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domingo, 8 de septiembre de 2013

El viraje K que preocupa a Massa y Van Der Kooy, por Roberto Caballero (para "Tiempo Argentino" del 08-09-13)

 
Arriba: Carlos S. Fayt, Juez de la Suprema Corte de Justicia argentina desde 1983. Nació en febrero de 1918, durante la Primera Guerra Mundial... 
No comments como dicen los gringos...

Ganancias y seguridad, dos banderas opositoras resignificadas por el kirchnerismo. Además, el ministro portador de republicanismo sano.


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Después de leer atentamente los resultados de las PASO, el kirchnerismo en campaña intenta disputar palmo a palmo con los distintos candidatos que propone el orden conservador para no resignar en las urnas de octubre las mayorías parlamentarias necesarias para gobernar hasta el 2015. Esto explica sus últimos movimientos.
 
Si Alejandro Granados tiene que ser el ministro de Seguridad bonaerense para asegurar que los intendentes del mayor distrito electoral no den el salto en garrocha al massismo, lo será. Del mismo modo que fue Martín Redrado, y no Mercedes Marcó del Pont ni Carlos Kunkel, el presidente del BCRA de Néstor Kirchner, durante toda su etapa fundacional. Si hay que gravar la renta financiera para aumentar el mínimo no imponible de Ganancias, se hará ahora, aprovechando que los opositores agitaban esa idea para correr por izquierda al gobierno.
 
En lo sustancial, el kirchnerismo también sigue siendo, como lo fue en toda esta década de cambios, un vector peronista emancipador que interpreta los desafíos con convicciones, aunque evitando transitar las arenas de la política con las rigideces de cualquier religión.
 
Podrá gustar más o menos lo que decide en una coyuntura expresa, será más o menos comprensible para su militancia ideológicamente más comprometida y encuadrada, pero siempre va a dar la pelea en la cancha que hay, y no en la que desea imaginariamente.
 
Cuando Cristina habló de "titulares y suplentes" su mensaje tuvo un destinatario claro: el "círculo rojo" del que habla Mauricio Macri, que no es otra cosa que el enjambre corporativo que da por agotado su ciclo vital. Con ese discurso desafiante y las mesas de diálogo posteriores, Cristina expuso a los dueños del poder y del dinero y descubrió las piezas electorales del engranaje pretendidamente sucesorio puesto en marcha.
 
En simultáneo, tomó la decisión de apoyarse en intendentes y gobernadores peronistas que no son del agrado del refinado paladar del kirchnerismo premium, pero hubiera sido más reprochable para su conducción cederlos a las estrategias del conservadurismo pejotista, agazapado detrás de las candidaturas de Sergio Massa y, en menor medida, Francisco De Narváez.
 
Dos de sus últimas resoluciones, la suba del Impuesto a las Ganancias y la batería de medidas más o menos ortodoxas contra la inseguridad, buscan restar predominancia en la agenda a las ofertas electorales del bloque de poder que se ve predestinado a remplazar al kirchnerismo, siguiendo la letra fría del artículo 90 que impide la reelección presidencial.
 
El objetivo de las últimas medidas no es tanto que el FPV resulte rotundamente victorioso en una elección de medio término, donde la dispersión del sufragio es tradición, sino garantizar el número de diputados y senadores que respondan a su estrategia en el Congreso, neutralizando el avance de un nuevo Grupo A con ínfulas dañinas para la gobernabilidad de sus últimos dos años de mandato. Con llegar al 30% de los votos, le alcanza. No es imposible.
 
Las lecturas sobre un viraje o desconcierto ideológico no tienen anclaje en la realidad. Por fuera de las consignas y el encandilamiento que estas producen en el activismo, el pragmatismo conducente existe en los liderazgos políticos que se resisten a ser testimoniales. Las acusaciones de oportunismo de parte de la oposición mediática están intoxicadas de gataflorismo: no bajar Ganancias está mal y subir el tope es electoralista; no hablar de la seguridad es ocultarla y hablar de ella es demagogia. Nada nuevo bajo el sol.
 
