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domingo, 12 de septiembre de 2021

La batalla cultural ha muerto, por Dante Augusto Palma

 


 

Es común escuchar que la gran disputa de nuestros tiempos es cultural y que está asociada al lenguaje. Efectivamente, bajo el supuesto de que la realidad es construida, o al menos está mediada de una u otra forma por el lenguaje, parece una verdad comúnmente aceptada que el acto de nombrar es político y que la hegemonía de una perspectiva sobre otra se vincula directamente con su capacidad para construir un sentido. La denominada “batalla cultural”, entonces, se reduciría así a una batalla por quién impone ese sentido a las palabras. Naturalmente el debate se puede remontar al Crátilo de Platón y necesariamente tendrá que atravesar por todos los autores que trabajaron la problemática del lenguaje al menos desde el denominado “giro lingüístico” de las primeras décadas del siglo XX. Como ese recorrido es imposible por razones de espacio, me gustaría posarme en algunas de las polémicas actuales para desde allí realizar algunos comentarios. 

Un buen punto de partida podría ser el que ofrece el psicoanalista argentino radicado en España, Jorge Alemán, en su último libro llamado Ideología. Cercano a PODEMOS, Alemán es, junto a su amigo, el ya fallecido Ernesto Laclau, uno de los intelectuales que mejor ha trabajado una nueva concepción de “populismo”. Pero en este caso, el libro aborda distintas temáticas entre las que quiero destacar su idea de que los discursos de la derecha no tienen “punto de anclaje”. 

Apoyado en los presupuestos del psicoanálisis lacaniano, Alemán indica que los poderes mediáticos y las redes sociales que inundan el debate público de fake news han roto completamente la relación entre el significante y significado. Si bien merecería, de mi parte, alguna precisión técnica, podría decirse que estamos asistiendo a un momento en el que las palabras significan cualquier cosa y se han desvinculado completamente de su significado y su sentido. Por ejemplo, cuando tanto en España como en distintos países del mundo se habla de “Comunismo o libertad”, estaríamos asistiendo a un ejemplo de ruptura del punto de anclaje. En otras palabras, PODEMOS en España, el peronismo en Argentina, o Pedro Castillo en Perú tendrán mayores o menores influencias del pensamiento de izquierda o avanzarán más o menos en pretensiones colectivistas pero no son Stalin ni prometen la revolución del proletariado. Nos pueden gustar o disgustar pero reducirlos a “comunismo” puede ser útil como estrategia electoral pero no ayuda a dar cuenta de la complejidad de los procesos. 

En el libro citado, Alemán lo explica en una serie de pasajes que podemos compilar a continuación: 

“La ‘batalla por el sentido’ y ‘la batalla cultural’, aunque sigan siendo actividades vigentes, están sostenidas por narraciones que se van erosionando en sus puntos de anclaje. En semejante situación, el problema creciente es que a los representantes del poder neoliberal no les interesa más sostener tal o cual programa de sentido o de cultura, pues su objetivo final no necesita de ello. Su narrativa se inspira en el contrasentido y en la anticultura (…)  Lo propio del capitalismo no es solo generar falsedades sino también abolir en cada sujeto la experiencia de la verdad, al ser difundidas informaciones y datos, supuestamente transparentes, de manera proliferante, para que los sujetos naturalicen la manipulación (…) La función de esos agentes de la derecha extrema es que la verdad desaparezca”.

Alemán observa este fenómeno con particular preocupación porque entiende que la izquierda y los movimientos populares todavía creen que la batalla cultural es una batalla que se da por el sentido y donde se juega la experiencia de la verdad. En otras palabras, ¿cómo dar una batalla por el sentido si a tu adversario el sentido ya no le interesa? 

Sin embargo, desde distintas tradiciones políticas, esto es, desde la derecha pero también desde puntos de vista liberales y hasta de una izquierda más clásica, se le hace a la izquierda actual críticas similares a las que Alemán le hace a la derecha. Esas críticas, creo que pueden sintetizarse en dos episodios, uno de ellos, al menos, bastante conocido. Me refiero al denominado “affaire Sokal”. 

