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domingo, 23 de junio de 2024

Un infeliz cumpleaños para Orwell, por Dante Augusto Palma

 



Gran Hermano, minutos de odio, telepantallas, policía del pensamiento, ministerio de la Verdad, neolengua. No hay antecedentes de un libro que haya ofrecido tantas categorías para comprender el fenómeno del totalitarismo. Y lo más curioso es que se trata de un texto literario, el cual, a su vez, está cumpliendo 75 años desde su lanzamiento. Hablamos, por supuesto, del célebre 1984, la novela de George Orwell que, a propósito de este aniversario, ofrece nuevas ediciones incluso en español, incluyendo una bastante particular a la que me referiré hacia el final.  

Nacido en 1903 en la India ocupada por Gran Bretaña y educado en Eton gracias a una beca, apenas terminado el colegio Orwell decide enrolarse en la policía imperial británica que, por aquella época, ocupaba Birmania, actual Myanmar. Gracias a aquellos años, Orwell escribirá textos de una crudeza y una profundidad únicas, como el reconocido relato “Matar a un elefante”.

Tras un interregno de algunos años en los que intenta construir su vida como escritor y vive prácticamente como un pordiosero entre Londres y París, su acercamiento a las ideas socialistas crece a punto tal que, recién casado, decide, junto a su mujer, trasladarse a España para luchar contra Franco. Sin embargo, pronto vive en carne propia el modo en que la interna entre stalinistas y trotskistas se replica en España, con denuncias falsas y sus consecuentes purgas constantes, vivencia que marcaría a fuego al Orwell ya escritor maduro. Fruto de ello contamos con su Homenaje a Cataluña. 

A pesar de que no era común por aquella época que un escritor de izquierdas fuera crítico de la URSS, ya en la segunda mitad de los 40, Orwell publica Rebelión en la Granja (Animal Farm), la extraordinaria sátira contra el stalinismo y, un año antes de morir de tuberculosis, en 1949, el libro que nos convoca cuyo título, 1984, refiere a un futuro más o menos lejano en el que el Partido, liderado por la figura mítica de El Gran Hermano, controla los destinos de Oceanía en un mundo en guerra permanente. 

Más allá de la trama que cuenta la tragedia de Winston Smith, un oscuro empleado del ministerio de la Verdad que es capturado y salvajemente torturado por complotar contra el Partido, lo más rico son las categorías antes mencionadas que Orwell ya expone casi en su totalidad en el primer capítulo. De hecho, en las primeras páginas aparecen los “Dos minutos de odio”, un ejercicio del que participaban los miembros del partido y que suponía sentarse frente a una pantalla gigante para hacer catarsis repudiando todas las fechorías y atropellos cometidos por el enemigo del pueblo. Se trataba de un tal Goldstein, líder también mítico de La Hermandad, autor de un libro maligno y poseedor de un “rostro judío” al que se le adjudican reivindicaciones de la tradición liberal como la libertad de prensa.   

Demostrando poseer la capacidad para poder proyectar lo que sería la influencia de los medios de comunicación de masas, Orwell elabora también un elemento de enorme actualidad, esto es, el doble carácter de las pantallas. Lo hace cuando refiere a lo que en el libro son las “telepantallas”, aquellas que permitían proyectar el mensaje elegido por el Partido, pero que, al mismo tiempo, distribuidas a lo largo de la ciudad y en el interior de las propias casas, vigilaban cada una de las acciones de sus usuarios.  

Asimismo, digno de mención, por supuesto, es el trabajo del ya destacado ministerio de la Verdad. Los empleados de esta dependencia eran los encargados de modificar la historia para ponerla al servicio de los intereses del Partido porque “quien controla el pasado, controla el futuro. Quien controla el presente, controla el pasado”. Así, si en un momento era necesario afirmar que se entraba en guerra contra Eurasia, los empleados trabajaban a toda velocidad modificando los archivos de modo tal que no quede ningún vestigio que dijera lo contrario. En el mismo sentido, el ministerio se ocupaba de borrar toda huella de las personas que eran “vaporizadas”, esto es, desaparecidas. Era como si nunca hubieran existido. 

Esta necesidad de modificar la historia era complementada por “la policía del pensamiento” y por otra gran idea a la cual subyace una verdadera teoría del lenguaje. Se trata de la neolengua, la lengua que se hablaba en Oceanía, la cual era constantemente modificada por unos burócratas cuya finalidad era reducir el lenguaje lo más posible bajo el supuesto de que controlando el lenguaje se controla el pensamiento y la realidad. Más actual no se consigue.

