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domingo, 28 de julio de 2024

La generación Smartphone: ansiosos, deprimidos y futuros dirigentes, por Dante Augusto Palma

 



La hipótesis es provocadora y viene levantando polvareda desde su formulación. Podríamos resumirla así: el aumento exponencial de casos graves de enfermedades mentales en adolescentes y jóvenes obedece a la gran reconfiguración de la infancia producida por el uso del Smartphone. 

Quien lo afirma es el psicólogo social estadounidense, Jonathan Haidt, en su último libro, La generación ansiosa, publicado en español hace apenas algunas semanas, un texto en el que referencias a investigaciones y estudios empíricos hay de sobra. Y sí, claramente, habría que decir que, esta vez, a Mark Zuckerberg “No le gusta esto”. 

A propósito de datos, observemos algunos. La depresión grave en adolescentes estadounidenses de 12 a 17 años aumentó un 145% en las mujeres y un 161% en los varones más allá de que ellas se encuentran más afectadas en términos absolutos. 

¿No podría tratarse de un sobrediagnóstico o de un efecto contagio producto de una época en que ser víctima brinda un status? Haidt lo niega y se apoya en el crecimiento de la tasa de visitas a los servicios de urgencia por autolesiones en preadolescentes de 10 a 14 años. Desde 2010 a 2020, en el caso de las mujeres, aumentó un 188%; en el caso de los varones, un 48%. En cuanto a las tasas de suicidio, para esa misma edad, en el caso de los chicos creció 91% en el mismo período y, en el caso de las chicas, un 167%. Digamos, entonces, que, con o sin contagio, lo cierto es que lo que está sucediendo tiene efectos concretos. 

En cuanto a los que ingresan a la universidad, los números son igualmente dramáticos, a saber: los casos de ansiedad han aumentado un 134% entre el 2010 y el 2020, y los de depresión un 106%. El punto es que aumentos de este calibre no se han producido en el resto de las generaciones. Es más, si nos posamos en la generación boomer, por ejemplo, habría que decir que los índices han disminuido.  

Es evidente, entonces, que algo sucedió en 2010. ¿Una guerra mundial? ¿La caída de algún muro en Berlín? ¿Una pandemia? ¿Acaso una gran crisis económica? Nada de eso. Simplemente sucedió el Smartphone que, junto a una serie de variables y un contexto cultural propicio, explican, según Haidt, el fenómeno que estamos describiendo. De aquí que el autor considere que, al momento de analizar las características de una generación, antes que un hecho conmocionante, deberíamos hacer foco en el tipo de tecnología preponderante en los años en que esa generación devino adulta. 

Pero, ¿de qué generación hablamos? De la conocida como Generación Z, la generación ansiosa, a decir de Haidt, aquella de los nacidos a partir de 1995 y que entran en la adolescencia en ese “fatídico” año 2010. Se trata de la primera generación que creció con un Smartphone en el bolsillo. Ahora bien, ¿acaso no existían teléfonos móviles antes de ese año? Sí, por supuesto, pero casi en simultáneo, entre 2009 y 2012 se da la convergencia de un desarrollo tecnológico que ha moldeado nuestra forma de vida, probablemente, como nunca ha sucedido a lo largo de la historia. Haidt refiere aquí al despliegue de la banda ancha, la llegada del iPhone y el auge de las redes sociales gracias a la invención del botón de Me Gusta y Compartir. Asimismo, aunque lo hayamos olvidado, otro paso clave es el iPhone 4, el primero en tener una cámara frontal que permite hacer las selfis, y el hecho de que Facebook haya comprado Instagram en 2012 dándole un impulso fenomenal a la red social donde la fotografía es lo principal. Esto será clave para las niñas porque, en comparación con los varones, cooptados por las consolas de videojuegos, ellas pasarán mucho más tiempo en las redes sociales, ingresando en una espiral de comparación con influencers y filtros contra cuyos estándares de belleza es imposible competir.      