Con dos movidas tácticas, que amargaron incluso el análisis de Eduardo Van Der Kooy en el piso de TN, el kirchnerismo logró complicar la velocidad de marcha de Massa, interpeló a sus votantes menos convencidos de traicionar a la presidenta que apoyaron en 2011 e incorporó a su acción proselitista una demanda concreta, como la de seguridad, que surge como asunto primordial en todas las encuestas.
 
Con esto, si algún sector doctrinario del armado oficial amenazó con escandalizarse, el massismo completo comenzó a preocuparse de veras. Granados obtuvo un ministerio ahora, no en el 2015. Para cauterizar el potencial drenaje de dirigentes, su designación parece acertada. Su currículum genera suspicacias atendibles. Pero mejorar la gestión de su antecesor en el área, el penitenciario Ricardo Casal, duramente cuestionado por los organismos de Derechos Humanos, no parece tan difícil. El proyecto de largo plazo de Daniel Scioli, cuya intensidad kirchnerista siempre está en debate, necesita que Massa pierda adeptos. Si va a ganar, que sea por un margen escaso. El cristinismo y el sciolismo necesitan de lo mismo: por eso Granados es ministro.
 
Lo realmente importante es que todo el tinglado del peronismo provincial hoy aliado del kirchnerismo sostiene en la práctica una larga lista de diputados nacionales confeccionada en la Casa Rosada, de la que Martín Insaurralde es figura insigne por decisión presidencial. Lo mismo ocurre con los gobernadores y los candidatos al Senado.
 
El rumbo general que imprime Cristina al proceso no sufre variaciones estratégicas. La mayoría parlamentaria oficial que aumentó el tope de Ganancias, gravó la renta financiera especulativa y los dividendos de las empresas del "círculo rojo" para tapar el bache fiscal, logrando incluso los votos del moyanismo, que se desmarcó así de su alianza con De Narváez, votante en contra. Y la propia UCR habilitó sus votos para sumarse a la iniciativa de la reapertura del canje de deuda propuesto por el Poder Ejecutivo, tras el fallo antiargentino de la Cámara de Apelaciones de Nueva York. Esta movida concitó el apoyo a la postura nacional de "Madame Lagarde", la titular del FMI, en plena reunión del G-20.
 
Los dichos de Insaurralde sobre la baja de la edad de imputabilidad para los menores en conflicto con la ley penal, más allá del modo desprolijo en que se echó a rodar, responden a una demanda de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que condenó hace un mes a nuestro país por mantener vigente un sistema vejatorio que aplica penas de mayores a menores desde la época de la dictadura cívico-militar.
 
No se trata de mano dura, ni de garantismo extremo: es la Convención de los Derechos del Niño, a la que Argentina adhiere por manda constitucional, la que impone los requisitos de una nueva normativa que contemple la singularidad de los chicos en conflicto con la ley penal. Hoy son falsamente inimputables hasta los 18, pero cumplida esa edad se les aplica el rigor de las penas previstas por Código Penal como si el delito lo hubiesen cometido de adultos. En adelante, según el proyecto en estudio del kirchnerismo, serán imputables –aún no está decidida la edad tope– aunque cumplirán penalidades específicas y diseñadas para menores, con finalidad de reinserción.
 
En algún sentido, analizando el escenario filoso donde el oficialismo retomó la iniciativa tras las PASO, se puede trazar un paralelo con las escenas inmediatas a la designación de Jorge Bergoglio como Papa. La primera reacción del núcleo más intransigente del kircherismo fue la de impugnarlo por sus antecedentes, hasta que la presidenta bajó otra línea de trabajo no principista. El antikirchnerismo buscaba un Papa opositor entonces, como ahora necesita de un peronismo dócil a las corporaciones que vertebre un potencial armado poskirchnerista. En ambos casos, Cristina decidió no ser funcional a los deseos opositores: ni se peleó con el Papa como se esperaba, ni salió con el kirchnerómetro a acosar a intendentes y gobernadores que quieren juego propio. A veces, impedir los éxitos del adversario equivale a asegurarse los propios.
 