Dicho esto, podemos mencionar dos grandes paradojas sobre el legado de la obra de Orwell que, imaginamos, hubieran generado su indignación. La primera y más obvia es la apropiación que se ha hecho de la figura del Gran Hermano. No hay, en este sentido, una lección más precisa del cambio de época: si, en el libro, el Gran Hermano era sinónimo de un sistema totalitario panóptico que se servía de un sistema de cámaras para controlarlo todo y del cual los rebeldes querían escapar, ingresando al siglo XXI, el Gran Hermano deviene un formato televisivo de enorme éxito en el que los jóvenes pugnan por ingresar a una casa para poder ser vistos. 

La segunda es todavía más increíble, porque ha sido impulsada por los propios herederos de Orwell. Se trata de una suerte de “reescritura” del original, pero realizada desde la perspectiva de la coprotagonista, llamada Julia. Efectivamente, los actuales dueños de los derechos consideraron que 1984 merecía una versión desde la perspectiva de la mujer y, para ello, convocaron a una escritora feminista, Sandra Newman, quien ha afirmado en varias entrevistas que Orwell era un misógino. De aquí se seguiría que, para desexorcizar la obra, habría que poner una protagonista mujer que hiciera al menos lo mismo que el protagonista varón. Por cierto, quizás en un futuro lleguen versiones en las que el protagonista sea un Smith negro o una Julia trans, no lo sabemos.

Lo cierto es que en esta nueva versión, que por momentos reproduce fielmente el original y que se titula, justamente, Julia, por lo pronto, se dice que el verdadero problema del protagonista, Smith, es su poco apasionamiento sexual cuya responsabilidad, según él, sería de las mujeres. También se afirma que la coprotagonista, Vicky, sufre un aborto producido por una sustancia que ha ingerido obligada por el padre de la criatura, un alto funcionario; que estaba penada la homosexualidad femenina pero no la masculina; que Julia evita demostrar su intelectualidad para no asustar a los varones; que el Estado totalitario actúa principalmente sobre el cuerpo de las mujeres, tal como lo padece la propia Julia cuando, como parte de un plan del gobierno, es inseminada con el supuesto semen del Gran Hermano. Por último, en la nueva versión de 1984 firmada por Newman, los jerarcas del Partido tienen como esposas a mujeres sub30 a las cuales luego descartan e incluso aparece un documento de La Hermandad en el cual la principal acusación contra el Estado Totalitario es la de cometer delitos sexuales contra mujeres. 

Asimismo, frente a una Julia que en el original esbozaba una suerte de astucia y liberalidad sexual aunque algo casquivana y desideologizada, en esta nueva versión Julia es todo: es víctima del Partido que la obliga a trabajar de prostituta para captar a los traidores como Smith, pero también trabaja como mecánica y escribe novelas en una de las secciones del ministerio de la Verdad; es una de las niñas delatoras que llevó a su propia madre a la muerte pero también es lo suficientemente sensible para salvar a su compañera con la cual finalmente tendrá un amorío.

Además, mientras que en el original Smith no resiste la escena de las ratas atacando su rostro, en Julia la protagonista abre la boca, hace que la rata ingrese y luego la cierra para decapitar al roedor. Todo eso hace Julia, además de tener sexo frente a las telepantallas para erotizar a los fisgones de la policía. Sinceramente, si buscamos distopías en clave feminista, Margaret Atwood lo ha hecho mucho mejor.

Por último, en un gesto de incomprensión de la obra original, Newman agrega un capítulo en el que el sistema totalitario cae, La Hermandad vence y el Gran Hermano es un particular con nombre y apellido que yace vencido en una cárcel.

Para finalizar, digamos que el 75 aniversario de una obra esencial para la literatura y el pensamiento contemporáneo recibe una suerte de tiro de gracia paradojal. Si no bastaba con la reapropiación cínica que la industria del entretenimiento había hecho del Gran Hermano, ahora los propios herederos pretenden reescribir la obra paradigmática que denunciaba el modo en que los totalitarismos pretenden la reescritura de la historia. Que haya sido en clave feminista es lo de menos. Lo mismo hubiera sido en cualquier otro sentido. El ministerio de la Verdad existe y ha actuado sobre la ficción que lo imaginó. Orwell y 1984 no merecían un cumpleaños tan infeliz.

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