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domingo, 28 de julio de 2013
KIRCHNERISMO, SUJETO POLÍTICO Y ARTÍCULO 90, por Roberto Caballero (para "Tiempo Argentino" del 28-07-13)
Mientras los medios hegemónicos tratan
de instalar a un intendente como estadista de cara a las PASO y abonan
la idea de un país dividido, el oficialismo debate el futuro después de
una década de realizaciones.
Es francamente encomiable el esfuerzo que ponen los medios hegemónicos
para hacer, del intendente de un municipio de 380 mil habitantes como
Tigre, el candidato a estadista que 30 millones de electores estarían
buscando para sepultar al kirchnerismo desde las urnas de un ensayo
provisorio antes de las elecciones de medio término, que son en octubre
próximo.
La verdad es que el multipromocionado Sergio Massa, cuando va al
programa de Alejandro Fantino en América TV, mide 4 puntos de rating, lo
mismo que el senador y presidente del Club Quilmes, Aníbal Fernández.
Los dos tienen una cosa en común: fueron jefes de Gabinete de Cristina
Kirchner. No hay, por lo que se ve, una avidez extraordinaria de los
ciudadanos por seguir las propuestas del nuevo supuesto enfant terrible
de Clarín y La Nación, que no compite por la presidencia de la Nación
sino por una banca de diputado. O, al menos, no existe a la altura de
las suposiciones edulcoradas del equipo del Frente Renovador, expresión
del Delta político rioplatense, con una realidad más cercana a las
concejalías municipales por delante que al verdadero impacto nacional
que los envanece. Las encuestas que sus asesores le acercan con números rutilantes –que
hablan más de su techo electoral que de su piso–, deben haber
convencido a Massa de algún talento oculto para salir victorioso en la
disputa electoral, aunque sus asesores no le deben estar diciendo lo que
cualquier publicista le advierte a su cliente después de haber firmado
el contrato que los unirá en ese matrimonio por conveniencia: la campaña
garantiza conocimiento, masividad en la oferta, pero si el producto es
insulso o soso, la gente no lo compra ni recomienda. Pasa con la gaseosa, con el pack de galletitas y también con un
candidato. Una cosa es el envase, que puede ser colorido o vistoso, y
otra, su contenido real. Para peor, el cantante Axel salió a despegarse
del jingle pegadizo del "todo vuelve". Es feo el desmarque. Es como si
el creador del logo de una bebida alcohólica confesara que es abstemio.
Descorazona al consumidor. Hace bien el kirchnerismo proselitista en ignorar a Massa y
concentrarse en divulgar la candidatura de Martín Insaurralde. Porque
cualquier ataque frontal refuerza la figura del tigrense, lo pone a su
propia altura, lo eleva de categoría, lo hace pesar más en la balanza,
cuando se trata, en definitiva, y sin que esto sea dicho de manera
peyorativa, de un jefe municipal, igual que Insaurralde. En el caso de
Massa, con su historia a cuestas, que ya está escrita, para bien y para
mal: cuando llegó a jefe de Gabinete iba a la Embajada de los Estados
Unidos a hablar mal de los Kirchner, y no quedó como un dirigente capaz
de liderar una alternancia efectiva al propio oficialismo, sino como un
prototipo con severas dificultades para controlar su frondosa
incontinencia verbal en presencia de diplomáticos extranjeros, lo que le
fue reprochado hasta por su mujer. Esta es la verdad de Sergio Massa hoy. La de un audaz, que sabe que
cuenta con espacio abundante en los diarios y señales de TV
antikirchneristas, y mucha ayuda de la encuestología paga para mostrarse
como un nuevo Francisco De Narváez que amague con desbancar al
kirchnerismo como lo hizo el ex dueño de Casa Tía en las elecciones de
2009. Después, bueno, el colombiano sucumbió, le quedó grande la
apuesta, se peleó con sus aliados, dejó de hacer gracia y se quedó sin
Tinelli y sin su imitador divertido. Hoy deambula sonámbulo con Hugo
Moyano y los ex amigos de Luis Abelardo Patti criticando a la gente que
cobra la AUH y gateando por el camino de sirga de los grandes debates
nacionales. Tal vez porque la política sigue siendo un territorio de
acumulaciones complejas, donde algunos expertos en mercadotecnia se
atreven y son efímeramente exitosos, como Ramiro Agulla con Fernando De
la Rúa, pero después deben replegarse ante el desafío inquietante que
exige gobernar y tomar decisiones trascendentes con alguna coherencia
doctrinaria todos los santos días del mandato. Es cierto. Las elecciones de medio término son tentadoras. Una
invitación abierta a los aventureros. En Youtube pueden repasarse los
spots de cientos de desconocidos que se presentan como potenciales
salvadores de la Patria. Están la "Turca" de Tierra del Fuego y también
Biondini. Partidos con trayectoria histórica, sellos de goma y
experimentos que producen extrañeza, risas o repulsa inmediata. Piden
los reflectores para ser vistos y pocos sobreviven a la mirada
escudriñadora del resto. La prueba del ácido no es para cualquiera. En medio de ese vodevil democrático y alegre, donde conviven varias
Biblias y termotanques, decir que el oficialismo aparece ofreciendo la
garantía de lo previsible es una obviedad. Con una líder consolidada, un
proyecto con despliegue nacional y un pasado de realizaciones que hasta
los opositores admiten a regañadientes. El Grupo Clarín SA va más lejos
con sus operaciones de demolición que ellos. Su actuación fuertemente
política es disimulada bajo el ropaje sagrado del periodismo, lo que le
permite atacar con crueldad exigiendo a sus adversarios el respeto
irrestricto a las leyes de la Convención de Ginebra. El partido de
Héctor Magnetto va, patológicamente hablando, por todo, todo el tiempo.
