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domingo, 24 de octubre de 2010

PARA QUE NO HAYA MÁS MARIANOS, por Hernán Brienza (para "Tiempo Argentino" del 24-10-10)

Arriba : Mariano Ferreyra, asesinado por una patota vinculada al sindicato ferroviario.

Mientras en nuestra sociedad haya negros de mierda, zurdos, K, oligarcas, fachos, burgueses, gorilas, habrá lamentablemente más Marianos. Mientras sigamos utilizando políticamente a Mariano, habrá más Marianos.
Especular políticamente con la muerte de Mariano es banalizar su muerte. Querer utilizar la muerte de Mariano ya sea para atacar a un sector político, a un gobierno o forzar negociaciones que nada tienen que ver con la investigación y la aplicación de justicia es una forma ruin de utilizar la sangre derramada en esas calles de Avellaneda. Nada es tan absoluto como la muerte, y nada obliga a dejar de lado los relativismos y las supersticiones políticas que ella impone. Por eso una de las pocas premisas que estableció la democracia argentina en sus primeros años fue que la discusión política tiene el límite de lo absoluto: se aprieta, se amenaza, se trompea, se apalea, se demuele a cadenazos, pero no se mata. Ese es quizás el principal legado que ha dejado el trauma de la última dictadura militar en la sociedad argentina: corrió tanta sangre en la década de 1970 que hace intolerable una muerte política más. Cualquiera que haya militado quince minutos en cualquier agrupación política sabe que la violencia cotidiana está al alcance de la mano. Lo saben –y de hecho muchas veces practican distintos niveles de presión– los muchachos de Franja Morada, los del PO, el MST, el PC, la Cámpora, la JUP, las organizaciones sindicales, las fuerzas de seguridad, el macrismo. El que dice haber militado y no ha dado ni recibido un buen trompazo alguna vez no ha militado. En marchas, en congresos, en elecciones, son tantas las fricciones que se generan que ya es parte de cierto folklore anecdótico cierta violencia de baja intensidad. Esa metodología tal vez sea producto de una larga tradición que se remonta al punterismo político instalado por el liberalismo conservador y el fraude electoral del siglo XIX. Leer el Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez siempre es alumbrador en estos casos, por ejemplo. En el caso del sindicalismo, proviene de las épocas duras de la resistencia y la proscripción, años durante los cuales la militancia peronista –el movimiento que más víctimas políticas ha tenido en el siglo XX– era un perpetuo desafío a la muerte. Y está claro que ciertas prácticas nacidas al fuego del peligro corporal se han cristalizado como una metodología “extra” para determinados momentos de inflexión: el uso de “ropa prestada”, como se dice en la jerga el alquiler de matones, guardaespaldas, barrabravas para operar políticamente. Resulta interesante pensar cómo la sociedad ha estigmatizado al movimiento obrero organizado como un foco de generación de violencia permanente y, al mismo tiempo, ha sido contemplativa con otros sectores. El matonismo en el sindicalismo quizás sea resabio de una época en que la derecha usaba a las Fuerzas Armadas y la policía para reprimir. Hijas de esas represiones brutales –entre otras causas– son también las organizaciones político-militares de los años setenta. Paralizar un país cortando sus rutas durante 50 días con militantes rentados, con ruralistas armados con escopetas al costado de las rutas, es quizás la mayor muestra de la “impolítica”, de la violencia fáctica que hemos debido soportar los argentinos. Pero eso no es violencia, claro, es respuesta ante la “soberbia gubernamental”.Detrás de esa estigmatización se esconde el más brutal de los prejuicios argentinos: el de los negros de mierda. Eso son los sindicalistas. Los representantes de la barbarie argentina. Y en algún punto son eso. Son los representantes de lo no dicho, lo no representado, lo negado. Con sus contradicciones, con sus guerras por recursos, con sus negociados, con su violencia, están allí para decir que existen. Resultaría fácil echarle la culpa a Pedraza, a los gordos, a aquellos dirigentes sindicales con los que uno no simpatiza, escarbar en los lazos entre la Unión Ferroviaria y el menemismo, las relaciones entre la patota y el duhaldismo –cosa que tan bien está haciendo el equipo de Investigaciones de Tiempo Argentino– y “despegar” a la CGT liderada por Hugo Moyano. Y si bien es cierto que el moyanismo no tuvo nada que ver con los sucesos de Avellaneda, la violencia política extrema obliga a, por lo menos, reflexionar sobre la violencia con