Para quienes no lo conocen, Alan Sokal es un físico que se propuso exponer el sinsentido del relativismo en la ciencia derivado de algunas de las elaboraciones de los principales referentes de la Escuela de Frankfurt y los posestructuralistas franceses. Para ello, no tuvo mejor idea que enviar un artículo titulado “Transgressing the Boundaries. Towards a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity” a una prestigiosa revista en el que su tesis principal era la de sus adversarios, a saber: la ciencia es una construcción social y lingüística impuesta por la ideología dominante. Sokal esperó que el artículo fuera publicado y luego envió a una segunda revista un artículo en el que contó lo que había hecho. Allí, entonces, reveló que había utilizado conceptos de la matemática y la física cuántica mezclados con citas de filósofos posmodernos reconocidos, para realizar una parodia y exponer la falta de rigurosidad de este tipo de publicaciones y de este tipo de autores a quienes acusa de manejar un lenguaje oscuro y confuso además de ser poco precisos al momento de utilizar conceptos científicos. Este episodio, que lo pueden encontrar en el libro que luego Sokal publicara junto a otro físico llamado Bricmont, en 1997, titulado Imposturas intelectuales, probablemente haya inspirado el segundo episodio, bastante menos conocido, ocurrido en 2018 y al que se lo conoce como “Grievance Studies affaire”.  En este caso, quienes llevaron adelante el fraude fueron Peter Boghossian (profesor de Filosofía de la Universidad de Portland), James Lindsay, (doctor en Matemáticas de la Universidad de Tennessee) y Helen Pluckrose, (editora de la revista Areo). En la línea de Sokal, estos académicos enviaron veinte artículos a prestigiosas revistas de estudios culturales, donde deliberadamente se incluyeron afirmaciones y tesis delirantes que parodiaban las nuevas derivaciones posmodernas asociadas en muchos casos a las políticas identitarias. En uno de esos artículos se podía leer la necesidad de imponer unos juegos olímpicos para personas con sobrepeso; en otro se llamaba a la masturbación anal masculina con dildos como una práctica que llevaría a que los varones fueran menos transfóbicos; en otro se hallaba una conexión entre el pene y el cambio climático y finalmente, en un caso, los autores lograron que una revista feminista les publicara un artículo en el que reescribían un fragmento de Mein Kampf con perspectiva de género sin que los pares que revisaron el artículo lo notaran. Al momento en que los autores revelaron el fraude, cuatro de esos artículos fueron publicados, tres estaban a punto de serlo, siete estaban en proceso de aceptación y apenas seis fueron rechazados.

Estos dos episodios mostrarían que la falta de un punto de anclaje era una crítica que se le venía haciendo a las perspectivas de izquierda desde hace ya algunos años atrás de modo que nos encontramos ante un panorama en el que desde diferentes sectores y desde distintas perspectivas ideológicas se realizan acusaciones cruzadas respecto al modo en que se estarían utilizando las palabras arbitrariamente haciendo del debate público una disputa de significantes completamente desvinculados de la realidad y del significado. En este panorama, parece razonable decir que la batalla cultural ha muerto.  

A propósito, y para concluir, cabe mencionar el modo en que Dante, en La Divina comedia, encara el caso de Nemrod en el marco del relato de la Torre de Babel y de la confusión de las lenguas. Como ustedes recordarán, algunas generaciones después de Noé y su arca, Nemrod desafía a Dios impulsando la construcción de la Torre de Babel. Esa soberbia es castigada por la proliferación de distintas lenguas que acabarán disgregando y enemistando a la comunidad humana. En un libro titulado Curiosidad, el escritor argentino Alberto Manguel lo describe así:

“Nemrod y sus trabajadores y su ambiciosa torre sufrieron la maldición de hablar con un idioma que se había vuelto no solo confuso sino inexistente, incomprensible, aunque sin carecer totalmente de su significado original. El significado (…) no es la maldición de saber que no comunica nada, sino la maldición de saber que lo que comunica será siempre considerado un galimatías. A Nemrod no se lo condena al silencio, sino a transmitir una revelación que jamás será comprendida”. 

La metáfora de Nemrod puede ser útil aquí. Porque lo que estamos viviendo no es la maldición del silencio como supo padecer occidente en tiempos oscuros. La peor condena de la actualidad parecería, más bien, aquella vinculada a la incapacidad de comunicarnos. Palabras, frases, significantes que valen todo lo mismo y que significan cualquier cosa. Por derecha, por izquierda, por arriba y por abajo, se estarían construyendo realidades paralelas sin un punto de anclaje en la realidad, haciendo que el diálogo sea solo aparente. De ser así, el mundo que viene será un mundo fragmentado en el que cada ideología e incluso cada persona tengan un lenguaje propio y personal incomprensible para el otro. El mundo que viene, entonces, no será un mundo de silencio. Será un mundo en el que todos hablaremos al mismo tiempo pero donde nadie entenderá qué demonios se nos está queriendo decir.  

      

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