Pero, claro está, el cambio tecnológico no lo explica todo. En este sentido, como ya lo indicara Haidt en su libro anterior, La transformación de la mente moderna, nada de esto podría comprenderse sin el trasfondo de una generación de padres temerosos. Es más, el autor advierte una enorme paradoja: los padres de hoy sobreprotegen a los niños en el exterior y los desprotegen cuando éstos navegan por internet, como si los únicos peligros estuvieran de la puerta hacia afuera. 

¿Por qué los padres de los años 80 y 90 devinieron sobreprotectores? Haidt refiere a estudios que hablan de cambios graduales en el diseño urbano, pero, sobre todo, al auge de la TV por cable y las noticias 24/7; al creciente número de mujeres que trabajan, lo cual genera un incremento de guarderías que sobreprotegen a los niños ante el temor de una sociedad afecta al litigio fácil; al quiebre de la sociedad adulta por el cual mi vecino ahora es alguien que no conozco y puede dañar a mi hijo, y a los “expertos” en crianza cuyos consejos están más preocupados por adecuarse a sus prejuicios que por expresar el consenso científico.   

Dicho esto, el gran tema del libro parece ser, al fin de cuentas, cómo educamos a nuestros hijos y, en este sentido, las reflexiones de Haidt van en la misma línea del ya célebre No pienses en un elefante de George Lakoff. Allí, lo más interesante es cómo el autor entiende que la división entre republicanos y demócratas responde a dos tipos de concepción familiar y, por ende, a dos formas de criar a los hijos. En este sentido, los conservadores se basan en el modelo del padre estricto que cree que su deber es inculcar la disciplina y los valores para que, el día de mañana, el niño sea capaz de adecuarse a un mundo hostil y competitivo. Los progresistas, en cambio, se basan en el modelo de los padres protectores, por el cual el deber de los progenitores es escuchar a los niños, promover el valor de la cooperación y hacer del mundo un lugar más amable. 

Cruzando ahora ambos textos, podría decirse que, según Haidt, el modelo familiar y moral del progresismo se ha impuesto y eso es lo que explica que la infancia “basada en el juego” haya sido reemplazada por la infancia “basada en el teléfono”.  

La infancia basada en el juego, aquella que nos constituyó a todos los que contamos más de 40 abriles, suponía pasar la mayor cantidad de tiempo jugando con amigos en un mundo donde el vínculo físico, sincrónico y cara a cara era esencial. Era un tipo de crianza que estimulaba lo que Haidt llama una vida en “modo descubrimiento”, clave para el desarrollo humano. Pero, claro está, frente a la generación de padres protectores que considera que el exterior y la interacción con los otros es motivo de riesgo, es natural que esa infancia basada en el juego sea reemplazada por una infancia basada en el teléfono y que el modo descubrimiento sea sustituido por el modo defensa. Sobre esta base es que podemos comprender por qué la generación Z, además de ansiosa, depresiva, autolesiva y suicida, es una generación victimista e infantilizada que todo el tiempo está reclamando y pidiendo “protección” al Estado.       

De hecho, Haidt dice que cuando la generación Z llegó a las universidades, la atención psicológica de las mismas se vio desbordada y que “libros, palabras, conferenciantes e ideas que provocaron escasa o nula polémica en 2010 se consideraron en 2015 perjudiciales, peligrosos o traumatizantes”. 

¿Qué deberían hacer tanto padres como gobiernos y compañías? Según Haidt es necesario retrasar el momento en que nuestros hijos acceden a internet; evitar que posean redes sociales hasta los 16; promover una normativa de “colegios sin móviles” y fomentar una crianza con mayor independencia infantil. Se trata de acciones muy similares a las que, por ejemplo, acaba de anunciar Macron en Francia.  

Los números expuestos suponen la necesidad de un accionar urgente pues todo hace prever que el escenario de la salud mental entre los más jóvenes empeorará. Si esto ya es un motivo de preocupación en sí, imaginemos cómo serán las cosas cuando estas generaciones alcancen la edad suficiente para dirigir nuestras sociedades.

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