en 1938, cuyo título es La forma del espíritu científico y que lleva la firma de Gastón Bachelard, un francés que tuvo, entre sus muchos intereses, el de indagar en el campo de lo que se conoce como Filosofía de la Ciencia. Bachelard acuñó el célebre concepto de “obstáculo epistemológico” para dar cuenta de las dificultades psicológicas que se les plantea a los científicos al momento de enfrentarse a una experiencia o realidad novedosa. Si bien los obstáculos que plantea el autor se encuentran más vinculados al quehacer del científico y no del hombre común, no es del todo impropio extrapolar esta enseñanza para poder comprender el modo en que los prejuicios de los “ciudadanos de a pie” operan como una “teoría previa” desde la cual se interpretan los hechos. Tales prejuicios provienen de la cultura, la educación, la lengua, la ideología, etcétera, y, en tanto tales, permanecen en el terreno de lo inconsciente, de aquí que sea tan difícil adoptar un perfil autocrítico frente a ellos. Porque, de hecho, tales prejuicios no son meros accesorios que se circunscriben a terrenos marginales de nuestras vidas sino que son constitutivos de la realidad misma, del modo en que nos relacionamos con el mundo. Porque no somos una tabula rasa, una hoja en blanco en la que los hechos escriben su realidad. Somos una infinita paleta de colores en la que los hechos siempre resultan salpicados y en el que lo nuevo, o el hecho que contradice nuestro sistema de creencias, debe enfrentarse a una estructura que, si bien nunca está completamente cerrada, no deja demasiado lugar a aquello que pudiera desestabilizarla. Porque un mundo ordenado, regular, en el que alguien nos dice que aquellos que suponemos corruptos lo son, es el mejor de los mundos posibles; un mundo en el que enfrentarse a los hechos es casi un simple ejercicio administrativo de confirmación inmediata de ideas previas que no reconocemos como tales y que son parte de una disputa feroz en el terreno simbólico y cultural que se juega en cada interacción humana pero que, desde el siglo XX hasta su caracterización actual, se ve atravesado enormemente por la lógica mediática. Porque es desde los medios de comunicación, estas usinas de sentido, que se busca instalar una serie de prejuicios presentados como verdades autoevidentes que una vez internalizados se reproducen geométricamente en una retroalimentación constante. Así, alcanza con haber instalado el prejuicio para que, luego, aun la investigación más disparatada y débil, sea interpretada desde esa matriz.        

Para terminar, vale la aclaración, sería mi propio obstáculo epistemológico afirmar que los únicos prejuiciosos son los antikirchneristas televidentes de Lanata. Por supuesto que no es así. Menos que menos se puede decir que el intento avieso de instalar un clima donde resulte verosímil que el gobierno es el causante de todos los males de la humanidad, suponga que toda investigación de Lanata resulte, a priori, un invento. Pero promover la idea de que un gobierno democrático, cuyas propuestas pueden gustar o no, es una suerte de dictadura corrupta no ayuda a mantener viva la posibilidad de revisar un punto de vista, a plantear una duda, un matiz, un gris. Más bien, por el contrario, lleva a que muchos ciudadanos sean capaces de comportarse como una turba histérica que un día se va a pasar de la raya. Claro que cuando eso suceda, el mismo prejuicio que los llevó a justificar ese salto, les permitirá, sin ponerse colorados, afirmar que la culpa, incluso de los errores propios, la tiene, como era de esperar, el kirchnerismo.
 
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