PORTADORES DE REPUBLICANISMO SANO. Lo que sigue es una escena imaginaria, o no tanto. Un ministro de la Corte Suprema de Justicia se detiene ante un grupo de periodistas y les explica que los tiempos que corren son tristes, porque hay mucha corrupción y faltan líderes virtuosos; y remata épicamente, rodeado de micrófonos, diciendo que lo que está haciendo falta, en realidad, son conductores políticos de la talla de Juan o Eva Perón.
Sería un escándalo. Una falta de independencia reprochada de modo airado. La intromisión de una ideología política facciosa en el lustroso Palacio de Tribunales. Es opinable, claro, pero los mastines de la prensa hegemónica se encargarían de despellejar a su señoría hasta convertirlo en jirones.
 
Para peor, el mismo ministro, puesto a opinar sobre un expediente candente que llegó al máximo tribunal, revela que el fallo definitivo estará resuelto después de las elecciones de octubre, y no antes, transparentando que las decisiones judiciales se subordinan al calendario electoral.
 
Sería un escándalo todavía mayor. Su señoría no sólo tiene su corazoncito político, sino que además dice en público que los integrantes de un poder del Estado como el judicial deben escuchar primero el dictamen de las urnas y recién después expedirse sobre la constitucionalidad de una norma votada en el Parlamento, trámite que ya lleva cuatro años en veremos.
 
Si su señoría fuera kirchnerista, toneladas de adjetivaciones negativas hubieran censurado su proceder. Si, además, se tratara de un ministro que goza de la permanencia en su cargo gracias a la mayoría automática del menemismo, desoyendo el artículo 99, inciso 4 de la Constitución Nacional, que por edad se lo impide, los diarios tradicionales lo estarían asociando a las perversidades de una secta destructiva. Esto, en el mejor de los casos. Porque si eligieran ensañarse con su edad, le atribuirían una historia clínica morbosamente irremontable.
 
Sin embargo, Carlos Fayt hizo algo parecido esta semana, durante una reunión donde fue premiado por la Federación Argentina de Colegios de Abogados (FACA), y nadie se agarró la cabeza ni se sintió moralmente agraviado.
 
La fábrica de prestigio funciona así. Lo que está permitido a algunos, está vedado a los otros, los que no son del club republicano. Estos pueden sacar a relucir sus preferencias políticas, influir en la esfera del debate público desde la supuesta neutralidad de su cargo y permitirse jugar con la idea de que la asepsia es inexistente cuando de fallos jurídicos se trata, y la vida sigue sin percances ni críticas altisonantes.
 
Según Carlos Fayt, vivimos rodeados de corrupción, un poco a la deriva por falta de liderazgos como los de Lisandro de la Torre y Juan B. Justo (no habló de Perón ni de Eva, eso fue una licencia narrativa del autor de estas líneas), y que si quieren saber cómo van a fallar los supremos cuando se sienten a resolver el pleito por la constitucionalidad de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, tendrán que esperar a ver cómo queda el mapa político después de las elecciones legislativas.
 
Lo dijo y agua va. Fayt puede decir que es socialista, comentar ante el presidente de la FACA, el denarvaísta Ricardo De Felipe, que hay enriquecimientos ilícitos –que no denuncia en sede penal–, revelar el tiempismo político del máximo tribunal, sentirse eterno en su ministerio contradiciendo a la propia Constitución Nacional y no por eso ser cuestionado ni cosechar diagnósticos de salud temerarios, como sí ocurre, por ejemplo, con la presidenta.
 