Está más radicalizado, incluso, que los candidatos antikirchneristas más
enconados. Salvando el caso de Elisa Carrió, que hace rato decidió
sacar los pies del plato de la retórica política tradicional para
descubrir los misterios de la narrativa esotérica, el resto no cuestiona
lo incuestionable y se concentró en un slogan propagandístico
criticable: el país está trágicamente dividido. En "Argen" y "Tina"
(según Alfonsín y Stolbizer); en amigos que antes compartían chorizos
(según Binner) y ahora ni se hablan. Como idea es pobre y peligrosa. Pretender el unicato y la monocromía
de pensamiento es añorar la paz de los cementerios. Así como nadie
piensa exactamente igual a lo largo de una vida, porque vivir es
cambiar, nadie puede estar obligado a pensar como el otro para tributar
al ideal sanitario de una república imaginaria donde todos somos
idénticos o queremos las mismas cosas. Los partidos nacieron para
expresar eso, las partes, y la democracia no es un sistema creado para
anularlas sino para procesar esas divergencias de modo civilizado. Ser
kirchnerista, antikirchnerista, de derecha o de izquierda, progresista o
conservador, son elecciones legítimas e indispensables. Es un acto de
libertad en una sociedad integrada por sujetos con derechos. Argentina
está dividida, claro que sí, pero no en dos mitades irreconciliables
como se propone desde los spots, sino en millones de personas que
expresan la pluralidad de una nación como la nuestra: compleja, potente,
diversa, rica, joven, vitalmente apta para, según las circunstancias,
elegir constituirse en mayorías soberanas que transforman su propia
realidad y hacen girar la rueda de la historia en un sentido determinado
y no en otro. Ver en eso una tragedia es una mirada infantil y
reaccionaria. Volviendo al kirchnerismo, no todas son rosas. Tiene una preocupación
concreta: el artículo 90 de la Constitución Nacional. Ni el escándalo
Milani, ni sus internas. Nada lo lastima tan profundo como esa noticia
que hoy parece inmodificable: la presidencia no es perenne. Después de
una década de ejercicio de gobierno, digerir que Cristina Kirchner no es
eterna en la jefatura del Estado es un shock que provoca todo tipo de
reacciones en el tumultuoso espacio militante que la apoya. Los que se
cansaron de gritar contra Clarín pero nunca pudieron sustraerse de
orbitar alrededor de sus análisis, miran de reojo para ver hacia dónde
migran si los resultados de agosto y octubre son adversos. Creyeron en
el kirchnerismo como maquinaria estatal proveedora de cargos y
presupuestos, no en un proyecto político, económico y cultural que
trascienda las medianías habituales del ejercicio de la administración, y
ahora sienten angustia. Hay otros que, por el contrario, como reflejo
de una vida pasada combatiendo al neoliberalismo en la calle, ya hablan
del kirchnerismo como espacio de resistencia a la restauración
conservadora. Esta es el ala épica, que se prepara para cavar las
trincheras y hasta se entusiasma con el romanticismo de la vuelta a las
barricadas, después de una década de gestión que les resultó, por
momentos, incómoda, aburrida, desgastante e insoportablemente intoxicada
de Real Politik. Suponiendo que estos dos grupos son extremos –hay más, y hay matices,
como en todo, y ninguno prevalece sobre el resto– podemos decir que en
el primero abunda el cinismo y en el segundo la pasión. La política, se
sabe, cuando no es testimonial, se nutre de ambas cosas, y el
kirchnerismo hizo y hace mucha política. En los dos casos, sin embargo,
se da la misma confusión, quizá por cansancio o fatiga: el artículo 90
vendría a ser el ocaso. Es raro que lo piensen así. No se necesitó
cambiar la Carta Magna para desarrollar las grandes transformaciones de
los diez últimos años, y la realidad agonizante, de fin de ciclo, que
parecen respirar es relatada nada inocentemente por Clarín y La Nación,
es decir, los dos diarios opositores al kirchnerismo. Sobre lo primero, tal vez haga falta recordar las palabras de
Cristina Kirchner el 25 de Mayo, cuando dijo que había que empoderar al
pueblo para que no se perdieran las conquistas. Es evidente que está
viendo más lejos del artículo 90. Que deba dejar la Casa Rosada, no
implica automáticamente que el kirchnerismo la resigne. Para eso hace
falta que un candidato de las múltiples oposiciones al kirchnerismo
saque más votos en 2015 que el del oficialismo. Y eso, la verdad, salvo
en la cabeza de los editorialistas hegemónicos, todavía está por verse.