honestidad. Molesta, sin dudas, la emergencia de la CGT como sector de poder en la mesa de negociación nacional. También es fácil para otros dirigentes políticos pegarle a Moyano: “Garpa” ante la clase media. Ofusca, también, la desobediencia de “esos negros” que quieren gobernar y quieren compartir ganancias de las empresas y fisgonear en los balances que los empresarios dibujan, muchas veces, para evadir impuestos al fisco. Pero hay un muerto. Y ello obliga a repensar muchas cosas. Obviamente, la mitad de la nota está dedicada a analizar a los hacedores de esa violencia. Pero reflexionar sobre la muerte nos obliga también a pensar metodologías políticas que si no son previolentas pueden generar respuestas no deseadas. La intransigencia política, la negativa a la negociación, la inflexibilidad, el ir a “todo o nada”, también es una forma de ejercer violencia y de incitar a la violencia. No se trata aquí de invertir la carga de la prueba, si no simplemente de poder pensar más allá de quién dispara el tiro. La política de la intransigencia desmedida tampoco es una práctica democrática. Y es una práctica generadora de violencia.En nuestro país, los sectores populares han sufrido una violencia estatal o paraestatal constante. Desde las levas rivadavianas a los 30 mil desaparecidos, los pobres, los militantes populares han sido víctimas del control social y el disciplinamiento de las clases dominantes a través del aparato del Estado. La Ley Cané contra los anarquistas, los fusilamientos, las desapariciones, las represiones callejeras, el gatillo fácil son algunas de las tantas formas que eligen esos sectores para matar. Por primera vez en muchos años, una jefa de Estado ha dicho y repetido hasta el cansancio que la decisión es no utilizar la represión contra la protesta social. Y ha cumplido. Porque quien sostenga en forma pública o privada que el gobierno actual es responsable de la muerte de Mariano o es un ignorante político o actúa de mala fe. Y quien utiliza la muerte para existir políticamente es un miserable. Avellaneda, esa barriada popular del sur de la capital, recibió en el último medio siglo los cuerpos de Rosendo García, Julio Troxler, Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, entre tantos otros militantes populares. En estos últimos días, los fantasmas de Darío y Maxi se pasearon en forma atroz por la actualidad política y mediática argentina. Pero nada tiene que ver el caso de Mariano con las muertes de 2002. Primero por la excepcionalidad del último asesinato. Segundo, porque no participaron las fuerzas de seguridad en la concreción, aunque todavía resta investigar cuál fue el grado de complicidad por omisión que les cabe a la Policía Federal por una supuesta “liberación de la zona”. Tercero, porque el clima político es otro. En aquel momento, las voces oficiales hablaban de una necesidad de “mano dura” contra los movimientos de desocupados; hoy, las máximas autoridades políticas del Estado repiten hasta el cansancio su voluntad de no reprimir. Ahora bien, la falta de voluntad represiva debe estar acompañada por la implacable actuación de la justicia. El crimen de Mariano no debe ni puede quedar impune. No pueden esquivar la purga de su condena ni los autores materiales ni los intelectuales. Pero para eso no sólo es necesario que la justicia actúa con celeridad sino también que los testigos, los militantes que también fueron víctimas, dejen de jugar al Gran Bonete con sus testimonios, dejen de utilizar políticamente esa información y ofrezcan las pruebas a la justicia. Utilizar políticamente la muerte de Mariano es volver a matarlo, sea desde el rincón que sea. Incluso si, sin darme cuenta, estoy utilizándolo yo.Siempre que hay un muerto en la Argentina, me refugio en la lectura del filósofo judío Emmanuel Lévinas. Siempre me impresiona su preocupación ante el escándalo por el “sufrimiento inútil de los hombres” y su respuesta, el concepto de “responsabilidad asimétrica” ante el que sufre. Aloysia Karamazov, ese impresionante personaje de Fiodor Dostoievski, dice en la novela Los hermanos Karamazov: “Todos son responsables ante los demás, y yo más que nadie. Esa es la idea de asimetría. No se puede superar la relación entre el otro y yo.” Mientras en nuestra sociedad haya negros de mierda, zurdos,K, oligarcas, fachos, burgueses, gorilas, habrá, lamentablemente, más Marianos. Mientras haya Otros, habrá más Marianos. Mientras sigamos utilizando políticamente a Mariano, habrá más Marianos. Yo, por mi parte, me siento responsable de su muerte. ¿Y usted?

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