Los portadores sanos de republicanismo, como Fayt, cuentan con esa ventaja frente al resto de los hombres públicos. En otros tiempos, está claro, el actual decano de la Corte fue el ala progresista del tribunal. Su dictamen sobre "real malicia" sentó jurisprudencia y de la buena. No se puede negar eso. Tampoco ignorar que quedó atrapado en una lógica decimonónica de fantasmal factura desde la que reprende al sistema político en su conjunto.
 
El ministro decano fue a la FACA a recibir halagos. Es humano, se sintió como en casa. Hubiera sido elogiable que les preguntara a sus anfitriones por qué la federación de hombres del Derecho calló durante la dictadura, es decir, durante la supresión total de los derechos sociales y políticos, mientras los abogados que se jugaban con los hábeas corpus eran desaparecidos en los campos de exterminio de Videla & Cía. Fayt no los fue a inquirir por haber desertado de la denuncia en tiempos donde hacía falta ese coraje del que alardean ahora sus socios. Fue a recibir un galardón, seguramente convencido de que lo merece, y eludió interpelar a los premiantes por asuntos graves, sobre los cuales no se han expedido todavía. En Chile y en Brasil, los cómplices civiles del terrorismo de Estado están comenzando a pedir disculpas por la complicidad u omisión con las violaciones de Derechos Humanos. ¿Podría haber impulsado Fayt una autocrítica de la FACA? Hubiera sido interesante escucharlo. Sobre todo, porque dos días después, hasta la Corte chilena pidió perdón por el rol de sus integrantes durante el régimen dictatorial de Pinochet. Claro que Fayt, cuando tuvo que expedirse por la inconstitucionalidad de las leyes de impunidad en nuestro país, también se opuso. A veces la coherencia no es un valor.
 
Fayt, sin embargo, aprovechó la premiación para descargar los mismos lugares comunes de aquellos que dejan a las instituciones maltrechas, aun desde el discurso republicano. Hoy los políticos se enriquecen, los de ayer eran mejores. Si así fuera, como juez está obligado a denunciarlos con nombre y apellido, pero en honor a la verdad dio la impresión de que Fayt apoyó un prejuicio generalizado, sin precisiones ni evidencias. Tampoco las obtuvo cuando actuó como instructor de la causa por el atentado a la Embajada de Israel, que sigue impune después de 21 años. Al respecto, en una entrevista, él mismo se justificó: “Luego del atentado, hubo algunos pequeños problemas con la comunidad. Me cuestionaron por más que hice cuanto pude en la investigación de la Embajada de Israel. Yo no estoy ofendido. Estoy acostumbrado a las ingratitudes (…) De manera que les puedo asegurar que hice lo humanamente posible para que se hicieran las cosas bien, y así se hicieron. Aquella, también, fue una tarea a la que dediqué mucho tiempo y muchas esperanzas, sin pretender nada." Y sin encontrar mucho, tampoco.
 
Alguna vez, Don Arturo Jauretche recordó a un abogado joven que pretendía integrarse a FORJA. Lo escuchó atentamente y después le recomendó alistarse en el socialismo reformista de Nicolás Repetto y Juan B. Justo. Era Carlos Fayt, que le hizo caso. Ese sector del socialismo apoyó luego con proclamas y dirigentes el gobierno de facto surgido del Golpe del '55. Américo Ghioldi, Alicia Moreau de Justo, Repetto y Ramón Muñiz se integraron, incluso, a la Junta Consultiva Nacional convocada por los dictadores para darle una pátina plural al proceso, del que Alfredo Palacios fue embajador en Uruguay. Pese a todo, sus figuras atravesaron las décadas siguientes como portadores de un sano republicanismo. Como Fayt.
 
La historia es así. La ganan los que la escriben. El editorial de La Nación que atribuyó a Perón la culpa del golpe sangriento que sufrió es un buen ejemplo de esta reescritura permanente del pasado a favor del orden conservador. En cualquier otro país, los socialistas que hubieran apoyado un golpe y la proscripción de una mayoría política durante 18 años, dejarían de llamarse socialistas.
 
Pero acá reciben premios de "doctores" y sus pares los saludan al grito de "Maestro".  

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