La decisión sigue estando en la sociedad, ese pueblo empoderado del que
habló la presidenta. Sobre lo segundo, sobre el relato del fin de ciclo, sólo a un equipo
perdedor se le puede ocurrir que el partido se gana acatando las órdenes
y la lectura del partido del DT contrario. El kirchnerismo es más
astuto que eso. No puede aceptar que la realidad la fabrique su
adversario así como así. Es como ser brasileño y tomar del bidón que
entrega el aguatero de Carlos Bilardo. Salvo, claro, que la fatiga a una conducción interpelante e
hiperactiva esté haciendo estragos en la percepción de sus muchos
dirigentes encuadrados, sobre la actitud a tomar, sobre conveniente y lo
inconveniente en una coyuntura equis. Puede suceder también. Pero la impresión es que hay un kirchnerismo social, que se reproduce
por fuera de las estructuras estatales y para-estatales del
kirchnerismo orgánico, que Cristina Kirchner logra ver y otros ven menos
o no ven del todo, desanimándose. Ese kirchnerismo social no es el conjunto de la sociedad. No existen
propuestas políticas transformadoras que conformen a la totalidad. Ese
es un ideal autoritario. Generalmente estas tienen líderes de fuerte
impronta decisionista que electoralmente se reflejan en una sólida
primera minoría, que a veces logra ser mayoría, como cuando el
kircherismo sacó el 54% de los votos, pero eso no ocurre siempre ni todo
el tiempo. A diferencia del antikirchnerismo social, que recela y no recala
identitariamente en ninguna de las oposiciones políticas, el
kirchnerismo silvestre es sólido y consistente. Se agrupa a partir de un
imaginario de señas y hechos, materiales y simbólicos, realmente
poderoso, que no necesariamente se traduce en una militancia en "Unidos y
Organizados" o en cualquiera de sus organizaciones. Para que se entienda mejor. Hay un sujeto: el primero de la familia
que estudia en las universidades del Conurbano, el científico que no
necesita cinco trabajos para sobrevivir, el desocupado que recuperó el
empleo, el trabajador que tiene paritarias, el jubilado que jamás pensó
en jubilarse, el pyme que cambió el auto y viajó al exterior por primera
vez en su vida, las parejas que se casaron con el matrimonio
igualitario, la familia con la heladera que pasa todo el día en
Tecnópolis gratis y recibe un muestra de calidad antes inalcanzable para
su bolsillo. Hay una mística: Néstor, que murió enfrentando a los
poderosos para que todo eso pase, y el trasvasamiento generacional en
marcha. Hay hitos: YPF, Aerolíneas, AySA, la Fragata Libertad, el no al
ALCA, la recuperación de la ESMA, el cuadro de Videla, los juicios, el
desendeudamiento, la Unasur. Hay un adversario: las corporaciones de
adentro y de afuera. Hay un proyecto: capitalismo desarrollista con un
Estado fuerte, regulador e inclusivo. Y hay una conducción: Cristina
Kirchner, que elude las intermediaciones y se dirige directamente a las
franjas más politizadas de su entramado y también a las más refractarias
a las categorías de esa misma política, si hace falta tomando frases
del Papa como haría una yudoka. Es, por lejos, la figura nutricia del
movimiento. El artículo 90, para toda esa multitud, es un accidente gramatical,
un bache en prosa. Como el decreto 4161, que no pudo impedir que el
peronismo invertebrado se reprodujera y sobreviviera hasta el presente,
porque quedó vivo en las conquistas sociales que le cambiaron la vida a
la gente, no en teoría, de verdad. El kirchnerismo social no es perecedero. Tiene tiempos propios que
pueden o no coincidir con las encrucijadas electorales y hasta puede
estar en desacuerdo con los dirigentes de una etapa o de un distrito. El
FPV es como el PJ, un instrumento dentro de un movimiento vasto,
desestructurado, territorialmente expandido e ideológicamente casi
consumado. Cristina Kirchner lo atisba. Tiene perspectiva histórica y olfato de
trascendencia. Eso mismo que le falta a los dirigentes menos talentosos
de su propio espacio político, con los que debe lidiar.
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